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Luisgé Martín
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Luisgé Martín

Odiamos tanto a Luisgé

miércoles 16 de abril de 2025, 12:11h
Sería dos mil cuatro, por lo que recuerdo. Arrabal vino a Murcia y lo entrevistó Gontzal Díez para el diario La Verdad. La habitual doble página con Arrabal en el centro. Una foto espectacular tomada en El Rincón de Pepe, la víspera. El poeta había desplegado sus alas negras sobre la alfombra de la recepción del hotel –una especie de estola que llevaba a modo de capa- delante del robusto mostrador de madera barnizada. Se transformó en híbrido de fauno y murciélago.
  • Franz Kafka

    Franz Kafka

La noche hambrienta
La noche hambrienta

¿Funesto augur de futuras pandemias? Había mucha gente rodeándolo. Alguien le pidió que posara, y él, de pronto, extendió los brazos en cruz y se transformó en pájaro delante de todos, como un personaje de “La hora del lobo” de Ingmar Bergman. Inmediatamente, los fotógrafos lo acribillaron. Recuerdo el repiqueteo de cámaras y flashes como un turbión de granizo en el zaguán. Y el texto de la entrevista, claro, fue brillante, porque Gontzal era también un excelente poeta, amén del mejor periodista cultural que ha tenido la capital del Segura. Sin embargo a Arrabal no le gustó el resultado. “Ese hombre me toma por un provocador”, me dijo, cuando le pregunté qué le había molestado de la flamante pieza publicada ese mismo día en el periódico. A alguien que hubiera pasado por allí, las palabras de FA podrían haberle recordado a esas otras que se atribuyen a Jack The Ripper, después de la cuarta o quinta prostituta descuartizada: “¡A ver si al final me van a tomar a mí por un psicópata!”. Lo cierto es que yo no vi nada en la entrevista que justificara la queja de mi pánico mentor, pero entiendo su susceptibilidad. No es que él no sepa que ha sido, y sigue siendo todavía, un terne, relapso y contumaz provocador. Lo sabe muy bien. Lo que en verdad le molesta es que la anécdota aplaste a la categoría. Porque su faceta de provocador le parece insignificante al lado de esa otra… la de último avatar de la vanguardia, la de dramaturgo canónico y universal. Y tiene razón.

Algo semejante es lo que le está pasando estos días a Luisgé Martín. La anécdota, enteca y voraz, se ha tragado como siempre a la crasa y voluminosa categoría. Ha sido presentado como el ghost writer de Pedro Sánchez o el amanuense que ha redactado el libro de Bretón, por una parte –la más rastrera- de la muy degradada prensa española. Nadie, o casi nadie, ha advertido que Luisgé es un prosista virtuoso, un destacado y reconocido narrador con una larga trayectoria de novelista. Y la pregunta que me asalta después de todo lo sucedido, la pregunta que deberíamos hacernos todos –libreros, periodistas, escritores, lectores, críticos…- es, evidentemente, por qué odiamos tanto a Luisgé. Por supuesto, de ese “odiamos” generalizador, colectivo y omnicomprensivo (que se aproxima bastante a la reacción social de condena, casi unánime, a la que hemos asistido) yo me excluyo; lo que no me impide intuir con estremecedora certeza el origen y la razón del odio ajeno. Luisgé nos quiere llevar a donde no queremos ir. Ya intentó hacerlo con aquel ensayo adamantino –duro y brillante- que tanto me impresionó: “El mundo feliz”. Y durante aquella lectura fui consciente de una de esas sincronías junguianas, una de esas raras serendipias que nos sobrecogen.

Cité la primera frase del libro (“la vida es un sumidero de mierda, un acto grotesco o ridículo”), que había circulado como titular de prensa, durante la conversación con Javier Gomá en la fundación Juan March, sin haberlo leído todavía. Y cuando por fin lo hice, me llevé la monumental sorpresa de que Luisgé precisamente dedica al ensayo de Gomá “Aquiles en el gineceo” el capítulo cuarto de su obra, que fue recibida con cierta repugnancia y hostilidad, incluso (¡casi sobre todo!) por sus afines ideológicos; y es que a nadie le gusta que lo carguen con un madero y lo lleven por la calle de la amargura para crucificarlo en el Gólgota de la verdad. En esta época lerda en la que predomina el enfoque realista del “true crime” y de la autoficción, en realidad la dimensión del arte y de la literatura como actividades reveladoras de la verdad profunda ha sido proscrita por la mayoría dictadora. Se aceptan todo tipo de excesos en términos de sadismo y casquería, pero no que se le dé, en serio, la palabra al asesino. Se toleran toda clase de experiencias atroces en primera persona, pero no se aguanta el viaje a fondo de la herida que nos propone Luisgé. Eso está prohibido. Ya lo dijo Cioran: “El único espíritu verdaderamente subversivo es el que pone en cuestión la necesidad de vivir”. Y eso es lo que Luisgé hace, en el fondo. Enfrentarse a la nada. Y al mal. Y no es el primero que intenta semejante descenso a la sima. Un siglo antes que Truman Capote, vivió un tal Dostoievski, quien empezó a publicar su gran obra maestra “Los demonios” (1871) en El mensajero ruso; hasta que en 1872 el editor de la revista, Mijaíl Katkov, rechazó imprimir un capítulo en el que Stavroguin confiesa la violación de una niña de 11 años que después se suicida. Luisgé Martín no es el primer autor interesado en el asunto de la violencia contra los niños. Este es un tema literario central en el autor ruso (ferviente cristiano) que también preocupaba a Camus (ateo doliente), ya que se constituye en emblema definitivo e insuperable del mal. Yo lo abordé en “La noche hambrienta”, dentro de los límites de la ficción novelesca. Es un asunto escabroso, desagradable tanto para el autor como para el lector. Y si el arte debe orientarse al placer estético o el mero entretenimiento, habría que descartarlo... Pero sabemos, por Keats, que el arte también se orienta a la verdad. Si la creación artística tiene algún sentido, nada que pueda ser iluminado debe permanecer oculto. Estoy convencido de que, más allá de cualquier maniobra de provocación o juego morboso con cálculo estratégico-mercantil, a Luisgé lo empuja un verdadero pathos de artista, un sentimiento trágico de la vida que Unamuno habría sabido reconocer en una milésima de segundo. Sin embargo, este impulso creador ha chocado con un cancelador tsunami de “buenos sentimientos”. No hay nada más contrario al verdadero amor, a los principios, a la integridad… que los “buenos sentimientos colectivos”, sobre todo si aparecen guarnecidos de sonora indignación. Entre la fosa aterradora de sufrimiento sin sentido de Luisgé y la puerta a la esperanza razonada de Gomá, yo prefiero cruzar el umbral de la puerta, aunque no pueda saber lo que me espera al otro lado. Sin embargo, si los demagogos y las multitudes de filántropos tuiteros intentan sepultar a los malditos que, como Luisgé (o como ese otro brillante y joven narrador excomulgado por la prensa cultural española, Enrique Rubio), tratan de cumplir su tal vez absurda pero irrenunciable misión artística de ponernos delante el espejo delator de la miseria esencial de nuestra vida, entonces me cambio de bando y me incorporo a las filas de los réprobos, de los malditos, de los condenados y cancelados hijos de Eva.

Me ocurre, tal vez, lo mismo que a esa singular belleza moral y física que fue la combativa Simone Weil –pienso en ella con su traje de miliciana, el fusil al hombro, las gafas redondas-, la superdotada, la clarividente filósofa francesa que nos dejó escrito: “Ningún pensamiento me apena más que el de separarme de la masa inmensa y desdichada de los no creyentes”.

Apenas he ejercido alguna vez de crítico literario. Más bien me atengo, por lo general, al consejo socarrón de Sancho Panza: “Y cada puta hile”. Es decir, que cada cual haga lo que pueda o sepa y el tiempo decidirá qué es lo que perdura. Sin embargo, no debemos olvidar ese otro consejo de Quevedo que nos anima a decir lo que sentimos. Y lo que yo siento hoy es que en una época tan inefablemente estúpida como la nuestra, en la que pastiches guerracivilistas, réplicas rústico-milenial de “El amante de Lady Chatterley”, melifluas historias trufadas de buenas intenciones, juegos florales de oralidad e ingeniosidad literaria… auténticas bagatelas, son ensalzadas por la crítica profesional (más desnortada, oligofrénica e irrelevante que nunca), Luisgé Martín me parece uno de los pocos autores españoles que realmente tiene algo trascendente que contarnos. Una obra literaria debe ser como un puñetazo en la cabeza, según la prescripción de Kafka. No me cabe duda de que fue esa noción la que llevó a nuestro autor hasta la celda de Bretón. Que el resultado artístico lo justifique, ya es harina de otro costal. En todo caso, espero que, a tenor de la autorización judicial, su editorial tome ahora, con valentía, la decisión de publicar este libro. Una torpeza –y lo ha sido, sin duda, la de no haberse puesto previamente en contacto con Ruth, cuyo injusto sufrimiento sólo podemos llegar a entender cabalmente quienes somos padres- no puede enmendarse con otra, la de ceder ante la horda envalentonada que ha participado en el linchamiento mediático. Debemos poder leer “El odio” y criticarlo como cualquier otra obra literaria. Sólo entonces, si hay verdadero motivo, ético o estético, estaremos en condiciones de condenarlo. El apetito censor de algunos, la ofendida hipocresía de muchos y la ceguera de tantos no deben doblegarnos. Y no me cabe ninguna duda de que esto –aunque ya sea una convicción indemostrable- Vargas Llosa lo habría rubricado.

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