¿De qué estamos hablando? De los “mironins “de Miró, esas criaturas mágicas, entre juguetonas y terribles, que pululan por su ‘Carnaval de Arlequín’. También de otros ‘gatopájaros’, los de Paul Klee. Quizá más de esa obra tan misteriosa de Max Ernst, ‘Cabeza, huevo, pez’. Pintada como en relieve sobre una pared, homenaje al arte primitivo: la semilla de la vida saliendo a la luz desde el caos del universo. Justo ese que cada uno de nosotros lleva dentro.
Así el canto, el salmo profano de David, cantero de su otra dimensión. Detrás de los focos, la luz de una pintura que nace de la materia -arena, yeso, carbón- para desmaterializarse a pinceladas. En su cámara oscura.
Formas que se asocian en colores, entre intensos y evanescentes, los del subconsciente. Floración de criaturas diminutas, duendes que se cuelan en su estudio para husmear su caja de tesoros. “Mundos sutiles, ingrávidos y gentiles”, que diría Serrat parafraseando a Machado. Los de David en su elemento. Su dimensión onírica tal como la pinta: “para mí la pintura es una búsqueda en mi supraconsciencia”.
Suena provocadoramente trascendente en estos tiempos de desolación. No se alarmen. Habla el alma mientras David la pinta. Incierta, pero feliz. Ya en el XIX Taine entendía la percepción pictórica como una suerte de alucinación. Y añadía: “la alucinación es la esencia de nuestra vida mental”. Ver la parte invisible de lo visible. El asombro de un revuelo de ideas sobre el mantel. ‘Un mondo di forma di te e di me’. Sin fronteras entre los mundos internos y externos, entre el tema y la mente, la pintura y el observador.
¿Qué es lo que queda? ‘Algo siempre es algo’ responde David, fiel a esa otra pulsión que no sabe de dónde le surge. La que se impone como un hechizo. El de quedarse a vivir dentro de alguno de sus cuadros. Mientras Elena Setién canta ‘Moonlit Reveries’.
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