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Don Benito Pérez Galdós
Don Benito Pérez Galdós

La conjuración de las palabras: el Imaginismo de Galdós

miércoles 04 de febrero de 2015, 09:30h
Después de la muerte de Cervantes, más ingenioso que ingente novelista, anduvo la bella España desperdigada, y podían encontrarse fragmentos de su historia estética en los libros de Menéndez y Pelayo, gotas de su sangre en sonetos de Lope de Vega, pedazos de su filosofía en los tomos sepultados de Suárez y hasta los gestos de sus gentes en las pinturas de Goya, desorden que dejaba mal parada a la Mater Hispania en el escenario mundial. Mas nació Benito Pérez Galdós, novelista no tan atrevido ni desgraciado como el de Lepanto, y reconstituyó a fuerza de tinta, sudor y muda astucia lo que andaba errante.
Variopintas han sido las mentalidades que se han curado de estudiar la novelística de Galdós, donde hay de todo, desde habla popular, harto plástica, hasta cuentos de fantasía. Queremos, sin atrevernos a contradecir a los peritos en la materia, ora de nombre famoso, respetado e irrefutable, ora de incógnito apellido y prosa opaca, analizar el galdosiano cuento que por nombre lleva el de La conjuración de las palabras. Y como pasamos los años “razonando oro”, a decir de Quevedo, esto es, arte, también invertimos substanciosas horas en dilucidar los tejemanejes de la psicología del artista y de sus reacciones ante el medio ambiente, quehacer que nos ha movido a buscar en la sapiencia nueva, si tal hay, algunas herramientas y lexicografías capaces de dar luz y explicación al proceso de creación artística, y las hemos encontrado en la Semiótica, de la que mucho parlaremos en la sección segunda del trabajo palpado.

Tenemos por conocimiento semiótico verdadero al que puede bien deletrear o enumerar la conformación de los signos y de los símbolos, que en los ámbitos estéticos toman forma de pinturas, esculturas, poemas, novelas, cuentos, etcétera, y por conocimiento falso al que víctima de su fantasía pone los vestiglos de su calenturienta imaginación donde no son necesarios. No aseguramos al lector que soslayaremos el vicio anterior, pues nuestra pluma, más acostumbrada al decurso libre, chabacano, diletante, se siente constreñida y cansada cuando se ve en el menester de trazar un camino académico, árido, científico.

El cuento mentado de Galdós fue escrito, sospechamos, con afanes satíricos, pedagógicos y políticos. El cuento trata, así a rasguño, de un diccionario que padece en su interior la revuelta de sus palabras, que cansadas de verse maltratadas y zarandeadas por escritores más liberales que castizos, han caído en la cuenta de que es imperioso revelarse contra sus ofensores. Galdós da sabor al cuento echando mano del antropomorfismo, hábito intelectual consistente en dar atributos humanos a todo, al ganado, al molino, al viento, a los dioses, al autor de lo leído. ¿Cómo que existe la Orden de la Sustantividad? ¿Algún teólogo o estudioso del metalenguaje ha parado las mientes en la suma libertad de consciencia del impiadoso Reino de la Interjección? El lector impertinente, gustoso de las españoladas y de la historia y dado a imaginerías quijotescas, hará digresiones sabrosas leyendo el cuento de Galdós y percibirá la gran influencia que Cervantes ejerció sobre él.

Ambos escritores, diría el gran Vico, poseían un todopoderoso “instinto de animación”. El filósofo Kant, que será nuestra guía en este orbe de fantasmas y personajes, enseñó que hay problemas imprescindibles e irresolubles para la cabeza humana y que ésta todo lo anima con la vara de la antinomia. Toda sociedad mortifica su existencia preguntándose si hay límites en el tiempo y en el espacio, si las cosas que ve son simples o compuestas, si es libre y si hay dioses, y es la literatura, que incluye a la religión y a la magia, la que solventa tan ásperas problemáticas. La cuestión primera la aclara Galdós diciendo:

Érase un gran edificio llamado Diccionario de la lengua castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a varios usos, vemos en las casas de los hombres.

Escudriñemos los átomos de esta historia. ¿Qué es un diccionario? Una colección de palabras, de voces, y éstas, sin cuerpo, pasan por comunicaciones venidas del otro mundo. Se instaura, así, un mundo extraterreno en el cuento. Hablemos ahora de lo “colosal”, que según la filosofía de Kant nos sublima porque carecemos de referencias para compararlo. Mar, cielo, montañas, abismos, batanes, son colosales, descomunales, entes que exigen que contemos con poderes divinos, mágicos, para ser vencidos.

Quien lea la Conjuración sentirá al fatigar sus líneas una “emoción intensa”, y si es artista verá nacer de su estro un “patrón”: la Guerra. Hemos empezado a esgrimir el léxico de Ezra Pound, inventor del “Imaginismo”, arte de fraguar imágenes precisas, ideogramáticas. Galdós, sabedor de que gran parte de sus lectores no son estetas y de que no tienen gana ni poder para sacar de su magín tártaros, coloca su “Diccionario” sobre una “mesa” y a ésta en una casa. Ignoro si alguien sintió, al leer la fantasía de Galdós, que debajo de la mesa andaba Alfonso Reyes, que declara:

Yo solía leer de niño los Episodios nacionales, y me olvidaba hasta de comer. Me arrebataban por fuerza a mi lectura. Al fin descubrí el mejor lugar donde esconderme con mi libro. La mesa del comedor era enorme, como para las numerosas familias de aquellos tiempos. En cuanto aprendí a meterme debajo de la mesa, mientras comían los otros, nadie interrumpió más mis lecturas.

Ahora ya conocemos el origen de las quisquillas del señor Reyes, que censura algunos “deslices verbales” de Galdós. Ya es fácil, luego de adunar los textos, imaginar la mesa que a guisa de ecuador separaba el mundo del niño regiomontano lector y el de la revuelta militar de las palabras narrada en el cuento. ¿Qué hicimos? “Imaginismo”, o por mejor decir, adobamos cuasi imágenes para volverlas imágenes irremplazables, trabajo que responde la segunda cuestión kantiana diciéndonos que el mundo, aunque divisible, sólo es comprensible cuando aparenta ser indivisible.

¿Y no es la misión del arte la de sintetizar, la de crear “vórtices”? Pound escribió que “vórtice” es “energía” con “forma” y que es artista quien sabe controlar dicha “energía”. Y añadimos nosotros que la “energía”, cuando es armonizada, ordenada, objetivada, al ser contemplada nos permite llegar a la “sophrosyne” o “templanza”, recordando a los griegos.

Galdós, al decirnos que son los substantivos los jefes de artículos, pronombres, adjetivos, adverbios, verbos, conjunciones y preposiciones, controla el caos del relato, nos templa, pues hace del Materialismo la postura filosófica o “vórtice” del cuento. Somos libres, pensaremos al leer, porque somos nosotros, peritos adjetivadores, los que determinamos los estados de la substancia. Pero holguémonos repasando un ameno pasaje del cuento que confirma nuestros asertos:

Era cosa sabida que ningún caballero Sustantivo podía hacer cosa derecha sin el auxilio de un buen escudero de la honrada familia de los Adjetivos; pero estos, a pesar de la fuerza y significancia que prestaban a sus amos, no valían solos ni un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto quedaban solos. Eran brillantes y caprichosos sus adornos y trajes, de colores vivos y formas muy determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo, este tomaba el color y la forma de aquellos, quedando transformado al exterior, aunque en esencia el mismo.

Sacamos en limpio que signos y símbolos, que definiremos después, son de urdimbre adjetival y substancial. ¿Será que los escritores españoles que enardecían a las palabras del Diccionario, desacatando los preceptos de Confucio, no ponían a los señores a señorear y a los siervos a servir? Parece, o mejor dicho, se ve que el demiurgo del cuento galdosiano veía en el lenguaje el nítido reflejo de las estructuras políticas de la monarquía. El cuento, bien visto, incita a la revolución léxica, que siempre barre gramaticalidades.

Algunos ya estarán preguntándose por el fin del cuento, que sin remilgos puede vislumbrarse donde no hay misiones publicitarias, el cual para en el “hospital de sangre”, es decir, en la Fe de erratas. Oteando el malhadado movimiento social de nuestras palabras, gentuzas que nunca pueden concordar sus ponderaciones, recordamos algunas ideas de L. Wittgenstein, y sobre todo la que concierne a los “juegos del lenguaje”. Cuando se habla mal, escribió en famoso ensayo G. Orwell, muy mal se piensa y quien mal piensa errónea política puede ejercer. Con benevolencia leería Galdós la observación 57 del amigo de Russell, que dice: “Los peores errores filosóficos siempre surgen cuando se pretende aplicar nuestro lenguaje cotidiano -físico- en el área de lo inmediatamente dado”.

Bienaventurados son los pueblos que no se conforman con el pronombre, antinominalistas, y que van hasta el quid del nombre y también los que no confunden los verbos, los movimientos, con las conjunciones, pues ni señalar es comprender ni yuxtaponer es construir. Son tales confusiones las que licencian a los tiranos para manipular a las masas, que desconocen siempre a quién amar u odiar, vituperar o celebrar, imitar o repudiar. L. Bellenger, moderno maestro de sofismas, dijo:

La liberación de las fuerzas irracionales hace que el conductor sea la solución del problema de la existencia de las masas. La miseria psicológica de las masas tiene por remedio al jefe, a condición de que aparte el peligro del pánico.

Irracional es quien hace mal uso del lenguaje y comerciante de almas quien se lo apropia para paramentar sus ideologías. El hombre genera la lengua y ésta ayuda a humanar a los hombres, ha dicho el crítico Bajtín, tanto es el poder de la palabra. Y si el hombre aprende imitando, según opinión de Aristóteles, y si no discierne qué es substancia, accidente, causa y efecto, veremos cada vez más sicofantes racistas midiendo al prójimo con dicotómicos colores y jactándose de sabios sólo porque acumulan materias. ¿Nacerá pronto el escritor español que dé orden a nuestro idioma y que continúe la faena de Ortega y Gasset? Galdós, acometedor, porque no quiso no remató la problemática, pues su obra, aunque magna, es sólo “un repertorio del coloquio familiar y corriente”.

Eduardo Zeind Palafox
Universidad Iberoamericana
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Fuentes de consulta:

ARISTÓTELES, “Poética”, Aguilar, Madrid, 1963.

BELLENGER, Lionel, “La persuasión”, Fondo de Cultura Económica, México, 2001.

ORWELL, George, “La política y el idioma inglés”.

PÉREZ GALDÓS, Benito, “13 cuentos”, Biblioteca Edaf, Madrid, 2001.

POUND, Ezra, “El artista serio y otros ensayos literarios”, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2001.

REYES, Alfonso, “Literatura española”, Fondo de Cultura Económica, México, 2010.

WITTGENSTEIN, Ludwig, “Observaciones filosóficas”, UNAM, Instituto de Investigaciones Filosóficas, México, 1997.


Pueden leer más artículos del autor en:

Blog personal: http://www.donpalafox.blogspot.com

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