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08/03/2016@06:56:14

Crítico es quien nota fisuras donde todos ven una superficie lisa. Lo que parece ser algo íntegro, unido, sólido, al declararse roto desmorona toda opinión vigente. Las paradojas, cuando son maltratadas, se vengan de sus destructores confundiéndolos, alterando lo que creen sentir y discurrir.

En una época donde los artistas nacen con la voluntad de romper con ese “realismo ñoño”, como diría el actor mexicano Héctor Ortega, y de promover un arte que conlleve la liberación o aquel “volver a nacer” de Grotowski, nace también Edvard Munch.

Solemos creer que la literatura es algo libre, algo que nace lo quiera o no el artista en que tiene lugar. Lo libre, según nuestra razón, es algo “en sí”, es decir, algo que no es causado o que se causa a sí mismo. Pero nuestra razón, que nunca se conforma con lo que le presentan los sentidos, busca los orígenes del arte, y halla, o cree hallar, fuerzas que lo provocan. El salto de lo físico a lo abstracto, ciertamente, es un salto literario.

“Museo Munch” de Oslo


La carrera de Edvard Munch se extiende entre el comienzo de la década del ochenta del siglo XIX, y el comienzo de la del cuarenta del XX. Fue una carrera en un principio puramente local, en Noruega. Pronto, sin embargo, tras sus estancias en Berlín, París y otras metrópolis, se desarrolló en un plano europeo con importantes exposiciones y reconocimientos en diversos países: de ahí lo de calificarlo de noruego errante, como lo define el acreditado crítico de arte Juan Manuel Bonet.


La relación que hay entre pensamiento y lenguaje es exótica, pues todo pensamiento es aventurero, salvaje, y todo lenguaje es, digámoslo así, académico, cuestión de hogar, segura. Los conceptos, cuando son pálidos, tediosos, bien explican los objetos, pero los hacen poco interesantes. Las imágenes, en cambio, son amenas, pero ambiguas. El lenguaje, o todo acto de comunicación, diría un Kant lingüista, es mera representación de los fenómenos, de las pasiones, de los pensamientos. Éstos, no lo ignora quien ha bregado en las críticas kantianas, siempre son provisorios, poco duraderos.


Aprendió Sor Juana, para agrandar su visión del cosmos, latín, la filosofía de Aristóteles, la hermética, la neoplatónica, la cartesiana y la de Santo Tomás de Aquino. Le abrió el latín quince siglos de disquisiciones quisquillosas, eruditas y profundas, lo cual aguzó su sensorio. Aristóteles puso orden a sus pensamientos, siempre movidos por las pasiones. La hermética, tan cercana a lo esotérico, multiplicó su credulidad, postura intelectual necesaria para la poesía. El neoplatonismo, que es mística y teología, la avezó a la reflexión constante y alta, a la que pocos resisten sin desorientarse. Descartes, que con sus yerros sobre la substancia inauguró el solipsismo, le dio términos suficientes para metodizar cualquier ciencia. Y el Aquinate, merced a sus lucubraciones escolásticas, le enseñó a discernir las esencias, desde las divinas hasta las terrenales. Tal fue la torrentosa educación que Sor Juana, a fuer de tesón, se regaló.

¿Es, por ventura, el Don Quijote sólo una bufonada?
Hernnan Cohen

El discurso de la pastora Marcela (Quijote, 1, XIV), por ser parte de una de las obras más altas de la literatura española y universal, ha sido canonizado, excesivamente barajado, y por ende tiene que ser sometido a una minuciosa crítica. En una época como la nuestra, heredera del criticismo de Kant y gustosa de fascismos, imperialismos, dictaduras y atropellos en nombre de la palabra, es oneroso leer una obra de arte sin que contemos con una visión pertrechada con teorías filosóficas capaces de poner en claro cualquier ideología (metafísica conceptuada). La pastora Marcela, como cualquier persona que habla en público, como cualquier retórico, emitió su discurso ignorando la ideología para la que trabajaba.

Tan necesario es pensar en las palabras que leemos en la Biblia como razonar las áridas y profundas proposiciones que los filósofos antiguos grabaron en el mármol de la verdad, que gracias a ellos puede ser comprendida por los que no hemos sido convocados por la Revelación. La voz que oímos cuando leemos con fervor el libro del Génesis es una voz de aventurero, la de alguien que se atreve a crear algo libre, algo que sabrá qué es elegir, errar. Dios, y parecerá herejía lo que diré, fue al mismo tiempo sensato e insensato. Fue bueno, lo es, por confiar en nuestro laxo juicio, mas no podemos decir que es malo por dejar que andemos cometiendo disparates y desamparando a baldíos.

Leer la Biblia, sea la de Casiodoro de Reina, sea la que mandó a hacer el Rey Jacobo, mejora nuestro estilo. Mejorar nuestro estilo es mejorar, o mejor dicho, hacer inteligibles los tonos de nuestra voz. Tono es sentimiento y sentimiento es reacción ante los estímulos, que vienen del exterior, claro es... es decir, que comprueban la existencia de un mundo que no depende de nosotros. El estilo propio, que para ser propio debe romper la gramática, es musicalización​, poner musas en las cosas. ​

Cum autem tradent vos,
nolite cogitare quomodo aut quid loquamini;
dabitur enim vobis in illa hora quid loquamini.
Non enim vos estis, qui loquimini, sed Spiritus Patris vestri, qui loquitur in vobis.
Iesus (Matthaeum 10: 19-20)


Andreu Jaume, editor de “Random House”, manifestadora y descubridora de entusiasmos literarios, ha escrito un artículo favorecedor de la erudita crítica literaria, bien encarnada en el doctor Johnson, que fue filólogo, clasicista, meditador y teórico, o dicho en términos coloquiales, dulzores de toda precariedad mental, filósofo que poetizaba y que encontraba las bellezas donde los otros sólo hallaban locura. El título del texto comentado es ya un axioma, pues reza así: “A favor de la complejidad”.

Pauperes enim semper habetis vobiscum, me autem no semper habetis Iesus (Ioannem 12: 8)
Sostiene María Zambrano en su libro "Filosofía y Poesía" que sólo en algunos elegidos tienen lugar, sin pugnas, pensamiento y estro (Zambrano, 13). Los filósofos, con la razón, buscan la verdad, y los poetas, con la palabra, buscan la belleza. Los que son filósofos tienen que renunciar, como quería Platón, a las apariencias, mientras que los poetas tienen que resignarse y aceptar que lo bello, lo aparente, es efímero, mortal. Sor Juana Inés de la Cruz, no sabemos, tal vez fue un filósofo con talento poético o un poeta con ansias filosóficas. Dirán algunos, por ver la calidad de sus versos, que era poeta; dirán otros, por leer los razonamientos de sus prosas y poemas, que era filósofo. Sólo Jesucristo fue cristiano, decía Nietzsche; sólo Sor Juana fue sorjuanista, decimos nosotros.

¿Es, por ventura, el Don Quijote sólo una bufonada?
Hernnan Cohen


Meter en un discurso hipérboles y expresiones literarias delata confusión ideológica, y prueba de ello son las siguientes palabras de ella: “el verdadero amor no se divide”. La palabra “amor” representa un concepto sin objeto. El amor no es material, no es ni divisible ni indivisible. El amor, lógicamente, no tiene grados: se ama o no se ama. El amor, por no ser materia, no tiene durabilidad, ni causas perceptibles, ni puede mezclarse con otros sentimientos, pues haciéndolo sería otra cosa, pero no amor. “El amor, un encuentro de dos salivas. Todos los sentimientos extraen su absoluto de la miseria de las glándulas. No hay nobleza sino en la negación de la existencia, en una sonrisa que domina paisajes aniquilados”, ha dicho Ciorán.


Hojeando la magnífica revista “Letras Libres”, portentoso índice de restaurantes, aburguesadas biografías y bibliotecas, me topé con un artículo del académico Christopher Domínguez Michael que trata de la muerte del bardo Yeats, texto minucioso que ostenta la erudición del más alto guía turístico y que me movió a ponderar e inquirir las razones que hacen que los literatos piensen que poseen la rara habilidad de leer lo que otros no pueden leer.