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Ignoren, poetas nuevos, a las ocas

Por Eduardo Zeind Palafox
martes 08 de marzo de 2016, 07:56h
Rubén Darío
Rubén Darío

Crítico es quien nota fisuras donde todos ven una superficie lisa. Lo que parece ser algo íntegro, unido, sólido, al declararse roto desmorona toda opinión vigente. Las paradojas, cuando son maltratadas, se vengan de sus destructores confundiéndolos, alterando lo que creen sentir y discurrir.

La literatura, más que cualquier otro arte, es producto donde rara vez observamos escisiones. Donde en ella hay rupturas sólo reconocemos, por ejemplo, la disemia. El lenguaje todo lo empareja.

La crítica literaria suele allanarlo todo con el peso de los cánones, que son parte de la tradición, lugar del que todo "animal de realidades", citando a Zubiri, viene. ¿Acaso, según las palabras que Ángel Rama colocó en su libro "Transculturación narrativa en América Latina", sólo podemos apreciar la representatividad, la originalidad y la independencia de una novela o de un poema si no hemos leído a Dante o a Lope de Vega?

Ignoramos si alguien como Umberto Eco, que decía no era renacentista (que Dios lo hospede, aunque se niegue, en el Parnaso), sino moderno medievalista, filósofo, semiótico, lingüista, crítico literario y novelista, podía valorar artes nacidas en la "periferia" (según el sentido que da Dussel a la palabra "periferia", sitio colonizado epistemológicamente, es decir, obligado a conocer con un sensorio ajeno). Al crítico literario consagrado puede acontecerle lo que al buen Cristóbal Colón, que tal vez en América no reconoció a América, sino otra cosa, según palabras de Edmundo O´Gorman.

Un crítico como Bloom o como Menéndez Pidal difícilmente podrá salir de los europeos terrenos de la moral intelectualizada, que debemos a Sócrates y a Platón, o de las nociones religiosas judías y católicas, impregnadas en nuestras modernas lenguas gracias a la harto trabajada filosofía escolástica, o de la metafísica alemana, labrada por poetas románticos e idealistas de mucha cuenta, o de las manías etnológicas, que todo lo vuelven objeto de estudio.

Escrutar una literatura es penetrar un "habla", el "hablar" de alguien que es parte de una sociedad. "Hablar", enseñan los filólogos, viene de "fabulare". Hablar es fabular, hacer fábulas, quehacer que en la comunión con el prójimo se vuelve confabular. ¿Puede un inglés entender cómo confabulan gentes de Cuzco, del Bronx, de Tlapacoyan, personas que no miran el mundo a través de ninguna de las vías lógicas occidentales, que reducen a cosa inerte, física, geométrica, todo lo psicológico, sociológico y cósmico?

¿Cuántos escritores, por no poder pergeñar textos que se acerquen a los cánones, han dejado la pluma? La crítica literaria, en países de no apreciada tradición artística, es anterior al arte, cuando debería ser siempre posterior.

A todos los poetas les pido que ignoren las "huecas sutilezas" de los filólogos y cribadores de expresiones, funestos reprochadores de voquibles, estorbos siempre escandalizados (término proveniente del griego "skándalon", "tropiezo"), y que recuerden las palabras de Rubén Darío ("Prosas profanas"): "La gritería de trescientas ocas no te impedirá, Silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal que tu amigo el ruiseñor esté contento con tu melodía".

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