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Quini Amores: “Escribir no es un acto intelectual, es un acto sagrado”

domingo 16 de noviembre de 2025, 22:21h

En tiempos de velocidad, distracción y exceso de información, "El Códice Neshamá" aparece como una pausa necesaria. Quini Amores recupera el tono sereno y simbólico de los antiguos textos sagrados —manuscritos, pergaminos, códices— para devolverle al acto de leer y escribir su carácter sagrado. Su obra busca reencantar la relación con la palabra, entendida aquí no como un medio de comunicación, sino como una herramienta de creación y transformación. En sus páginas, la sabiduría no se enseña, se experimenta; y el aprendizaje no se acumula, se recuerda.

El Códice Neshamá: Iniciación
El Códice Neshamá: Iniciación

A través de un tono que oscila entre lo poético y lo revelador, Quini Amores construye una obra que desafía las fronteras entre la literatura, la espiritualidad y la enseñanza práctica. Cada capítulo —o “manuscrito”, como él los llama— representa una etapa de transformación, una oportunidad para limpiar, sembrar y cosechar dentro de uno mismo. En este sentido, El Códice Neshamá se lee como un viaje de iniciación: el lector no es un espectador pasivo, sino un participante activo en su propio despertar. El texto invita a detenerse, a respirar, a escuchar el silencio como una presencia que revela más que mil palabras.

En El Códice Neshamá hay una voz que guía, pero también una que busca. ¿Desde dónde escribiste tú: desde el maestro o desde el aprendiz?

Siento que desde ambos lugares, porque el verdadero maestro nunca deja de ser aprendiz. El Códice Neshamá nació de un proceso de revelación personal. No lo escribí desde la cima de una montaña, sino desde el camino recorrido, una vez me había limpiado el polvo de las caídas y alcanzado transformación y resultados reales. Escribí desde el alma que se recuerda, no desde el ego que enseña. Cada palabra fue una conversación conmigo mismo y con esa fuerza invisible que todos sentimos cuando tocamos fondo y decidimos levantarnos. Durante el proceso, comprendí que un maestro auténtico no guía porque sabe más, sino porque ha vivido más, porque ha atravesado la oscuridad y puede hablar de la luz sin pretender poseerla. Por eso, escribí como quien enciende una lámpara y luego la deja en el camino, para que otros puedan ver el suyo con un poco más de claridad.

El libro está construido como un viaje de iniciación. ¿Qué te interesa del formato del viaje —tan presente en la literatura, desde La Odisea hasta Siddhartha— aplicado al despertar interior?

El viaje siempre ha sido una metáfora de la vida, pero también una verdad.

Todo ser humano está en tránsito, aunque no siempre sea consciente de ello. El Códice Neshamá es precisamente eso: un mapa para el alma que ha olvidado su destino y busca volver a casa. Me interesa el viaje porque es movimiento, transformación y conciencia. En las antiguas tradiciones iniciáticas, nadie llegaba a la verdad sin caminar primero. No se trataba de acumular información, sino de atravesar experiencias que te vaciaban para poder llenarte de nuevo. Y eso mismo ocurre con el despertar interior: no es un concepto, es una travesía. En mi libro, cada manuscrito representa una etapa de ese camino: preparar el terreno interior, sembrar las semillas correctas y, finalmente, cosechar la victoria interior. Como en La Odisea, el héroe no regresa siendo el mismo; y como en Siddhartha, comprende que la sabiduría no se encuentra en las palabras, sino en la experiencia. Por eso, El Códice Neshamá no se lee simplemente se vive, y se estudia. Es un viaje donde el lector deja de ser espectador para convertirse en protagonista de su propia transformación. No busca entretener, sino despertar.

Hablas de “manuscritos”, “pergaminos”, “códices”. Son palabras cargadas de historia y de misticismo. ¿Qué significan para ti en un tiempo tan digital y veloz como el nuestro?

Vivimos en una época donde todo se acelera: las conversaciones, las relaciones, incluso los pensamientos. Pero la sabiduría, como la semilla, no germina con prisa. Por eso elegí rescatar esas palabras antiguas —manuscritos, pergaminos, códices— porque contienen la energía del tiempo detenido, de la palabra escrita con presencia, no con prisa. Un códice no era solo un libro: era una ofrenda. Cada trazo, cada símbolo, era una forma de conectar con lo divino. Y eso es lo que busco en El Códice Neshamá: devolverle al acto de leer y escribir su carácter sagrado. En un mundo digital donde todo se borra con un clic, yo quise escribir algo que permaneciera, que tuviera alma. Por eso, cada palabra del libro fue escrita como si fuera una oración, con la conciencia de que alguien, en algún lugar, podría leerla justo en el momento en que más la necesitara. Esta obra, es un recordatorio de que lo eterno no compite con lo moderno. La tecnología puede acelerar la información, pero solo la presencia puede transmitir sabiduría. Y escribir este libro fue mi forma de sembrar presencia en un tiempo que olvida detenerse a sentir.

Muchos lectores han descrito El Códice Neshamá como un texto que se siente “vivo”. ¿Crees que un libro puede tener alma?

No sé si un libro tiene alma en el sentido en que la tiene un ser humano, pero sí sé que todo lo creado contiene una chispa de la conciencia que lo originó. Vivimos en un universo donde nada existe por azar. La conciencia primigenia —la que dio forma al Todo— impregna cada átomo, cada célula, cada idea. Por tanto, cualquier creación que nace desde un estado elevado de conciencia conserva esa huella luminosa de su origen. Cuando escribes desde la presencia, sin pretender, sin forzar, solo canalizando lo que debe expresarse, lo que nace no es un producto: es una manifestación. Y toda manifestación consciente es una extensión de la vida. Prefiero compartir que El Códice Neshamá refleja el alma. Como un espejo que devuelve a quien lo lee la parte de su propia esencia que había olvidado. La palabra escrita, cuando nace desde la conexión, actúa como un fractal de la conciencia original: una frecuencia que ordena armoniza y despierta. Por eso algunos sienten que el libro está “vivo”. Porque no leen un texto, leen su propia energía resonando con lo que ya son. Y en ese instante —efímero pero eterno— el alma del lector y la luz de la creación se reconocen mutuamente.

El lenguaje de tu obra combina lo poético con lo revelador, lo simbólico con lo práctico. ¿Cómo encontraste ese tono? ¿Hubo algún autor o tradición literaria que te acompañara mientras escribías?

El tono no lo busqué. Apareció el día que decidí dejar de escribir desde el intelecto. Cuando comencé a escribir, el libro tenía otro título y una estructura completamente distinta. Durante los primeros días sentía que algo no encajaba, como si las palabras fueran correctas, pero no verdaderas. Entonces paré.

Me tomé unos días para reconectar conmigo, y fue en ese silencio donde comprendí que no debía escribir sobre la conciencia, sino desde la conciencia. Y ahí todo cambió. El tono poético y simbólico surgió de forma natural, porque la esencia habla distinto que el intelecto. La mente analiza, pero el alma revela.

Y cuando la palabra nace desde esa conexión, no se escribe: se canaliza. He leído más de mil quinientos libros a lo largo de mi vida, y sin duda cada uno dejó huellas en mi forma de pensar. Pero no escribí intentando parecerme a nadie. Simplemente permití que toda esa sabiduría almacenada en mí se ordenara y se expresara con mi propia voz. Por eso digo que El Códice Neshamá, fue escrito físicamente por mí, y canalizado desde algo más elevado que mi persona. Mi tarea fue mantenerme disponible, presente, dejar que fluyera la frecuencia que quería manifestarse a través de mí. El resultado es lograr que lo poético se vuelva práctico y lo revelado se vuelva comprensible para cualquier ser humano.

Si pensamos el alma como un personaje, ¿cómo la describirías al inicio y al final del libro? ¿Qué arco narrativo recorre?

Al inicio del libro, el alma es como una viajera que ha olvidado su destino.

Camina entre el ruido del mundo, confundida por las voces externas que le dicen quién debe ser. Sabe que algo no encaja, pero no recuerda qué perdió ni dónde. Esa es la condición humana: vivir rodeados de información, pero hambrientos de sentido. En el transcurso de las líneas, esa alma comienza a recordar. Primero lo hace con resistencia, como quien intenta ver con los ojos cerrados. Pero a medida que atraviesa los manuscritos, empieza a soltar lo que no le pertenece: las creencias heredadas, los miedos, los juicios, los deberes ajenos. Y en ese desapego, algo profundo ocurre. La voz que antes era un murmullo se convierte en guía. Al final del libro, el alma busca la sabiduría precisa para avanzar. Se reconoce. Comprende que nunca estuvo perdida, solo distraída. Y que el camino no era hacia afuera, sino de regreso a sí misma. Ese es el arco real: Iniciarse en un camio de conciencia y verdad, conectando con su poder interno. Cuando el alma llega al final del libro, quiere continuar progresando y experimentando mejor la experiencia de vida. Y esa es su victoria.

En tu libro hay un llamado a “recordar quién eres”. La literatura, en muchos sentidos, también es un acto de memoria. ¿Escribir El Códice Neshamá fue para ti una forma de recordar?

En mi opinión, no. Escribir El Códice Neshamá no fue una forma de recordar.

Fue una forma de manifestar. Un día, en uno de los momentos más felices de mi vida, después de haber superado la etapa más dura que había vivido, tuve un sueño estando despierto: soñé que un libro transformaría la vida de miles de personas, ayudándolas a descubrir su poder interno y a convertirse en quienes están destinadas a ser. Luego escribí mi sueño. Y lo titulé El Códice Neshamá. Y en las primeras páginas detallo el significado del título y todo tiene sentido. Más allá de saber que Neshamá significa Alma, o aliento del Alma en su contexto ancestral. No fue una idea intelectual ni un proyecto literario. Fue una revelación. Una certeza silenciosa de que debía poner por escrito todo lo que había aprendido, vivido y experimentado, para dejar una huella que no hablara de mí, sino del alma humana. Con el tiempo comprendí que el libro no era algo que yo escribía, sino algo que me escribía a mí. Cada página me recordaba verdades que ya habitaban en mí, pero que aún no había expresado. Es una iniciación espiritual real, una guía reveladora para recordar quién eres, para que puedas ser, hacer y tener todo aquello que tu alma vino a experimentar. Y en ese proceso, sí… terminé recordando algo que no se puede olvidar: que cuando escribes desde el alma, la palabra se convierte en revelación para el lector.

Hablas de “sembrar ingenierías internas”. En la literatura, la siembra también puede leerse como metáfora de la escritura. ¿Qué semillas querías dejar plantadas en quien te lea?

Cuando hablo de ingenierías internas me refiero a herramientas vivas que permiten reparar, ajustar y elevar los distintos planos del ser humano: mental, emocional, físico y espiritual. Son estructuras universales que no dependen del tiempo ni de la cultura; están basadas en leyes que han funcionado, funcionan y funcionarán siempre. Las llamo “ingenierías” porque actúan de manera precisa, como un arquitecto que ordena el caos interior hasta devolver el equilibrio. Cada una de esas semillas —porque lo son— está pensada para despertar un principio universal en el lector: la atención, la gratitud, la coherencia, la conexión, la fe. Y una vez se activa una de ellas, toda la estructura interna comienza a alinearse de nuevo con la sabiduría original del alma. No quise escribir teorías ni metáforas vacías. Quise dejar un mapa. Un conjunto de mecanismos espirituales que el ser humano puede aplicar en su vida real para reconectarse con su naturaleza divina y manifestar desde ahí. Por eso digo que cada palabra está sembrada como un código. Y que quien las lee con el alma, activa dentro de sí una memoria que no se olvida: la de su poder para crear y transformarse.

¿Qué lugar ocupa el silencio en tu proceso creativo? ¿Hay en tu escritura algo de oración o de escucha interior?

El silencio no es una ausencia. Es una presencia. Es el espacio donde la conciencia se revela y donde toda creación comienza. Durante mucho tiempo busqué respuestas fuera, en el ruido, en el movimiento constante, en la necesidad de lograr y demostrar. Pero fue cuando lo perdí todo —negocios, casa, coche, incluso las ganas de seguir— cuando descubrí que el verdadero poder no está en el ruido, sino en el vacío. En ese momento aparecieron los maestros adecuados que a través de las leyes que rigen nuestro universo y de la sabiduría ancestral me enseñaron que el silencio es la forma más pura de conexión con la divinidad. No el silencio forzado, sino el silencio consciente: ese instante donde la mente se detiene y el alma empieza a hablar. Por eso decidí formarme en Mindfulness y gestión emocional, no para enseñar a otros o tener un título. Porque no creo que un título basado en teoría tenga sentido. La “titulitis” instaurada en la sociedad ha destruido sueños desde siempre, la teoría no crea nada. Solo lo que integras y experimentas puede realmente transformar a alguien desde la enseñanza. Y ese aprendizaje cambió mi vida. Hoy enseño a miles de personas, a través de mis programas, a experimentar lo mismo: cómo desde el silencio surge la claridad, la creatividad y la manifestación. Porque estar en el aquí y ahora, en el presente, —y se llama así porque es un regalo— es la base que transforma el sufrimiento en alegría. Y respondiendo a tu pregunta sobre la oración. Si, es esencial, pero no la oración religiosa, que enseña a pedir desde la carencia, eso no le ha funcionado a nadie. No creo en un Dios que dejo cosas por hacer para que tenga un servicio de atención al cliente pidiéndole cosas que creó imperfectamente. La oración auténtica no ruega, afirma. No pide, reconoce. No busca en el cielo, sino en la conciencia. Y ese acto de alineación es, para mí, el corazón de la escritura: cada palabra que nace desde ese estado de comunión es oración en acción.

Si el libro fuera una obra de ficción, ¿qué título tendría su último capítulo?

Que buena pregunta, “El principio del regreso” . Porque el verdadero final nunca es una meta, sino un regreso consciente al origen. Cuando alguien llega al final de mi libro, no ha terminado un recorrido: ha recordado de dónde proviene. En realidad, todo lector que llega al final no cierra un libro: abre su propio códice interior. Y ahí comienza su auténtica victoria.

Hay momentos del libro que parecen escritos desde un estado de revelación, casi como si la voz viniera de otro lugar. ¿Sientes que El Códice Neshamá fue más una escritura dictada o descubierta?

Físicamente, fueron mis manos y mi intelecto los que dieron forma a las palabras. Pero, en verdad, todo fue canalizado. Cuando escribía, no sentía que estuviera “creando” algo nuevo, sino recordando algo que ya existía. Las frases simplemente llegaban: a veces al despertar, otras en plena madrugada o en momentos de profunda quietud. No las buscaba, me encontraban. Con el tiempo comprendí que canalizar no es “recibir mensajes” de fuera, sino permitir que la conciencia superior —la que todos compartimos— se exprese sin resistencia. Cuando la mente se aquieta y el corazón se abre, uno deja de escribir desde el yo y empieza a escribir desde el alma. Y entonces las palabras dejan de ser pensamientos para convertirse en energía viva. El libro se escribió desde ese estado. No fue dictado por una voz externa, sino por una presencia interna que se manifestaba a través de mí. Por eso hay fragmentos que, al releerlos, me siguen enseñando cosas nuevas. Porque no vienen del tiempo lineal, sino de un lugar fuera del tiempo: ese espacio donde el alma y la conciencia universal se encuentran.

En la tradición mística, escribir es también una forma de orar o traducir lo invisible. ¿Qué papel juega la palabra —su ritmo, su sonido— en tu camino espiritual?

En mi opinión, si, escribir es una forma de oración. Cada palabra es vibración, y cada vibración es energía que modela la materia. Cuando comprendemos esto, entendemos que escribir no es solo comunicar: es crear. En mi camino, la palabra se ha convertido en puente entre lo visible y lo invisible, entre lo humano y lo divino. El ritmo, el sonido y la intención son frecuencias que dan forma a la realidad. Por eso, cuando escribo, cuido la palabra como quien cuida una semilla: sé que, una vez pronunciada o escrita, comienza a germinar en algún plano. La palabra puede sanar o destruir, elevar o dividir, dependiendo del nivel de conciencia desde el que se emite. Cuando se escribe desde el alma, la palabra vibra en amor, y ese amor se multiplica en quien la recibe.

Por eso, para mí, escribir no es un acto intelectual, es un acto sagrado. Cada frase es una invocación. Cada párrafo, una manifestación. Y cuando esa intención nace en coherencia, la palabra se convierte en oración viva: no pide, crea. No suplica, agradece. No busca afuera, revela adentro. La escritura —como la oración— es la forma más pura de traducir lo invisible a lo humano. Y cuando el verbo se hace consciente, cumple su propósito original: manifestar la luz en la forma.

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