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David Lynch
David Lynch (Foto: Archivo)

Quizás un relato del provenir

martes 16 de julio de 2019, 11:01h
Es indiscutible que David Lynch se erige como el cineasta más singular de nuestra época. En sus largometrajes más característicos —Eraserhead (1977), Blue Velvet (1986), Lost Highway (1997), Mulholland Drive (2001) o Inland Empire (2006)— su genuina capacidad para romper la intuitiva cadena causa versus efecto, que nos permite reconocer y movernos en eso que convenimos como realidad, tanto por los hechos que suceden en el propio relato cinematográfico como por las peculiaridades estrafalarias —cuando no, perversas— que exhiben los personajes, somete al espectador a un espectáculo que, si propiamente no lo arroja al pánico, al menos lo deja tan desconcertado como incómodo y, en consecuencia, con una enorme ansia de que todo aquello a cuanto asiste retome un cierto sentido común para, al menos, recuperar el sosiego que perdió en no recuerda ya qué momento de la película.
Si volvemos a vernos, llámame Gwen
Si volvemos a vernos, llámame Gwen

Si a esto se le añade que las escenas apenas suelen contener más allá de dos personajes que mantienen unos diálogos que en absoluto informan de nada y que en su absurdo rozan un humorismo enigmático y estremecedor, cuando además se suceden en interiores bajo una luz mortecina sobre decorados de colores planos y estridentes o en pasillos interminables que se perpetúan en revueltas laberínticas y confusas donde no hay sino puertas herméticamente cerradas, la angustia está servida. Y contra lo que a cualquier paisano no lo incitaría sino a abandonar su butaca airado y con la peor cara de estafado, existe un público en todo el mundo que reconoce en este desasosiego, producto de la narrativa lynchiana, una elocuencia iluminadora y por la que proclama a sus films sino como obras maestras, al menos como experiencias memorables y que merecen seguirse con la mayor expectación. Por no mencionar que el magistral Stanley Kubrick señaló a Eraserhead —su primer y vaticinador largometraje— como una de las diez películas más importantes de la historia del cine.

Se ha apuntado en repetidas ocasiones que la huella de Franz Kafka en la obra de David Lynch es sólida e ineludible; pero he aquí la paradoja que siempre acompaña la mención de Kafka: sus relatos irresolubles no solo adjetivan sino que dotan de sentido “real” a determinados sucesos inesperados de nuestra cotidianidad; entonces, ¿no sucederá lo mismo con las películas de David Lynch? Bastaría con pensar que nuestra vida está jalonada de acontecimientos esquizoides que conocemos de primera mano o por las crónicas de sucesos, y su relato o su evocación nos conmueve a veces, y otras, nos espanta. Afirmamos —o aparentamos afirmar— que no son habituales, y no obstante y a pesar de su rareza —o de su aparente rareza— no dejan de explicar lo netamente humano y, por eso, nos intrigan y, en ocasiones, hasta nos enternecen. Esta es la clave para comprender tanto la universalidad como la fortaleza de la literatura de Kafka y, derivadamente, el extraño y contradictorio atractivo de las narraciones cinematográficas de David Lynch. En efecto, en su singularidad opresiva e inverosímil explican lo netamente humano; o sea, nos explican a nosotros mismos y a ciertos sucesos de nuestras vidas que tantas veces hemos pretendido orillar.

De esta naturaleza es la recientemente publicada novela de Germán Sánchez Espeso, Si volvemos a vernos, llámame Gwen. Chowder Marris, su protagonista, un escritor de guiones cinematográficos que, a pesar de la candente denuncia social de sus argumentos, no consigue vender ninguno a los grandes estudios, se ve obligado a recorrer los EE.UU. de una costa a otra sin que mejore su suerte. Es más, su vida en Nueva York —último destino de su anhelante busca de un productor comprensivo— se desfonda en callejuelas donde se guarecen esos personajes tan propios del cine de David Lynch. Y claro, por mera adaptación de superviviente, Marris se transforma lenta y miserablemente en uno de ellos. Marris, preso de ese universo asfixiante, se empantana en un coto desquiciado y ni tan siquiera gobernable para quienes le propician las trampas y conducen sus andanzas de ruin buscavidas hacia los más siniestros recovecos de la ciudad. En ese momento de absoluta confusión e incertidumbre, la novela de Sánchez Espeso entronca definitivamente con las narraciones de Lynch. Por si faltase algo, los diálogos de la novela exhiben una venenosa ingenuidad y los pasajes transcurren normalmente entre dos personajes en cualquier sofocante apartamento, del que apenas si tenemos unos brochazos de colores chillones en medio de una mugre atafagante. Más reminiscencias de Lynch.

Le pregunté por esta suma de coincidencias al novelista y quedó tan desconcertado que su cara delataba que indudablemente no había considerado a David Lynch ni por lo más remoto durante la escritura de esta sorprendente novela. ¿No será, pues, que Sánchez Espeso, que ha vivido un tiempo en Nueva York y en algún otro lugar de los EE.UU., ha husmeado más allá de lo aconsejable en el revés de su fachada? Y por tanto; ¿no sucederá que este universo dislocado, tan propio de Lynch —en buena medida reproducido por Germán Sánchez Espeso—, ha dejado de ser algo raro y “kafkiano”, y que es más común y palpable de cuanto se nos pudiera antojar y que, vista la marcha del mundo, contiene mucho del porvenir que se nos avecina?

De ser cierta esta última consideración, queridos lectores, bienvenidos a la desquiciada realidad. Para ir adaptándose, les aconsejo que le den una atenta lectura a Si volvemos a vernos, llámame Gwen; puede que sea el manual adecuado para afrontar el futuro sin más espanto del imprescindible.

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