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Canto inmarcesible en el altar de la palabra

«Seamos ese pedazo de cielo, ese trozo en que pasa la aventura misteriosa, la aventura del planeta que estalla en pétalos de sueño». Vicente Huidobro (Altazor o el viaje en paracaídas, 1931)

Por José Antonio Olmedo López-Amor
lunes 30 de diciembre de 2019, 09:54h
Corazón de sol
Corazón de sol

La finalidad estética de un texto es una de las características que pueden convertirlo en un poema. Su capacidad para comunicar un mensaje que lleve a su lector a la emoción, podemos decir que es otra de esas características transformadoras. Pero para asegurarnos de que todas esas características y algunas otras llevan a cabo la tarea de transformar un texto en un poema, hemos de comprobar que una manifiesta transformación debe darse en el lenguaje. Las palabras y su sintaxis, morfología y posibilidades semánticas se alían de forma renovadora, huyendo de los lugares comunes y demostrando que puede llegarse a un mismo lugar mediante combinaciones diferentes, que además, son capaces de aportar una diferencia embellecedora significativa con respecto a lo usual.

Esa desactivación de lo ordinario —en su caso, a todos los niveles— es uno de los rasgos de estilo más reconocible en la poesía de César Márquez. A su vez, este hecho potencia la capacidad expresiva y dramática de sus versos, los singulariza en una especie de apertura inversa al hermetismo, ya que la denotación y connotación que sus palabras provocan impide una comunicación cero o marginación del lector. La ruptura textual que César Márquez no solo maneja en este libro, sino en toda su poética, trasciende del plano lingüístico al mental, posee una gran capacidad desautomatizadora que invita a adjudicar relaciones y sentidos de manera intuitiva, más allá de la lógica: de ahí la importancia de la palabra `corazón´ del título del libro. Por su parte, la palabra `sol´, la cual acompaña a `corazón´ en la composición del epígrafe general, simboliza todo lo demás, es decir, el cosmos; por tanto, podemos considerar que el poeta anticipa catafóricamente que este poemario versará sobre una noción de yo intuitivo en relación con el universo, que no es poco.

Si la lectura continua de poéticas cuya retórica y capacidad inventiva se inscriben en lo gramatical puede producir un acostumbramiento lector a su cadencia, límites y forma (lo que deviene en lectores cuadriculados), tras leer a un poeta como César Márquez uno asiste a lo contrario. Podríamos tildar a este tipo de poesía de agramatical, de experimental, dada su libertad y ruptura con el canon establecido; etiquetarla como ejercicio asimétrico y creacionista que no tiene más pretensión que sorprender al lector con piruetas rebuscadas y recursos de taller de escritura creativa: pero sin lugar a dudas estamos ante una poesía que adapta al plano formal la inquietud y fe en la poesía de su autor. Por tanto, este tipo de escritura es genuina y no forzada por un afán estético o desactivador de la convención sin más, sino el idioma que un filósofo y ente sensorial necesita para comunicarse sin ser indigno a ojos de la belleza.

Esta condición del texto no excluye una motivación estética, en cierto grado, pero siempre supeditada a exigencias teleológicas. A pesar de la innovación, de la experimentación en el poema, Márquez Tormo no pierde el respeto nunca a la tradición, no corrompe ni veja su amor a la palabra, y eso es algo que puede percibirse a lo largo de la lectura.

Nos lleva a la poesía no con la suma lógica y semántica de sus elementos lingüísticos gramaticalmente ordenados, sino por la concatenación de palabras y de imágenes aparentemente desconectadas entre sí que van acumulando sus proposiciones y semas en nosotros. Cada verso contiene su pequeña dosis, su carga significativa que posibilita articular un sentido global a la manera de un collage. Enfrentar la poesía de César Márquez es como estar ante un cuadro de pintura abstracta que parece no serlo, pero su fuerza expresiva es tan elocuente o más que la contenida en un cuadro convencional.

Esa capacidad transgresora e irreverente de los versos deviene en un comprensible extrañamiento del lector, quien se ve obligado a abandonar los típicos códigos de comunicación para entregarse a lo sensorial e intuitivo. El poeta tiene la cualidad de presentar este acto comunicativo como un juego, un juego de palabras en el que no es posible perderse, sino componer significados distintos. Este aparente juego es una razón de ser como poeta para quien busca caminos nuevos y empuja los márgenes de lo establecido. César Márquez no sabe de zonas de confort y escribe visceralmente aquello que el propio poema y el momento le van proponiendo casi de forma automática.

Poesía arriesgada, y por ello, valiente, los versos de Márquez Tormo nos convierten en lectores activos, pues obligan a encontrar correlaciones, a delimitar las proposiciones a través de sus numerosas elipsis, como a experimentar, para poder descifrar un mensaje que a veces se intuye enigma.

La tipografía negrita sirve al poeta para señalar al lector la existencia de un mensaje acróstico en el poema titulado “Universo” compuesto por la primera letra de cada verso. La lectura vertical de estas letras iniciales revela el nombre y apellidos del autor, lo cual transparenta y acentúa a la identidad frente a la descripción de un cosmos al que se intenta traducir aparentemente desde un enclave androcentrista. Pero este punto de perspectiva es ilusorio, ya que si algo podemos afirmar tanto de la poesía como de la filosofía de Márquez Tormo, es que no es reduccionista.

La decisión de no puntuar con comas los poemas redunda en la libertad formal y a su vez abre los versos a múltiples interpretaciones, pues es el lector quien decide dónde terminan y empiezan las proposiciones. El poeta hace ostensible su libertad hasta el lector. Este recurso aumenta el tiempo de percepción del lector, propicia las elipsis y evita una lectura rápida y superficial. Debido a ello podemos considerar que en cierto grado este poemario es una obra abierta.

La libertad creativa que Márquez Tormo imprime a sus obras recuerda a la de algunos narradores de lo fantástico, como Juan José Arreola o, más contemporáneo, China Miéville.

Llama la atención el uso antonomásico que el poeta lleva a cabo con las letras mayúsculas. Mediante ellas, reconocemos la importancia que otorga a ciertos sustantivos, los cuales se erigen representativos de un paradigma o los corona como la personificación abstracta de algo relevante que alcanza el rango de identidad. Este rasgo subraya a través del texto un romanticismo dogmático que el poeta va exteriorizando mediante palabras precisas.

El segundo apartado del libro está escrito —en el manuscrito original— con un color de tinta que da título al conjunto: “Violeta”. Este hecho no ha trascendido a la edición impresa pero para quienes hemos tenido el privilegio de verlo singulariza simbólicamente este bloque, uno de los más breves, y lo contextualiza con relación a la luz, como pigmento del color, tema principal. Es por esto que resulta pertinente el primero de sus poemas, elaborado caligramáticamente al disponer las palabras de manera lineal (de arriba abajo) emulando la forma de un rayo.

Para enfatizar profusas cadenas de imágenes el autor se vale en ocasiones de una presentación asindótica de los sustantivos, recurso que acelera el ritmo del poema y favorece el contraste de elementos. Y en líneas generales, podemos afirmar que el tijeretazo a la gramática sigue en esta misma dirección, la sustracción de elementos ilativos o coordinantes. Por su parte, la aposición sustantiva trata de relacionar campos semánticos, además de calificar, precisar y dotar de relieve y profundidad a significaciones planas.

Siguiendo este patrón formal no es de extrañar que lo metonímico y lo sinecdótico alcancen una posición relevante en el conjunto. A decir verdad, la presencia de figuras retóricas es abundante, desde la aliteración a la anáfora, pasando por el paralelismo, la personificación o la interrogación retórica, lo cual convierte al texto en un ágil discurso de gran riqueza expresiva.

Por todo lo expuesto anteriormente, la elección del verso libre y la ausencia de rima son dos recursos que casan a la perfección con las convicciones creadoras del poeta. La libertad formal exige sus propias cláusulas y necesita espacio y oxígeno para desarrollarse. Así, los poemas estróficos, sangrados en el centro de la página, contienen versos que se justifican a izquierda y a derecha, algo que compagina con diferencias espaciales también en el interlineado.

En el tercer bloque del poemario, titulado “Naturalezas”, encontramos tres poemas que construyen una ascensión conceptual basada en la creencia ascética, que sin embargo, culmina en su tercer estado uniéndose a la creencia mística. Así, las vías purgativa, iluminativa y unitiva (señaladas en los subtítulos de los poemas) tienen su correlación con una ascensión espacial y simbólica reflejada en los epígrafes de los poemas: “Río”, “Montaña” y “Cielo”. La búsqueda interior encuentra su propio reflejo en las cosas del mundo, la naturaleza propone un motivo y una escalera para la disolución del yo y ese encuentro cuyo centro permanece fuera de la consciencia.

En esta trilogía, mientras los dos primeros poemas son una apelación del hablante lírico a su apóstrofe amado, en el tercer poema emplea una primera persona que narra a ambos. A su vez, este apartado sirve como catalizador o aglutinante de los conceptos fundamentales expuestos en apartados anteriores: color morado como trasunto de una luz de mistéricas cualidades; corazón como símbolo del amor y lo intuitivo: actantes que seguirán presentes más adelante, de muchas y diferentes formas, y a los que se unirá la fervorosa palabra.

Si acaso la sonoridad de la palabra puede hacernos vibrar y abstraernos en la eufonía de sus ecos, a esa bruma nos conduce el hipnótico decir de un hablante lírico que imbrica resonancias, campos de fuerza de las propias palabras que, aún resuenan más —son más palabra— al cruzarse con nosotros.

De los muchos ejemplos que pueden extraerse en cuanto a neologismos en este libro, destaco la palabra `palárbola´, la cual da título a uno de sus bloques y representa la significativa simbiosis entre `palabra´ y `árbol´, entre el ser humano y la naturaleza: entes que lingüísticamente escindimos, pero nunca han estado separados. Este ejemplo de formación de palabras por composición es representativo en cuanto a la labor del autor en este sentido. La necesidad de crear un vocablo a pesar de la riqueza léxica que posee la lengua castellana da buena cuenta de la inquietud creativa y de la necesidad expresiva que posee su autor. Estas nuevas palabras poseen sus propias denotaciones y connotaciones, pero sobre todo, su propia belleza caligráfica y no menos sonoridad. Aumenta, por tanto, el campo expresivo, pero también el rango emocional, la precisión descriptiva y las posibilidades de deslumbrar y desconcertar al lector a partes iguales.

Si tenemos en cuenta los estilemas que componen el panorama de la poesía hispana contemporánea es plausible afirmar que César Márquez es un exopoeta. Su poesía no orbita alrededor de núcleos concurridos, explora otros ámbitos, otras latitudes de un universo propio que no alienan fácilmente otras poéticas. Una de sus valías radica en este hecho: su singularidad. Tanto Rosa al oído, obra seminal y no venal, casi inencontrable debido a una autoedición —como regalo sorpresa— de corta tirada, como Pecios de la estrella, anteriores poemarios del autor, confirman esta teoría y distinguen a César Márquez como un poeta sincrético e iconoclasta.

Este poemario se compone de cincuenta y un poemas distribuidos en siete apartados temáticos en los que el amor y la palabra, pero también, el amor a la palabra y las palabras del amor, suponen la espina dorsal de todo el conjunto. El amor a la palabra es manifiesto —por ejemplo— si nos fijamos en la exquisitez del léxico escogido. Márquez Tormo pone especial cuidado en la selección de palabras que codifican su discurso lírico. Como buen orfebre y amante de la música, sus poemas alcanzan un vuelo distinto al ser recitados de forma oral, su materia fónica compone una arquitectura sonora que no pasa desapercibida para quien aprecia el ritmo y la cadencia en la poesía. De esta forma, la elección de un léxico culto, evocador, refinado, además de codificar su sustancia argumental supone la elección también de las notas musicales que conformarán su prosódica partitura.

Sendero hermenéutico que busca lo interior en lo exterior, este poemario propende a generar una estética de la recepción u «hora del lector» —como ya hemos dicho— que empuja a quien lo lee a utilizar nuevos y diferentes niveles de abstracción. No hablamos de una muerte del autor, sino de una descodificación sancionadora, como deben serlo todas. El problema es que el margen de acción de esa recepción, de ese laudo mediado por lo experiencial, sensorial e intelectivo que posea el lector, aumenta con la distancia que el autor imponga a sus desvíos de la norma. Por tanto, si esta obra no se agota tras una o dos lecturas, menos todavía lo hará si comparamos las composiciones de campo de cada lector.

Realidad atemporal, realidad numinosa, no realidad. Comunión espiritual con el cosmos, sentimiento oceánico y ajeno a doctrinas religiosas: mística animista. La poesía de Márquez Tormo se inscribe en un canon en el que lo imaginario y lo irracional bogan por trascender lo real a través de la palabra.

Todo rastreo lector conduce a hallazgos deícticos, al encuentro ontológico que de alguna u otra forma devela el lenguaje y su destilación artística. Acto comunicativo, que a su vez es reflexión, la poesía de Márquez Tormo desarbola conciencias, certidumbres creativas, perspectivas logicistas. Su taumaturgia verbal alumbra oquedades oscuras y sacude los cimientos conservadores de poéticas anquilosadas.

Librepensador y ateísta, de formas imaginistas y no formas surrealistas, la ideología creativa mostrada en Corazón de sol comulga —también— con presupuestos ultraístas: distanciamiento de la masa, uso de la metáfora, diorama de imágenes, discriminación de «trebejos ornamentales» y muchas otras características.

Vasto es el manantial cultural del cual el poeta demuestra haber bebido: resonancias machadianas, de Vallejo y Aleixandre, de Harpur, Crowley, Celan; filosofías de culturas orientales; cada conocimiento aprehendido adhiere un color más a una voz ya policromada que espolea el pensamiento y hace efervescer las sensaciones.

Como toda auténtica poética, la plasticidad lírica de César Márquez Tormo compone un autorretrato involuntario, una cartografía interior en la que la brújula intelectual no servirá para mucho. Su huida de la impostura revierte en la escritura desnuda de su inspiración. Lo más sensato, pues, como lectores, es entregarnos a su imprevisible vorágine confiando en que, tras el naufragio, los pecios, la costa —quizás— a la que arribaremos serán dones y ofrendas nunca antes vistos y de gran valor.

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César Márquez Tormo
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