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Necesito una isla grande
Necesito una isla grande

Morir joven lo más tarde posible

Reseña del libro "Necesito una isla grande”, de Rafael Soler. Ediciones Contrabando
Por Francisco G. Marquina
miércoles 15 de julio de 2020, 18:16h

Necesito una isla grande” es un libro ameno por su ritmo cinematográfico y la variedad de sus personajes, presentados con un análisis hondo y detallado. Todos bajo la sombra de la muerte. Pero la originalidad es el tratamiento desenfadado al tiempo que reflexivo sobre ella. Porque no estamos ante un texto superficial sino de pensamiento, de análisis, de un drama presentado por sus aspectos grotescos. La muerte se maneja con tanta dedicación que se contempla en el antes y después de cada actor. La muerte y sus aledaños, que son los sueños y el inconsciente: “Los sueños de Tomás eran muy fáciles de recordar después, porque todos eran parecidos, cortos y con niebla. Tan parecidos que eran siempre el mismo” (9).

Rafael Soler
Rafael Soler

Un relato de aventuras sostenido por una riqueza de lenguaje propia de un escultor léxico como es el poeta Rafael Soler. Son las descripciones precisas y preciosas, los diálogos vivaces, las imágenes en relieve, las metáforas que obligan a una pausa contemplativa y toda una gama de analogías perspicazmente logradas, como esa “coliflor bondadosa” (101) o “Una audiencia en paradero desconocido” (22).

Hay un modo de sorprender al lector con la irrupción de lo inesperado con esos cacahuetes “un fruto amable que no hacía preguntas” (111). Esa sorpresa contribuye a crear un efecto a veces risueño y a veces mágico o, posiblemente, ambos en la misma frase.

En el menudeo de la lectura se aprecia un sello de su estilo que es el uso de asociaciones bimembres de elementos dispares: “cuando se plantó el invierno en su salud y su ventana” o “dando buena cuenta del jamón y la paciencia…” (111).

La muerte es un plato central del relato, al extremo de que en sus 177 páginas hay media docena de la maldita entre actores principales y secundarios. A la muerte sólo puede citarse con el silencio o, si se habla, —como de todo lo terrible— con fórmulas convencionales (“le acompaño en el sentimiento”) o irónicas, hasta el humor. Aquí aparece “un cadáver primerizo” (11), otro que se muere a plazos como Rocky al que le fallece la cabeza y el hombro sucesivamente (124), quienes comentan su último estado antes y después de que suceda y a quien su última morada no le parece un nicho sino un loft con vistas al infinito.

El inevitable humor de Soler nos va alimentando con apariciones insospechadas y aun mágicas, como la del Cardenal de la Iglesia que era ciego y descubría los pecados de los feligreses palpándoles el rostro (24), o el pintor con sus pinceles en la boca “como si se estuviera desayunando un cuadro imaginario” (137).

No nos engañemos con las apariencias, pues esta novela no es de “aventuras” sino de “aventura”. Al fondo de cada episodio hay una lección profunda sobre la persona ante la vida y la muerte. Tampoco Moby Dick es la caza de una ballena sino un mensaje de gran profundidad del pensamiento a través de la amenidad de un relato lleno de incidencias.

La experiencia de la mano de Soler nos da unos párrafos elegantes y musicales: “Los sentimientos que envolvían a Coronel cuando se levantó para brindar eran hermosos, vulnerables y efímeros con su punto de nostalgia y su ternura bien llevada, que es como decir la ternura de antes cuando de crío saludabas la llegada de la nieve (76). Pero como para liberarse de la situación emotiva (Cela estableció que no es de buena educación para un caballero traslucir sentimientos, y Soler es un gentleman), hace este desplante inmediato:”Y a ver cómo brindas tú con eso”.

El sexo está expuesto con la elegancia del erotismo, tal “el vientre de Cris, que podías almorzar en él antes de descender para el postre a sus acogedores aledaños” (106). O sus pechos con sus “pezones parlanchines, que igual acudían a una cita o te daban la espalda tan rotundos, tan de chocolate, y buenas noches” (113).

La muerte, cuyas apariciones menudean en el relato, se cierra con esta reflexión de Tomás que la acepta al sentir que “quizá su futuro empezaba en ese instante a ser solamente su pasado” (174). Esta frase es un resumen rotundo del acabamiento de un hombre y pudiera servir de colofón a su existencia.

Pero algo hay que añadir, que son un par de notas críticas que no es posible ocultar. La primera, dicho sea con la ironía que tanto prodiga nuestro autor, es un descuido en el rigor cinematográfico con que Soler describe las escenas, en el salto mortal que desde la cofa hace Baltasar. Esa acción de riesgo habría de ser ejecutada por un “extra”, con lo que el padre de Carmina seguiría suelto y pendiente de sentencia.

Y tampoco es cierto que “las islas grandes no tienen eco” (148), porque esta isla de Rafael Soler va a tener en el mundo literario la resonancia que merece.

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