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El espacio matemático de la palabra en “Trece”, de Luis Miguel Sanmartín

Por José Antonio Olmedo López-Amor
domingo 26 de julio de 2020, 08:36h
Trece
Trece

Hay autores que utilizan el lenguaje para hablar de sí mismos, de sus experiencias, su mundo interior, de sus ideas, sueños y ocurrencias, y otros, que utilizan el lenguaje para hablar del propio lenguaje, porque, ¿qué otra cosa tenemos para abrir en canal el lenguaje y observar sus entrañas, mas que el escalpelo de la palabra? Cuando esto ocurre, decimos que estamos ante metaliteratura. Hay poetas que pueden hablar de sí mismos y renunciar a lo metapoético, pero pocos, o ninguno, que al hablar sobre el propio lenguaje no filtren y entreveren en su discurso —consciente o inconscientemente— información acerca de sí mismos.

La imagen de cubierta de Trece (Olé Libros, 2019) es un cubo o dado que muestra dos de sus caras con el número trece inscrito en ellas, por lo que Luis Miguel Sanmartín (Alicante, 1967) ya nos está diciendo antes de abrir el libro que aquello que vamos a encontrar puede ser un juego en el que, tal vez, el azar y el número trece ocupen un lugar relevante. Por extraño que parezca, y teniendo en cuenta que es el número el que a priori debería protagonizar este poemario, Sanmartín renuncia en su libro a toda la parafernalia numerológica que rodea a cualquier número, obvia las relaciones, interpretaciones o adjudicaciones que de manera más subjetiva que científica a cualquier cifra se atribuyen y apuesta por la palabra. Queda entonces el número trece relegado a un segundo plano, no es protagonista, sino coordenada de un lenguaje que adquirirá su significación mayor al ocupar el espacio de manera matemática.

De alguna manera, este planteamiento que esgrime el poeta en el libro rechaza la rumorología popular, no asume lo atribuido al número por las diversas tradiciones, pero crea su propia cábala o cálculo arquetípico al determinar la potencialidad de la palabra a través de su esencia numérica y ese es uno de los grandes atractivos del poemario. Dividido en siete estadios, “Acróstico” es la primera de sus partes, un envite en el que cinco poemas construyen sus elementos protagónicos partiendo de las letras que componen la palabra `trece´: tercios, rumiante, espéculo, corola y estiquios. En lugar de trece poemas, son trece los versos que constituyen cada uno de estos poemas, excepto el último, el cual se compone de dieciocho versos. Asistimos entonces a una ordenación versal ordenada por guarismos en la que encontramos otra subestructura.

Ya en el primer poema, titulado “Acerca de los tercios”, advertimos que el poeta prescinde de la tipografía mayúscula, así como de la coma y el punto, decisiones ortográficas que mantiene hasta el final del libro. Este hecho involucra al lector en una experiencia lírica inmersiva, pues le corresponde a él determinar parte de la sintaxis y decidir la extensión de cada proposición. Trece, es pues, una obra abierta que exige una lectura atenta y pausada y puede ser interpretada de maneras diferentes por sus lectores. En este mismo poema constatamos que predominan los versos endecasílabos: «la métrica nos llama nuevamente / nos recuerda su origen y escombrera», pero también encontramos versos heptasílabos y alejandrinos, por tanto, el estilema de Sanmartín maneja combinaciones polimétricas imparisílabas de axis heteropolar.

Solaz de la inspiración, el hablante lírico nos habla del verso y su métrica, propone ideas acerca del acto creativo, y para ello utiliza los símiles y relatos del gusano y el pez, de una emperatriz que canta salmos y esa virtual margarita que deshoja todo sufridor enamorado, pero en todos estos cinco actos inaugurales que componen “Acróstico” la irregularidad lógica se hace regular. El recurso a la irracionalidad, a las asociaciones libres, se irá intensificando conforme avancemos en la lectura.

El poeta gusta de utilizar comentarios parentéticos para introducir en su discurso perífrasis que describen visualmente un concepto anteriormente introducido, precisiones narrativas, duda, ironía o una opinión más profunda sobre sus propios asertos, como si fuese su propia voz interior que se pronuncia incitada por lo versificado: « […] y herido por la boca (junto a otros) / han dejado en un cesto (o tal vez en un cubo) […]».

“Tercios” impone su aritmética en estrofas de tres versos, trece poemas —titulados por números arábigos— escritos, ahora sí, en versos endecasílabos de manera íntegra, entre los que podemos encontrar microrrelatos como este: «vivió en la caracola algunos días / y se sintió molusco floreció/ y las valvas azotan sus meninges». La mezcolanza de imágenes propone un caleidoscopio en el que no siempre las relaciones pueden anticiparse con criterios de continuidad o semejanza.

“Rumiante” se compone de trece poemas cuyos títulos son esos números del uno al trece pero de forma escrita, los versos no conforman patrones simétricos y el sujeto lírico se dirige a sí mismo, a un apóstrofe al que ama, al lector o, simplemente, exclama ideas dispares como la transformación personal o el amor.

El apartado “Espéculo” se compone de nuevo de trece poemas, pero esta vez, titulados con números romanos. Los versos buscan sangrados dispares sobre la página, la visceralidad predomina en una descripción cruda del mundo ante la que el poeta propone la escritura poética como redención y salvación.

Una gama de percepciones sensoriales actúa en “Corola”, quinto estadio, en el que el poeta nos habla acerca del sexo, el cuerpo femenino, la sensualidad o el deseo en trece movimientos. Parece como si nos recomendara la apertura de nuestras esporas, estimular la receptividad con respecto al mundo y al otro, los poemas aquí compendiados sacralizan la mirada, y en ella, se aquilata lo observado con esquirlas de un refinado verbo: «la música del cáliz / su luz su transparencia / el aroma del pétalo / separado de sí / dormitando la piel hecho perfume».

Trece “Estiquios”, titulados por los números del uno al trece escritos en griego, resulta ser el bloque más complejo formalmente de todo el poemario. Los poemas son más extensos aquí y aunque el poeta se centra en los mismos temas del bloque anterior, hay dos cuestiones que lo hacen interesante: su construcción en alejandrinos y una separación espacial muy pronunciada entre los hemistiquios. Esta separación deja abierto el poema, una brecha de vacío representa una falla a través de la cual el poema se puede desgarrar. Sanmartín desacraliza la figura del poeta como hacedor y muestra las entrañas y costuras del poema. Esa elipse temporal entre los versos convierte en protagonista a la cesura, pausa rítmica que es epicentro del verso, y ahora, membrana entre dos mitades, principio y fin, de unos versos que supuran metaliteratura y duda (representada por la brecha).

Cinco poemas culminan el “Apéndice”, última escala del viaje, lugar donde el poeta ironiza acerca de las atribuciones que damos a los números, sobre todo, al trece, líder de los números malditos, una adjudicación del todo arbitraria que ha conseguido a través de la tradición inocular al ser humano un temor irracional al que representa la hipotenusa de un triángulo rectángulo de catetos cinco y doce: «venceremos la sed de la palabra / en el fulgir biunívoco / de la imagen creándose».

Trece es una gamificación metapoética sobre el acto de escribir que despliega sus patrones con base al sexto número primo, cifra que no es más que un pretexto para experimentar con el lenguaje y tratar de mostrar sus grietas, también, las del poema: cociente resultante de las operaciones aritméticas involucradas en el orgasmo creativo.

Trece es casi un laboratorio de ideas, un libro-taller de escritura creativa que estimula los sentidos y contagia su vocación prospectiva. La habilidad de Luis Miguel Sanmartín demuestra que la morfología, sintaxis, semántica y pragmática son indisociables entre sí y de la palabra poética, y a su vez, combinables, maleables, prescindibles para significar dentro del poema.

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Luis Miguel Sanmartín
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