Por supuesto, también de Alberto Closas o de Luis Ciges o de Gil Parrondo. Aunque, sin desmerecer a este último terceto, la huella no solo en la filmografía nacional sino hasta en nuestras memorias del anterior par de creadores es absolutamente ineludible; baste pensar que uno de ellos originó un adjetivo: berlanguiano, que designaba y designa a una situación chusca, que sin llegar a ser tan histriónica e hiriente como la esperpéntica, supera en verosimilitud, tumulto y fachendosidad a lo sainetesco. Y tal incorporación al habla corriente ha sucedido luego con muy contados artistas, al punto que solo encuentro el caso de Pedro Almodóvar, cuyo adjetivo, almodovariano —o más habitualmente dicho: “esto es como de Almodóvar”—, señala a una escena de una desconcertante histeria que, enclavada en un rincón castizo, se desenvuelve entre pretenciosas estridencias de saldo. Y me gustaría que reparasen en que este nuevo calificativo incorporado al habla popular también se debe a un cineasta, lo que expresa palmariamente la importancia del cine en nuestra cotidianidad. Y este año, cuando disponíamos de una ocasión formidable para celebrarlo, a través de los dos artistas que, por obra e influencia, han sido más decisivos en esta disciplina en España durante la segunda mitad del siglo pasado, nos hallamos tan embarrancados por la plaga y sus demoledoras consecuencias, que cualquier homenaje a su quehacer que emprendan las autoridades —por empeño que le pongan—, se nos antojará siempre un remiendo improvisado.
Y quizá por este barrunto cenizo no podía escamotearles el presente artículo, pues sin duda es mi particular homenaje y, si me apuran, mi llamada para que también ustedes conmemoren su recuerdo, porque considero que tanto Fernán Gómez como García Berlanga atinaron a retratarnos tan certeramente que algunas de nuestras más inexplicables peripecias solo nos las perdonamos, cuando las encontramos reflejadas en sus desmadejadas comedias.
En efecto, fue en el humorismo donde ambos brillaron; cada uno con sus peculiaridades, porque supongo que a ninguno de ustedes se les escapa que García Berlanga presenta un estilo narrativo absolutamente reconocible —especialmente, tras su alianza con el guionista Rafael Azcona— al someter a un suceder casi inagotable de tipos de toda laya la ramplona tragedia —y a cada minuto de metraje que pasa, más angustiosa cuanto más hilarante— de un pobre hombre; valga como ejemplo Plácido (1961), El verdugo (1963), ¡Vivan los novios!(1970) o La escopeta nacional (1978). Mientras que la comedia de Fernán Gómez vino impuesta, en un principio, por las adaptaciones al cine de divertimentos cómicos, influido por los humoristas epígonos de Gómez de la Serna —Jardiel, Mihura, Neville…—, a los que tanto debió en sus comienzos como actor; este sería el caso de sus películas El malvado Carabel (1956), La venganza de don Mendo (1961), o Ninette y un señor de Murcia (1965), para evolucionar, mientras tanto, hacia otra comicidad desnuda y más universal, surgida de una situación patética o incluso escarnecedora, como sucede en sus películas La vida por delante (1958), El extraño viaje (1964), Mambrú se fue a la guerra (1986) o El viaje a ninguna parte (1986). Pero he aquí que acaba en el mismo punto que García Berlanga, y no solo porque la idea de partida y medio guion de El extraño viaje pertenezcan al valenciano, sino por un mismo y estético convencimiento: la risa es la única mirada posible para soportar la calamidad.
Este mecanismo —quizá porque habitaba entre nosotros desde el Lazarillo— tornó sus comedias en un retrato incisivo de la tartufería del país a través de sus más conspicuos practicantes: el vulgar paisanaje, tan atento siempre a tomar prestado el ostentoso ademán del poder, con el que encubrir su estrechez y su angustia vital. En esto, coinciden con el gran escritor de su tiempo, Camilo José Cela y sus “apuntes carpetovetónicos”, estampas semejantes y aun perfectamente insertables en las secuencias fílmicas de García Berlanga. Pero he aquí que con esta burla del vulgo como impostado imitador de los poderosos, era el poder mismo quien quedaba ridiculizado y de forma tan aparentemente disimulada como certera; al punto que el general Franco llegó a murmurar aquello de que García Berlanga era “un mal español”; tras lo que queda todo explicado.
Y en este punto, conviene recordar también que García Berlanga fue tachado de escapista por los cineastas militantes —algo parecido le sucedió a Fellini, en Italia—, o la indiferencia —confesada por él mismo— que sintió, durante años, Fernán Gómez ante las actividades políticas de sus compañeros de profesión contra el régimen, cuando hoy las comedias de ambos explican mejor y más vivamente que los films beligerantemente “comprometidos”, porque aquella dictadura era tan deplorable.
Y es lógico pues ni ha existido régimen en el mundo que pueda combatir la burla —contra su veloz y sinuoso contagio se carece de armamento—, como tampoco existe mejor género artístico para conservar vivo y reconocible el feo rostro de la injusticia; piensen en Aristófanes o en Catulo, o sin remontarnos tan atrás, en nuestro más genuino género: la novela picaresca; todo cuanto allí se denostó sarcásticamente permanece todavía palpitante en cada una de sus páginas; e incluso —y he aquí lo admirable—, reconocible en nuestra inmediata actualidad.
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