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Lucia Ronchetti
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Lucia Ronchetti

Venecia con Machado al fondo

lunes 04 de octubre de 2021, 07:53h
Por supuesto que ya me rondaba el asunto pero no encontré el pretexto para acometer estas líneas hasta que leí en Scherzo la entrevista de Franco Soda a la directora —por primera vez una mujer y en absoluto nombrada por su sexo; es decir, para cubrir la llamada en Italia cuota rosade la Bienal de Música Contemporánea de Venecia, Lucia Ronchetti. El empeño de esta compositora ha consistido en convertir el ya sexagenario certamen en una extraordinaria muestra de piezas vocales, con estrenos de Kaija Saariaho, de Sergej Newsky o de Francesco Filidei, y además, sacarlo de su caracterizado Arsenale hacia otros ámbitos más tradicionales y regios como el Teatro Malibran, La Fenice o la Fundación Cini, para atraer a ese amplio público susceptible de acudir a un concierto, pero absolutamente remiso a la música contemporánea.

He aquí lo que buscaba para emprender este par de páginas y que Ronchetti acababa de exponer en esta entrevista: el alejamiento general no solo de la creación melódica actualcomo aquejaba naturalmente la directora de la Bienal, sino de todas las artes, salvo cuando estas se nos presentan como un apabullante producto mercantil; por ejemplo, los estrenos cinematográficos o las promociones de las estrellas del pop. Y la consecuencia de este distanciamiento ha sido relegar algo tan fundamentalpor esencialmente humano como el arte, a un fenómeno valetudinario; al extremo de que si careciese del apoyo institucional, desaparecería. Es más; a veces barrunto que si tal catástrofe sucediera, no supondría el menor quebranto para nuestras vidas; salvo, claro es, para las de sus profesionales.

Ronchetti señalaba como causa de esta apatía al desconocimiento —o si lo prefieren y a la inversa: al exceso de conocimientos fútiles propagados por la anonadadora televisión y, en este instante, con el sobreañadido de las casi ineludibles redes sociales—. Además, concretaba que esta indiferencia hacia la música se produjo porque los italianos aprendieron a amarla y a conocerla durante su integración infantil en las corales, pero en cuanto cesó este ejercicio escolar, su sordera artística fue solo una cuestión de tiempo; de ahí su empeño por revivir —o al menos, evocar— aquellos coros a través de esta Bienal. En suma, para Ronchetti, la clave secreta se hallaba en la educación; para mí, también.

Pero no recuerdo una sola legislatura en España donde el plan general de educación no haya sido motivo de un arriscado enfrentamiento parlamentario y hasta callejero, cuando es una cuestión superior y decisiva sobre cualquier otra materia cívica. Valdría argüir a este respecto que don Américo Castro apuntó la carencia de una sólida red de escuelas estatales, durante el s. XIX, como la principal causa y fermento de los perniciosos nacionalismos —en este momento, desgraciadamente, independentismos—; y como esa cuestión que tanto disturba el discurrir de la convivencia nacional, podríamos señalar un manojo de problemas, consecuencias de la precariedad infraestructural cuanto del ridículo adoctrinamiento que ha venido padeciendo nuestra enseñanza —desde la básica hasta la superior— durante los últimos doscientos años; y según apuntan los vientos, en esas seguimos aunque las antaño apergaminadas directrices hayan devenido ahora en ocurrencias de guiñol.

En tanto, vivimos en una era donde el alumno se ve sometido a una avalancha de estímulosinimaginables hace apenas veinte años que lo alejan incesantemente de los conocimientos sustanciales para saberse y obrar como un hombre; o sea, como heredero de una especie que guarda memoria de sí y de sus prodigios desde hace, al menos, once o doce mil años. Y bastaría para calibrar la complejidad del problema con sopesar que, mientras disponemos de una infraestructura suficiente y de otros medios técnicos para impartir una educación solvente, por contra, la inmensa mayoría de la infancia y de la adolescencia escolarizada adquiere unos conocimientos precarios —si es que adquiere algo— y, para estupor general —aunque lo ocultemos—, va superando los cursos. Y ante esta previsible propagación de la ignorancia, no solo corre peligro el disfrute del arte que tanto perturba a Lucia Ronchetti y a mí, sino también la capacitación de nuestros científicos, en una época donde la supervivencia de cualquier país se basará —si no se basa ya— en su aptitud para competir tecnológicamente.

No hace falta ser ninguna lumbrera para atisbar que este escalofriante desafío supera sobradamente el egoísmo demagógico en el que, adrede o por mera inercia mediática, incurren los partidos políticos, y que requeriría para su ecuánime y eficaz resolución —o, al menos, para su atenuación— de la intervención rectora de los más preclaros talentos de la ciencia y de la pedagogía nacional. Por supuesto, dudo que tal hecho suceda; mientras, los artistas —quienes dieron pie a estas líneas— tratan de adaptar sus creaciones —qué remedio— a las exigencias mercantiles, sin importarles si aspiran al status de “obra de arte” o se quedan en meros productos de consumo. Desde luego, quienes son conscientes, disimulan; otros, obnubilados por la “feria de las vanidades”, hasta pomposamente se consideran creadores.

En tanto, llegó el otoño; la estación machadiana del regreso al colegio y de la dorada melancolía, que me devuelve esos tenues remordimientos y esa apaciguadora humildad tan propia del gran poeta, y también aquellos años cuando iba a una escuela nacional donde aprendí, a base de sudar tinta azul, a resolver unos cuantos problemas matemáticos y los ciento y pico países del mundo; algunos tan minúsculos y remotos que se me extraviaron en cuanto aprobé el examen.

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