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"Iconos", de Pedro López Lara

Ed. Vitruvio (colección Baños del Carmen, 955), Madrid. 2023, 118 páginas
sábado 24 de junio de 2023, 23:22h
Iconos
Iconos
"Iconos" forma parte de una heptalogía, cuyos otros seis poemarios han visto la luz en apenas dos años: Destiempo (Premio Rafael Morales 2020), Meandros, Dársena, Escombros, Museo (Premio Ciudad de Alcalá de Poesía 2021) y Filacterias. El autor promete, feliz noticia, que tiene otros in fieri, porque Pedro López Lara atesora mucha poesía, como refleja su fulgurante irrupción, juntando en un relámpago poético el principio y la plenitud, la iniciación y el dominio.

Todos son títulos breves, lacónicos; nombres comunes con los que quiere recoger en un epígrafe un ramillete de “conceptos ingeniosos”, que diría Gracián, porque el lenguaje poético de nuestro autor es conceptuoso, imaginativo y metafórico, procede de la fertilidad del ingenio y es dinámico, sugestivo y plástico, con la enárgeia suficiente para mover directamente el engranaje fantástico y creativo del espíritu. Escuetos títulos los de sus libros, como sus lacónicos y perspicuos poemas, donde tantas veces se impone la paradoja, el envés de la realidad, su urdimbre. Forman una suerte de paremiología del escorzo, de la intención, de la mirada. Porque el de López Lara es “un dictum sapiencial, pero de una sabiduría basada en experiencias comunes, fáciles de compartir, en situaciones o recuerdos de situaciones cotidianas; en la contemplación de una vida ya pasada que hay que reordenar; […] en la utilización de un humor negro muy conseguido; [...] en una concentración expresiva que se vale de una sola palabra para titular; […] en una finísima inteligencia que guarda sorpresas de mago, de prestidigitador del lenguaje […] y de avezado jugador de la ruleta del vivir” (José Ignacio Díez, introducción a Dársena, pp. 6-7).

El poemario que aquí reseño comparte raíz léxica y, por lo tanto, sentido con la mímesis y mediación icástica, o sea, antonomásticamente artística, que nos sirve para comprender y aprehender la realidad, porque icono es el ‘signo que mantiene una relación de semejanza con el objeto representado’ (DRAE), en tanto que el griego eikn (εἰκών -όνος) vale por ‘figura, estatua, pintura, retrato; semejanza, comparación, representación’. El libro se articula en cinco secciones: “cine” (pp. 11-46), “pintura” (pp. 47-75), “literatura” (pp. 77-92), “mitologías” (pp. 93-104) y “poéticas” (pp. 105-113). Porque el autor, de nuevo como Gracián, cree que sólo el lenguaje imaginativo (pictórico, fílmico, mitológico, literario) puede representar y expresar conceptualmente la verdad de lo singular. La obra sigue la pauta del anterior Museo, por cuanto predomina en ella “la fragmentariedad de una especie de comentarios o impresiones relacionados con películas, pinturas y textos literarios, que parecen conformar uno de los refugios virtuales por los que se adentra familiarmente un poeta que cuenta con la absoluta seguridad de su sorprendente formación” (José Antonio Pascual, introducción a Museo, p. 9).

Sus poemas son, mayoritariamente, ejercicios de écfrasis; no en balde responden al título del libro: iconos, o sea, imágenes, con que recoge plásticamente las pulsiones y los enigmas, los silencios y las presencias, con descripciones inesperadas y adjetivos insólitos; con imágenes deslumbrantes, paradojas y mucha erudición “en grano”. Como tales, no requieren definiciones precisas ni apenas contextos: son resultados de otras tantas visiones, evocaciones de ensueños, recuerdos… que acarrean verdades atemporales, esenciales. Son morceaux d’art que reemplazan, o eventualmente explican, a los de la vie: eventuales jirones de etopeyas, bosquejos de semblanzas, de una agudeza preclara. Cuando no aforismos, apotegmas, adagios, epitafios, epifonemas… Epigramas todos de una paremiología culturalista e ingeniosa, como, una vez más, de Gracián, que, recordemos, definía el concepto como “un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objectos” y cuyo artificio consiste “en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles externos, expresada por un acto del entendimiento”. Esa correlación es muchas veces metapoética, o se nutre de poesía comparada, con el cine, la pintura, la literatura, la mitología o con la misma y endogámica poética, en tanto que aquella poesía codifica, recodifica (¡no “deconstruye”, por favor, como diría algún crítico papanatas!), reordena mensajes artísticos liminares, elípticos o reversibles. Otras tantas es un ejercicio de “intertextualidad” pictórica, de correspondencia artística: “Esa mujer no es de Sorolla. Ha escapado / de un cuadro de Egon Schiele o de Kirchner. / Y lo sabe” (“Desnudo en el diván amarillo [Sorolla, Fundación Amyc]”, p. 63).

El foucaultiano epígrafe (“Las palabras y las cosas”) con que el autor titula el primer aserto de la poética, la última sección del libro: “nada de lo real quiere ser dicho” (p. 107), subraya la dificultad taxonómica de la realidad, que no se deja ajustar al orden del discurso poético, cuyos objetos, conceptos y nociones saltan de una regla o tabla (canon en latín) a otra, del papel a la realidad, del celuloide o del lienzo al renglón del verso para señalar icásticamente lo conceptualmente indescifrable. Pero a todo poema breve le corresponde una “trastienda larga” (p. 108), o sea, una difícil reflexión previa, una rica experiencia que los aquilata, una ingeniosa contundencia: “versos que sean por sí mismos y no tengan / apetitos ni tampoco nostalgias” (p. 110), exentos de emoción, porque a la postre la poesía es una “danza temprana de la muerte” (p. 111), y el poema, un ritornello, “un vaivén que se reconoce a sí mismo / al transitar los versos intermedios” (p. 112). No siempre, con todo, la poesía es un recuerdo de la muerte, sino una justificación de la vida, como el cine de la infancia, donde “la calidad de la película / estaba asegurada”, pues “la vida era un desfile que encabezábamos nosotros” (p. 13).

Diametralmente complementario era aquel halo de sombra que ofuscaba al derrotado Joseph Cotten en El tercer hombre, “el humo que tras sí dejan los sueños” (p. 15), porque Σκιᾶς ὄναρ ἄνθρωπος [‘el hombre, el sueño de una sombra’] (Píndaro, Píticas, VIII, 95-96), como recuerda el moribundo ciudadano Kane, “pensando en un juguete de la infancia, / algo simple que colmaba sus sueños” (p. 18). Porque las palabras también pueden construir y sustentar el horror, puestas, por ejemplo, en boca del coronel Kurtz, un “anatema, audible ya, inobjetable” (p. 17); pueden ser lapidarias, poco menos que “chamánicas”, como “una frase tan solo que decreta al muerto / excepcional, e irrelevante / lo que puedan los demás pensar” (Sed de mal, p. 20). O pueden concitar la sorpresa, el reverso del mundo, como en el microcosmos de Casablanca, donde “todo es sorprendente”, incluida “ella, una mujer que vuelve sin volver” (p. 31), cuyo destino se empareja con el del boxeador de La ley del silencio, que “enarbola / su ira, su muñón, su vida entera” (p. 34). No los redime el amor, como el de Mina en el Drácula de Coppola, “cuya fe / se torbellina apasionada e involucra” en el “Cristo sufriente / que se alza mayestático” (p. 35; la “reciprocidad vampírica” aparecerá de nuevo en el poema de la p. 101), ni la muerte que se ha cebado en “una mujer erróneamente destinada a ser / la víctima siguiente de ese hombre acabado” (“Sangre fácil”, p. 40). Otras veces se impone, al imaginario artístico, la presencia contundente, “la sucia ráfaga de lo real” (“Horizontes de grandeza”, p. 42); la resurrección, en fin, que es “el argumento que más juego ha dado / al cine” (p. 44).

En tanto que espectadores, no renunciábamos a la manifiesta coexpresividad del cine, que proclamó Erwin Panofsky, porque en la pantalla el tiempo se espacializaba y se dejaba percibir casi tangiblemente, y el espacio se expandía temporalmente. La pintura, en cambio, es el espacio intermedio, infranqueable, como el velazqueño “silencio que se deja ver” (p. 49). Allí, la evidentia (la presencia del cuerpo de la diosa en “La Venus del espejo” [p. 53]) hace innecesaria la palabra, porque el artista sevillano “pintó siempre el silencio” (p. 52), lo que en ningún caso impide el paso a las escenas pictóricas, donde se celebran los colores de Tiziano, “que toleran la emergencia / imaginaria de infinitas formas” (p. 61), la plenitud y seducción de las Venus de Botticelli (p. 67), la rotundidad clásica de Durero y el movimiento de Hipómenes y Atalanta, de Guido Reni, que “enlazan / sus cuerpos evidentes” (p. 69). También cabe el vacío en la pintura, ilustrado con los dos poemas sobre Caravaggio, que ocupan la parte central del libro y en los cuales se evoca la mirada vacía del pintor (en “Caravaggio”) y el propio cuadro como lugar vacío (“Salomé con la cabeza del Bautista”), pues no vemos “un horizonte del que surgen / los otros personajes, sino abismo / del que por un instante escapan” (p. 71). Personajes vacíos y silentes como la desnudez de los “lugares moribundos, desérticos” (p. 74) de Amalia Avia, o el mundo (p. 73) real y su misterio, de Antonio López, que, contrariamente a lo que parece, “siempre representó lo mágico, / de forma implícita primero, imaginándolo” (p. 73). Velázquez de nuevo y Rembrandt, como epítomes, cierran la parte pictórica, aparentemente disertando “de lo humano y divino, del misterio del arte” (p. 75).

La sección literaria la inaugura Jaime Gil de Biedma: “se alza el telón. Brindemos juntos / por la inmortalidad presente” (p. 79), porque las analepsis literarias son poco de fiar; por ejemplo, el mundo mental que se le cae a don Quijote al bajar a la cueva, “su última aventura” (p. 84), o el paradójico destino de Celestina, que “muere subyugada por una baratija” (p. 85). Una galería de héroes y mitos desengañados o circunspectos, como el traicionado Roldán (p. 92); nefastos protagonistas de sus leyendas, como Ahab, a quien “una simple muerte no le hará renunciar / a su vesania ilimitada” (p. 80), Hamlet, que no acaba de vengarse, paralizado “con importunas reflexiones” (p. 81), cuando no escépticos como el citado Gracián, cuya voluntad de aniquilar el mundo se disfraza de “prudencias y aforismos” (p. 88). Cierran la sección las “hordas impacientes de palabras” (p. 91) del Genghis Kan Ferlosio.

La cuarta sección, “Mitologías”, sigue la traza de Ulises y, por antonomasia, de Homero, cuya etopeya de Héctor no destiñe la plenitud de su memorable fin en “la pletórica lanza / del hijo de Peleo” (p. 97), que no dudará en “ultrajar sus restos” (p. 98). Nunca más podrá verse reflejado en el espejo de las aguas como Narciso, cuya vejez distorsiona su imagen, “desconcertado al borde de la orilla” (p. 100), paralizado como Edipo y David, que han sabido la verdad y no tienen “ya ningún futuro”, quedan “ilimitadamente circunscritos a ella” (p. 102). Verdadero es también el silencio de Lázaro, cuya historia “es demasiado escueta para ser ficticia” (p. 103), como el mismo silencio de Jesús ante Pilatos, sólo interrumpido por el ”soy yo, yo soy la verdad” (p. 104). Porque, como señala el autor en el penúltimo libro de la heptalogía, “solo puedo decir lo que ha quedado. / Lo sustraído se llevó su voz consigo” (Filacterias, p. 201).

Esta profunda poesía refleja, mutatis mutandis, el salto cualitativo de la iconografía a la iconología, que llevó a su máxima expresión el citado Panofsky al analizar y razonar cómo percibimos las imágenes, dotándolas de un significado muchas veces intransferible, porque depende de nuestra experiencia: identificamos lo visible y lo relacionamos con ciertos elementos en función de vivencias previas, cuando no de otras tantas proyecciones. Así, la de López Lara es una iconología poética, o una poesía iconológica, muchas veces trufada de aforismos “plásticos”, que va más allá de la mera descripción iconográfica, porque se refiere al impacto de la obra y a su capacidad (enárgeia) de transformar nuestra percepción de la realidad y del arte, sin caer en la huera taxonomía o en la improductiva hermenéutica.

Resulta casi inevitable evocar, ante este poemario, la figura del monje Andrei Rublev, que revolucionó el arte de pintar, precisamente, iconos religiosos, como nos recordó Tarkovsky en la película homónima, dotándolos de una contundente evidentia y de un cromatismo extraordinario, al reunir en la misma tabla —como en el plano literario hace nuestro autor— la imagen y el aforismo, la verdad esencial y el silencio, la vida gozosa y la muerte.

Guillermo Serés

Catedrático de Literatura Española

(Universidad Autónoma de Barcelona)

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