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Vicente Valero-Costa
Vicente Valero-Costa

"El secreto de Arquímedes", de Vicente Valero-Costa

Ed. Caligrama. 2023
Por Francisco Jiménez de Cisneros
miércoles 09 de agosto de 2023, 18:17h

Siguiendo el trazo y casi la armadura de su precedente Celia y las libélulas (2021), y en la misma editorial, Caligrama, Vicente Valero-Costa nos ofrece ahora, con "El secreto de Arquímedes", una nueva investigación de su curioso y simpático detective: Celia Blum; es decir, trazar una novela de supuesta intriga detectivesca cuyo núcleo central es, en realidad, una novela histórica. Pero vayamos por partes.

El secreto de Arquímedes
El secreto de Arquímedes

Para comenzar y contra todas las leyes del género, su protagonista —o supuesto protagonista, porque por momentos, durante el relato, se le aparecen al lector otros varios personajes tan preeminentes— Celia no es un varón maduro, sarcástico y curtido en los peores antros del arrabal o en los más cosmopolitas hoteles del continente; ni tampoco una dama exigente y puntillosa como las de Agatha Christie; nada de eso. Celia es una joven casi treintañera que imparte clases en la Facultad de Exactas de la Complu; o sea, una intelectual pero un tanto tierna. Cuya consecuencia es la aproximación inmediata del personaje y de la acción —hecho exhibido en los diálogos de arranque de la novela—a nuestra cotidianidad, para, conducidos por la curiosidad erudita de Celia, hallarnos ante la aventura histórica; en este caso, en la corte de Felipe IV, el rey que todos recordamos por los retratos de Velázquez con sus bigotes de garabato, que tanto apasionaron a Dalí como para copiarlos en una versión más aguda y pronunciada. Un rey rijoso y desencantado en cuya corte, presidida y administrada por el gran conde-duque de Olivares, la Monarquía Hispánica sintió crujirle las cuadernas y ceder a bofetadas de franceses y de protestantes lo que tanta sangre había costado mantener; si hasta Cataluña —más o menos como ahora mismo— se engalló y se pasó a Francia guiada por el lumbrera de Pau Clarís, para retornar al poco escarmentada y pidiendo amparo a Castilla, esa madre adusta y, sin embargo, siempre pródiga y dispuesta a la hazaña, ahora, ya digo, de nuevo tan desmerecida.

Pero dejemos la Historia como fue, y volvamos a El secreto de Arquímedes. Lo que pretendo decirles es que siguiendo un recurso ya habitual del género de la novela histórica —de sobra lo conocen por Mujica Láinez o por Umberto Eco—, desde el mismo presente y por un objeto —en este caso, un cartapacio de la Biblioteca Nacional—, el lector se ve transportado a aquella corte y todo porque nuestra joven detective —válganos el préstamo de oficio— le gustaría saber dónde fue a parar una bola de bronce de Arquímedes —o dicen que de Arquímedes, porque con las antigüedades hay tentarse la ropa y andarse con prudencias de inquisidor— que el Papa regaló a Carlos I, y que este no supo como desentrañar por vueltas que le dio, convencido de que guardaba portentos de asombro. Y así, como una rara y valiosa curiosidad familiar, cayó en manos de su bisnieto, Felipe IV.

Es en el proceso de la herencia y en los quebrantos que vive la corte hispana cuando El secreto de Arquímedes cobra su vigor y su disfrute; con sus tramas de espías, con los agobios de Olivares, y claro, como sucedía ya en la novela de Torrente, El rey pasmado (1991), con las aventuras de candil y lencería del monarca.

Sin embargo, es lástima que siendo un momento de gran prodigio en Madrid, con Calderón montando dramas y autos con tres escenarios o sobre el estanque del Buen Retiro, o don Francisco de Quevedo, renqueante y a zapatazos con todo bicho viviente, o María Zayas, consumando sueños de lubricidad, o la Academia de Madrid, aquella junta de notables liróforos, dictando preceptivas, Valero-Costa no se haya detenido más ahí y menos en la esfera del genio de Siracusa, que al fin y al cabo, se mantiene en silencio como toda esfera bien mandada (o armada), porque para manifestarse, las esferas ya contaron con Parménides, notable paisano de Arquímedes aunque unos siglos anterior. Eso sí, en El secreto de Arquímedes hay mucha musa —no de las de Apolo, no; de las otras, de las del tablado—; esas mismas que dieron nombre al barrio que un ayuntamiento reciente se empeñó en llamar púdicamente de las Letras; sin duda, para ocultar su pasado de lujuria y lance; otra cretindad de las habituales entre nuestros redichos políticos.

Pero volvamos a El Secreto de Arquímedes; de modo que intrigados por averiguar aquello que el emperador no pudo desentrañar y que la leyenda atribuye a la esfera, y siempre de la mano de la sagaz Celia, vamos de la corte de Felipe IV al obstáculo de los bellacos —que también los hay, como las musas, y algunos muy conocidos y renombrados—, y cuando hemos sorteado con apuros y gracias a una ocurrencia de Celia el obstáculo, volvemos a la Biblioteca Nacional para proseguir la lectura del mamotreto, y así, paso a paso, y obstáculo a obstáculo, hasta hallar el lugar donde se guarda la esfera, tan recatada como siempre se mostró. Y entonces, con sus dotes matemáticas, la protagonista nos descubre que fue aquello que tanto intrigó al emperador y que el gran Arquímedes introdujo en la esfera como una revelación casi primordial… ¿De que se trata?

¡Ah!, para eso léanse la novela.

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