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Saúl Sosnowski
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Saúl Sosnowski

Un díptico de la indagación

Decir Berlín, decir Buenos Aires; Saúl Sosnowski, Paradiso, 2020, 126 páginas
El país que ahora llamaban suyo; Saúl Sosnowski, Paradiso, 2021, 126 páginas
miércoles 29 de noviembre de 2023, 12:11h
Etimológicamente, diáspora proviene en forma directa de la palabra griega diasporá: dispersión; un concepto que remite, en términos generales, al abandono de grupos étnicos y/o religiosos de su lugar de origen y, particularmente, al exilio del pueblo judío fuera del territorio de Israel y su posterior disgregación por el mundo.

¿A qué aluden Decir Berlín, decir Buenos Aires y El país que ahora llamaban suyo, ambas novelas agrupadas recientemente bajo el título Estación del encuentro (Equidistancias, 2023)?: a dar cuenta de la dispersión bajo el imperio de la letra y la memoria; al cabo, uno de los afanes más dignos de la literatura es plasmar una secuencia en movimiento con su privilegiado útil a la mano, el lenguaje, que es sucesivo. Conviene recordar en este aspecto que el maestro Lezama Lima solía reiterar un concepto que aparece a primera vista como contradictorio pero que, a poco de analizarlo, se revela tan agudo como trascendente: la fijeza de las mutaciones, el cambio en el interior de una permanencia. En efecto, en su Introducción a la metafísica, reflexionando en torno a ser y devenir, Heidegger afirma: “Esta separación y oposición se halla en el comienzo de la pregunta por el ser.” Fijeza y mutación, cambio y permanencia, arraigo y dispersión. No en vano, un párrafo de Decir Berlín… enlaza de modo tácito pero harto transparente los nombres de Lezama Lima y Borges: “Orígenes. No se escabulló, como solía hacerlo, con la referencia académica ni con la alusión a una revista que fue medular para sus otras inquisiciones” (cap. V): la revista “Orígenes”, fundada por José Rodríguez Feo y Lezama Lima y que se editó entre 1944 y 1956, y el ensayo de Borges publicado en 1952.

Sub, como se sabe, es un prefijo latino que denota debajo de; bass, una palabra inglesa que describe los sonidos graves, aquello que en castellano se denomina bajo. No es en absoluto gratuito que el protagonista de Decir Berlín… se llame Alejandro Subbass en tanto que la novela se aboca a la tarea de desentrañar qué es lo que hay debajo de esa pátina de sobria elegancia y metódica prolijidad que dimana de Alejandro Subbass, un “residente de ausencias” (cap. III) que ostenta entre sus repliegues “la duda como marca” (cap. I). Y aquello que hay debajo es, en principio, la busca de una tierra de arraigo, el anhelo de poner término y tasa a una dispersión que amenaza con resultar interminable (por inveterada). Una busca que, en apariencia y por momentos, parece estancarse en el punto ciego de la inercia. De hecho, en el capítulo VIII, el protagonista cavila: “Y es que no pasaba nada y esa nada era el todo”, una definición en la que parece centellear el brillo engañoso del calembour y que, en verdad, está bien lejos de ello. En el texto antes citado, Heidegger ensaya una breve referencia a una pintura de Van Gogh (Un par de zuecos de cuero, 1888) y concluye atinadamente que tal imagen, en rigor, no representa nada, pero que esa nada “allí es”, y más adelante: “la nada, que en cuanto es pensada y dicha, también ‘es’ algo.” La nada, a diferencia del vacío, es, y es una nada donde puede entrar el todo. Es la única manera en que se puede leer la reflexión del protagonista: esperar todo de aquello que la nada puede ofrecer.

Huelga señalar que la busca de arraigo es una apetencia que se extiende a la pregunta por la identidad, por el origen, por el nombre (qué es lo que hay debajo de Subbass): “el nombre en hebreo que casi nadie conocía, su variante en idish” (cap. XVII). Sobre una de las paredes de su departamento, el protagonista comienza a escribir (palabras sueltas, líneas, asociaciones): toda escritura es una inscripción y lo que allí se inscribe es, en principio, un nombre propio, un nombre que, como todos los nombres, jamás alcanza a cubrir aquello que pretende nominar. Aquello que acaba por dibujarse sobre la pared blanca es la cartografía de la incompletud, un mapa minucioso donde lo que resalta es aquello que no está, lo que no se ha podido reducir al laborioso trazo. Si bien se pretende autoconcebido (“Padre e hijo de sí mismo”, cap. XXXII), el protagonista: “Conjugaba con cierta frecuencia el verbo hilvanar. Hijo de tejedor…” (cap. LV); este hijo de tejedor es el que inscribe y se inscribe sobre la pared de su departamento, y qué es un texto sino un tejido abigarrado donde los hilos se cruzan y se entrecruzan sobre el cañamazo de un palimpsesto.

En el capítulo XXVIII se lee: “(…) … un dedo que escribía lentamente y con buena letra, dos palabras y un guión: deseo-identidad.” No es la única vez, por cierto, que el concepto aparece a lo largo de la novela: “parodias de interés y de deseo” (cap. VI), “Su deseo apuntaba a la ausencia que ella suplía” (cap. XXIV). Es del todo pertinente que aparezca en íntima relación con la figura de una mujer o en la órbita de la identidad: qué es el deseo sino aquello que se erige para no poder satisfacerse y, más aún, el deseo es aquello que expone de manera descarnada una falta: el deseo siempre es deseo de aquello que falta, de lo que se carece, de lo que se anhela.

En una cartografía enturbiada por puntos ciegos, una mujer, en Decir Berlín…, opera como tierra de una anhelada promisión y de un probable cumplimiento.

Si el eje en torno al cual gira el desarrollo de la trama en Decir Berlín… es identidad/tierra, el centro neurálgico de El país… es el idioma: “en variantes del idish se alteraba la pronunciación del sacro hebreo” (cap. XV), “después de leer a Sholem Aleijem y otros clásicos de la literatura idish” (cap. XXI), “el idish poseía un caudal de expresiones para enfrentar al mundo” (ídem), “Todo se decía y se sentía en idish” (cap. XXII), “Está muy bien, y sí, claro que estamos bien acá, pero no te olvides –lo conminaba el padre- a mí, me hablás en idish” (íd.), “Fue el idioma de rigor en la escuela primaria –en la tarde-, hasta que lentamente fue cediendo al hebreo” (cap. XXIII). Si el lenguaje es el instrumento privilegiado de percepción del mundo y configuración del sujeto (no otra cosa se discurre en el Cratilo platónico, no otra cosa asevera Lacan cuando concluye que estamos constituidos por la palabra aun antes de nacer), en El país… se percibe el mundo en, al menos, tres lenguas: idish, hebreo y castellano; una triple confluencia que no solapa ni soslaya una en detrimento de la otra, sino que multiplica y enriquece en el marco de una fecunda pluralidad.

Si en Decir Berlín…, uno de los acentos estaba puesto en las inscripciones de Alejandro Subbass sobre una pared blanca, en El país… se trata de “seguir completando el árbol genealógico de la familia” (cap. LVII); uno y otro gesto son similares y complementarios porque el trazo de la apetencia reconoce idéntica aspiración: conocer para re-conocer-se; el sujeto individual de la primera novela se proyecta en el sujeto colectivo de la segunda.

En el capítulo VIII de El país... se dice del personaje del padre: “Como tantos otros, él siguió cargando la culpable mirada del sobreviviente.” Es un tema sustancial: la culpa del sobreviviente, y que remite a dos textos que lo tratan, cada uno a su manera, con la misma y particular hondura que en la novela de Saúl Sosnowski: la novela El limonero real, de Juan José Saer, en la persona de su protagonista, Wenceslao Layo, y el insoslayable poema del cubano Roberto Fernández Retamar titulado “El otro”.

Tanto en una como en otra novela se verifica una singularidad. En Decir Berlín…, el protagonista no “podía dejar de pensar en ella. ‘Ella’: así, sin nombre; un ella genérico” (cap. IV), y en el capítulo XXVI: “Tantas vueltas y un nombre que no, todavía no se atrevía a balbucear.” En El país…, sobre el final del capítulo VIII se lee: “Su verdadero nombre y apellido permanecieron velados; sólo el apodo la conjuraba.” Tal y como si la mujer –ésa y no otra- no pudiera ser alcanzada por el nombre que la nombra, pero que no da cuenta de ella; un nombre que siempre será insuficiente, exiguo, rudimentario. Y acaso así sea.

Decir Berlín, decir Buenos Aires y El país que ahora llamaban suyo conforman un díptico a la manera de los dípticos del siglo V. Cuando el lector abra las placas que lo encierran verá que no se trata de un ornato o un artículo suntuario, sino que es un díptico de la indagación, una indagación que se consagra al esclarecimiento tenaz, doloroso, pero necesario de un tema que se repliega sobre la identidad, la dispersión y la supervivencia: ser judío.

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