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Agota Kristof, "La anafalbeta": las fronteras y sus espacios creativos

Por Ángel Silvelo Gabriel
domingo 14 de enero de 2024, 07:06h
La analfabeta
La analfabeta
Atravesar fronteras y espacios. Fronteras de lenguas y esperanza. Del recuerdo de los tuyos que dejaste atrás. Espacios de costumbres y vida. De objetos y lecturas. De libros que no volverás a tocar, y de poemas que nunca más leerás. Apátrida de vicios y virtudes. Rehén del olvido. En esa angosta tierra de nadie Agota Kristof da testimonio de lo vivido y sufrido desde su infancia en Hungría a su vida final en Suiza.

Analfabeta de la lengua nueva. Muda de la que conoce y ama. Y, detrás, o en lo alto de una mesa o una estantería, los diccionarios. Herramientas que son como un láudano que todo lo cura. El dolor y el desasosiego. La mirada perdida y el silencio, sobre todo, el silencio. En el relato autobiográfico, La analfabeta, Agota Kristof ejerce de exploradora. Se trata de una exploradora muy especial que parte de la necesidad y la sencillez para embarcarse en esa gran tarea que es explorar las fronteras y sus espacios creativos. Espacios repetitivos, anónimos, tenaces por lo que tienen de búsqueda. De sí misma y de los otros. De esos espacios físicos que dividen los países, y lingüísticos que incrementan la soledad y el sentimiento de éxodo. La analfabeta es un viaje a la infancia y sus recuerdos. A la sencillez, arrebatada por la imposición de una realidad suicida. Al sentimiento de vacío que produce no pertenecer a ninguna parte. Apátrida más allá de la banderas y las fronteras. A ese terreno movedizo Agota le imprime su fuerza y su carácter. Una determinación que primero la llevará a aprender a hablar una nueva lengua, aunque no sepa cómo se escriben sus palabras. Las palabras llegarán después, con los diccionarios. Y más tarde las lecturas, y con ellas, la visualización de ese rayo de esperanza que es la escritura. En un momento dado de este relato, su protagonista nos dice que primero es leer: «Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que cae en mis manos, bajos los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa /Tengo cuatro años»; y luego escribir: «Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: “No me gustan”». Años más tarde, y de ese modo, llegará a traspasar la frontera de la lengua francesa del país en el que reside, o lo que ella llama desierto. Desierto social, cultural…

Hay mucha belleza en la intemperie y en las palabras de Agota Kristof. A fuerza de desmanes ella sabe que lo más auténtico se encuentra en la sencillez. En las frases cortas. En el estilo directo a la hora de narrar una historia. La suya. La de su país. La de los húngaros que desaparecieron tras la invasión rusa y el sometimiento a su lengua, sus costumbres y su dictadura. A una parte de la historia del siglo XX. Aunque lo más importante de esta lectura es la posibilidad de volver a empezar, y la curiosidad que conlleva la necesidad de aprender. Y, ella, lo aborda con la naturalidad de una vida reclamada desde el arrebato y la furia del que nunca se rinde. Una lucha que acaba en el éxito, y que ella expresa de esta forma tan clarividente: «Uno se hace escritor escribiendo con paciencia y obstinación, sin perder nunca la fe en lo que se escribe». Esa fe en sí misma y en su trabajo fue la que llevó a Agota Kristof a convertirse en una escritora reconocida, cuyas novelas han sido traducidas a multitud de idiomas. Idiomas y lenguas que ella no conoce, pero de las que siempre tendrá a mano un diccionario. Lenguas que representan las fronteras y sus espacios creativos.

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