Paris Berlín Roma tres ciudades que a todos nos dicen algo, tal vez demasiado y quizá por ello el poeta se abstiene de coquetear con esos imaginarios para presentarnos algo más real y vivo, una sugerente semejanza, identidad acaso entre poema y ciudad “En qué ciudad morir, en qué poema” dice el primero de ellos. No sólo es que la ciudad sea la materia poética primordial o la poesía sea una experiencia urbana, sino que la escritura de Pedro se sitúa en esa herida que es tanto la ciudad como el poema.
Lo sugiere todo el libro primero (“Un poeta busca inspiración”) en que la evocación de ciertos lugares se acompaña con poemas que tienen a la poesía por objeto. Recordemos que ya Platón dejó bien escrito que el poeta debía ser expulsado de la polis, no se construye un orden político para que los arrebatos líricos lo perviertan o distorsionen.
Pero ninguna ciudad ha conseguido nunca deshacerse de esas miradas humanas que descubren en su seno otros órdenes simbólicos, situaciones efímeras pero decisivas, estratos de memoria entre lo visible y lo borrado. No son nunca miradas, como no lo es la de Pedro, totales o totalizadoras, se diría incluso que hay cierta repugnancia por esa imagen de unidad (política, estética, unívoca).
Así, la relación con la ciudad parece hacerse en ocasiones desde unas afueras, paradigmático es el caso de Berlín por el que se merodea en torno al campo de concentración y el lago, en dos poemas que parecen dialogar secretamente entre sí, pero también desde el muro, como Roma es vista desde su catacumbas, desde un subsuelo que es también de algún modo fronterizo y marginal.
Y es que con el hombre de la multitud de Edgard Allan Poe supimos que el centro de las ciudades no es más que el escenario de una pesadilla infinita, o como en el caso del Berlín de Pedro un búnquer es el que parece alcanzar ese rango central.
Pero fue Baudelaire el que dejó definida esa experiencia de la vida urbana hecha de la hallazgos efímeros y decisivos, tal vez intrascendentes pero donde espejea cierta eternidad, la indefinible sensación de pérdida en lo continuo de escenas y tiempo, el deseo y sus añicos como un paisaje roto o una calle desordenada como todo cuanto sale al paso de un merodeador (pienso en el emblemático poema a la mujer que pasa). Esa experiencia y esos territorios líricos siguen siendo los de nuestro tiempo, por la razón de que en ellos reside la posibilidad de lo genuinamente humano, acaso la verdad poética que se busca sin darse del todo. Tiene razón Ángel Faretta, en su prólogo, al adscribir a Pedro a una tradición netamente lírica que de algún modo se presenta como el último reducto de la autenticidad.
Digamos que de algún modo esa tradición es la de atender a la dignidad lo frágil, de lo efímero, de lo azaroso, de lo contingente, de lo incompleto y herido. Sólo una ciudad es capaz de dejar ser todas estas cosas en las minúsculas e infinitas escenas que simplemente ocurren ahí afuera, como solo el poema es capaz de recoger su sentido, el reverso de herida y verdad humana que contienen, acaso porque la palabra poética tiene su misma condición “intento preservar el fuego que vibra en lo inacabado”. Creo que los poemas de Pedro arraigan aquí. “Roma es el poema que nace de su escombro” y pienso también en otra ciudad como la de Poeta en Nueva York, donde la medida del mundo no es más que todo el tropel de imágenes poderosas y deslumbrantes tan ciertas como una metáfora, donde nunca deja de apartarse la vista de esa fragilidad de lo vivo y como todo lo vivo, sintiente y anhelante. “Ha llegado la hora de elegir tu bando, es el momento de reclutar a los tuyos: La niña de la mano de su hijo. La prostituta violada. La chica que llama a la gracia sobredosis de pastillas”. Tal vez el poema sea siempre la vida dañada y por ello hay una presencia constante de la muerte, quizá como el ruido del tráfico en el fondo de todas las ciudades, a veces más presente que otras.
Si para algunos simbolistas al otro extremo de la ciudad y de la vida moderna el sueño de destrucción total resultaba una potencia liberadora, en las ciudades y el momento en que Pedro escribe sus poemas es algo ya consumado, y por eso una huella no menos frágil que aquello de lo que testifica, pero también un lugar de resistencia moral. “Siento la vergüenza de las cosas” dice Pedro en ese lugar llamado Topografía del terror.
Y esta presencia de la muerte que suele merodear entre las discontinuidades, en lo que le falta y termina de completar los fragmentos de ciudad o de poema que se recogen como se sugiere en un momento del poema “El grito”. Y quizá de algún modo la presencia de la muerte es para el poeta lo que nutre su declarado amor a las cosas, su fidelidad insobornable, como suponemos fiel a ese “perro de luz” que cruza por “Aquí está el poema”, arrancado a la destrucción. La fidelidad del poeta no es otra que velar en la noche para que las cosas no desaparezcan del todo, cuidar de todo lo mortal.
La fidelidad de Pedro a la palabra se hará patente en seguida, en cada uno de estos poemas hay siempre un destello, una imagen poderosa, una sentencia precisa que nos conmueve, despojado de cualquier arquitectura narrativa, hay en todos una invitación a reconocernos en el destello de su herida que no es distinta de la nuestra. Una suave invitación a adherirnos a la belleza como forma de breve esperanza, en algún caso con una gota de autoironía y en otros con gesto de protesta metafísica.
Como la ciudad, el poema o sólo “a medias como la pintura” que dice Pedro en un libro en que la reflexión sobre la propia creación poética y su sentido es constante, una reflexión necesaria que hace del poema el lugar habitable, a la medida de ese tiempo que ya se hace en nosotros y a la medida de lo que nos pasa, a veces primer plano y a veces abismo. Es quizá por eso el poema el verdadero dios del lugar, el Genuis Loci, el umbral donde se insinúan el instante y la eternidad, el breve recinto en que recomponemos los pedazos de nuestras desolaciones cotidianas y los anhelos perdurables, donde acaso pacta nuestra razón con nuestra bestia y donde la casi inconfesable humanidad del hombre que somos -el de carne y hueso que decía nuestro Unamuno- encuentra no su medida sino su hechura, su horma nunca del todo acabada. “Sólo palabras que son como somos todos ante la muerte, niños libres y eternos, humildes lectores de tortugas y de atlánticos”.
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