Hay libros que se leen con los ojos, y otros que acampan en el alma. "Sueño con las marismas", la sorprendente novela de Juan Clemente Sánchez, pertenece sin duda a esta segunda estirpe. A través de un lenguaje torrencial, desbordante de imágenes, el autor construye una fábula áspera y luminosa, en la que la infancia, el hambre, la memoria y la muerte se entrelazan con la imaginación como única forma de resistencia. La historia se sitúa en el Valle Perdido, un enclave rural asfixiado por la hambruna, la represión y el olvido en plena posguerra española. En ese territorio devastado, los niños juegan entre las chozas, famélicos pero aún capaces de construir castillos en el aire —literalmente— cuando uno de estos, hinchable, les ofrece un insólito vehículo de fuga. Ese castillo vuela con ellos, arrancado por una ventolera inesperada, en una escena cargada de belleza y desamparo, como si los deseos y el hambre fuesen, en sí mismos, motores del prodigio. Antonio Sangremuerta Sánchez y sus amigos —Pedro, José, Javier— son más que personajes: son encarnaciones del deseo de vivir, de la capacidad infantil de trascender la miseria mediante el juego, el sueño y la imaginación. Vuelan porque la tierra es demasiado dura. Huyen porque la realidad no ofrece más que vacío. Pero en ese vuelo hay también esperanza: si se puede volar, se puede resistir. Junto a los niños, destaca el mundo de los adultos que sobreviven como pueden. Raúl Sangremuerta López, padre de Antonio, es sepulturero, conductor, huérfano de consuelo y habitado por los muertos. María de los Ángeles, su cuñada, vive en una especie de trance donde los fantasmas son compañía y la locura, consuelo. Juan Antonio García, tabernero, equilibra el comercio con la compasión, aunque siempre bordeando la clandestinidad moral. Son figuras heridas, pero llenas de ternura, que sostienen con gestos pequeños lo que el régimen ha desmoronado. En el reverso grotesco de este mundo está el Teniente Coronel Bocanegra, caricatura feroz del poder absoluto, mezcla de esperpento y monstruo real. Su voz, omnipresente en la radio, decreta prohibiciones absurdas —“morirse está prohibido”— mientras el hambre hace estragos y el pantano inunda el pueblo. La prosa de Juan Clemente Sánchez es desbordante, barroca, sensorial. Llena de hipérboles, metáforas, imágenes que abruman y conmueven. Este estilo recuerda por momentos a Valle-Inclán, por su visión deformada y crítica de la realidad, y por otros, a Rulfo o García Márquez, por la fusión de lo real con lo fantástico y la profunda compasión por los desheredados. También resuena en su fondo una tradición lírica española que va de Juan Ramón a Lorca, pasando por León Felipe: una lengua que canta desde la herida. Pero Sueño con las marismas no es solo un viaje al pasado. Es, también, una advertencia y una promesa. En un mundo como el nuestro, marcado por guerras, devastaciones, populismos y neofascismos tradicionales o tecnológicos —de Trump a Putin, de Milei a Lepen, de Netanyahu a Alí Hoseiní Jamenei, atravesando Gaza, Afaganistán o Ucrania—, esta novela nos recuerda que los verdaderos castillos en el aire no son ilusiones vanas, sino ejercicios de dignidad. Que incluso desde la precariedad más extrema puede brotar la belleza. Que los niños, los pobres, los vencidos, aún tienen palabras, miradas, gestos capaces de desafiar la barbarie. El arte, como aquí se demuestra, no salva del dolor, pero lo ilumina. Frente al delirio de los poderosos, frente al sinsentido del mundo que se deshace, Sueño con las marismas es una almenara, un faro encendido. Nos recuerda que mientras haya quien narre, quien sueñe, quien juegue, la esperanza no está completamente perdida. Leer esta novela es participar de ese vuelo, aceptar el vértigo y la promesa. Es mirar desde arriba las ruinas del mundo, pero no con resignación, sino con el impulso firme de quien aún cree —como los niños del valle perdido— que es posible imaginar otro destino. Puedes comprar el libro en:
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