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Eduardo Mallea
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Eduardo Mallea

LAS DOS NARRATIVAS ARGENTINAS

jueves 11 de septiembre de 2025, 12:11h
Tiempo hubo en que Eduardo Mallea (1903-1982) ocupó el centro geográfico de la literatura argentina (espacio no del todo envidiable y, con el transcurso de los años, ni siquiera apetecible); hoy, su copiosa obra es poco más que un paradigma de artificio retórico. Pero en 1937 publica uno de sus ensayos más conocidos: Historia de una pasión argentina (Sur, Buenos Aires), en cuyo desarrollo expone una teoría que haría época: postula la existencia de dos Argentinas: la invisible y la visible; la primera está integrada por quienes aman al país sin pedirle nada a cambio, quienes marchan en pos del bien común en una actitud de ofrenda y de servicio; la segunda es aquella que se despliega en un abanico de iniquidades, desde la abierta guaranguería hasta el fraude desembozado.

Huelga aclarar que en tal hipótesis se reconoce a ojos vista la impronta indeleble del maestro Ortega y Gasset. Visitó la Argentina en 1916, 1928 y se quedó en el país entre los años 1939 y 1942; de todo ello –más allá de la zarandeada frase “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas!”, reiterada como si fuese un mantra o poseyera un poder incantatorio-, dimana un texto cardinal intitulado “Intimidades” (incluido en El espectador, VII-VIII; Revista de Occidente, Madrid, tercera edición, 1972, pp. 111 y ss.), que delinea como pocos el “ser argentino” (suponiendo, lo cual ya es suponer, la existencia efectiva del tal) y del que han abrevado numerosos intentos de desciframiento sociológico. Con todo y mutatis mutandis, la escisión que ensayó Mallea tiempo ha (y en cuya urdimbre se pueden advertir más hilos sueltos que abigarrada trama) puede servir de punto de apoyo para esbozar un panorama de la narrativa argentina en la hora presente.

En efecto, y a poco de vislumbrar sus características más salientes, es posible delinear –grosso modo, por cierto; un análisis pormenorizado exigiría un ensayo de dimensiones inquietantes- una división análoga: una narrativa visible y una narrativa invisible (o, al menos, que crece y prospera a la sombra de las bambalinas, lejos del reflector central).

La narrativa visible (visible hasta el relumbrón) está conformada por una serie de escritores (Marcelo Birmajer, Mariana Enríquez, Federico Andahazi…; la lista se puede ampliar o reducir a voluntad de quien la enuncie) cuyo atributo privativo (pero, en modo alguno, único) es la parvedad: su escritura no adolece de estilo, ni siquiera alienta una ligera voluntad de estilo; y la intrascendencia de fondo sobre la que se despliegan sus historias sólo es comparable, precisamente, con la pobreza de estilo. La visibilidad (y correspondiente resonancia) de la tal narrativa sólo se puede inteligir por una suma de factores entre los que se cuentan el feliz connubio de los grandes grupos editoriales con la más crasa medianía literaria, la ausencia de una labor crítica exhaustiva y fundada, la creciente obscenidad de la autopromoción, el ingente número de escritores que escriben pero no leen, la alegre e indiscriminada distribución de superlativos (“¡brillante!”, “¡genial!”, “¡fantástico!”), la masiva difusión de un canto que no abriga ni despierta, entre otras e innúmeras circunstancias que contribuyen a componer eso que se denomina “el aire de la época”, que no es más que la acendrada encarnación de un concepto de Cornelius Castoriadis: el avance de la insignificancia.

En paralelo a ello, es digno de destacar la presencia de una narrativa invisible (o, al menos, invisible para los suplementos culturales y los medios masivos, que no ven más allá del rédito inmediato: topos irrecuperables, pero con poder de decisión) que encuentra su cauce en las editoriales independientes (las cuales ni siquiera pueden pensar en competir con los grandes grupos), que pone el centro en el laborioso y fecundo denuedo del estilo, que teje historias que se sostienen por la gravitación de su trama y que resulta invisible porque le es sistemáticamente negada la exhibición en los escaparates de las grandes librerías, en las portadas de las secciones culturales y en cualesquiera vías de difusión cooptadas por los medios hegemónicos. No parece necesario aclarar que, entre una y otra narrativa, los matices son infinitos, variopintos y contrastantes; valga reiterar que no nos detenemos aquí en los innumerables recodos y meandros, sino que intentamos trazar, a mano alzada y con cierta firmeza de pulso, los lineamientos de dos anchas vías.

Por fortuna, para él y para los lectores, Marcelo Rubio integra, por derecho propio y de ejemplar modo, las filas de la narrativa invisible. Su última novela, titulada Cuatro versos (Omashu, Buenos Aires, 2025, 120 páginas), es prueba palmaria de ello. Como en novelas anteriores, vuelve a cartografiar un pueblo con mano maestra (El Salitre, uno de los enclaves perdidos que pueblan su narrativa), pero esta vez el tono oscila entre el registro del grotesco, el humor inteligente y la fina ironía: baste señalar que un personaje se llama Usnavy porque su padre era proclive a mirar películas americanas de guerra o que el carnicero del pueblo acude a terapia porque las vacas le hablan, le reprochan su crueldad para con ellas y le exigen que abandone el negocio.

El Salitre es un huis clos, una trampa, una celada; un pueblo en el que se entra, pero del cual resulta imposible salir. Respecto a ello, no sería desaconsejable recordar que William Faulkner mensuraba la estatura de un narrador por el nivel de riesgos que estaba dispuesto a arrostrar. Aquí, en el seno de este huis clos, Marcelo Rubio coloca a sus personajes en situaciones que se asimilan a un sin salida; se podría pensar, sin excesivo margen para el desacierto, que un narrador de raza (y Rubio, sin duda, lo es) nunca deja de transitar arenas movedizas, tembladerales, tierra que se abre bajo sus pies; se aleja deliberadamente de la uniformidad de la llanura a fin de hollar terreno minado: en las alturas de la porfía radica la dignidad de sus afanes.

¿Quién es el protagonista de esta historia? Ricardo Luciani (o Abel Indarte: en esta novela, toda identidad es temblorosa y la presunta verdad reconoce la estructura de una ficción) es un hombre al que ni su sombra le pertenece, que reconoce estar siempre “huyendo de mí, para volver al mismo tipo”, y que ha concluido, con entera pertinencia, que “luchar contra el deseo es una batalla perdida”. Y lleva razón Luciani: el deseo es aquello que no conoce invierno ni verano, paréntesis ni tregua; acicatea hasta el agotamiento y cualquier satisfacción le resulta ilusoria o provisional. Al cabo, lo único permanente y constitutivo de la especie humana es la falta.

En el decurso de la novela (y de su colofón) hay alusiones veladas a otras más que ponderables novelas del autor (El Cristo roto, El llovedor). Y párrafo aparte merece, como siempre, el trabajo de estilo de Rubio, que ha sabido encontrar la cadencia de la poesía en la fluencia de la prosa: “El sol era un bostezo de ocres”, “La tormenta sostenía la furia de lo ignorado”, “La lluvia era palabra vieja.”

Marcelo Rubio forma parte preeminente de la narrativa invisible. En cuanto a la otra, es de esperar (de encarecer, de rogar) que sea un fenómeno del momento; como se sabe, lo propio del momento es pasar.

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