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Juan José Saer
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Juan José Saer (Foto: Wikipedia)

DETRÁS DE UN VIDRIO OSCURO

domingo 28 de septiembre de 2025, 21:20h
Gran parte de la producción narrativa de Juan José Saer ha estado bajo la advocación y acicateada por el estímulo de la estética del Nouveau Roman (o “nueva novela”, o “escuela de la mirada”, u “objetivismo”: esta última clasificación, la más discutible e imprecisa de todas), la última y más significativa vanguardia literaria de la post-guerra, que tuvo su origen en Francia, abrevó en el venero de la dramaturgia de Samuel Beckett y se constituyó en una de las tantas respuestas a una de las tantas crisis que cíclicamente sufre eso que, a falta de mejor nombre, se conoce como “realismo” (término no menos impreciso que “objetivismo” y que se tambalea sobre sus endebles cimientos ante una pregunta que no puede dejar de formularse: ¿qué se entiendo por “realidad”?, concepto que, como bien enuncia Vladimir Nabokov en el epílogo de Lolita, sólo puede ser esgrimido cuando está encerrado entre sus correspondientes y necesarias comillas).

Entre las obras y los nombres más insignes que integraron el movimiento, se puede mencionar a Nathalie Sarraute (Tropismos, El planetario, El señor Martereau, Los frutos de oro y autora del ensayo paradigmático del grupo, el que sienta sus bases teóricas y sus filiaciones literarias: La era de la sospecha -publicado por Guadarrama, Madrid, 1967, bajo el título La era del recelo-, donde desarrolla la controvertida teoría de que el verdadero padre del objetivismo es Flaubert en la medida en que el movimiento consuma el sueño flaubertiano de escribir “un libro sobre nada”, hipótesis refutada con furor sagrado por Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua, su insoslayable ensayo en torno a Madame Bovary), Alain Robbe-Grillet (La celosía, Las gomas, En el laberinto y guionista de un filme que hizo época, pero que no trascendió su época: El último verano en Marienbad), Michel Butor (Paisaje de Milán, El empleo del tiempo, La modificación: curiosa y notable novela en la que el narrador se dirige directamente al protagonista exhortándolo, anticipándose a sus acciones y desaconsejándolo a lo largo del texto), Claude Simon ( cuya prosa y cadencia reconocen un parangón contemporáneo con las de Pascal Quignard; Simon es tal vez el escritor más eximio del movimiento, dotado de un arborescente estilo de musicalidad poética en obras como La hierba, La ruta de Flandes, El palacio, Tríptico, La batalla de Farsalia), Claude Ollier (Garantía de orden). Se suele incluir, un tanto apresuradamente, a Marguerite Duras, quien, en rigor, sólo compartió con el resto la casa editorial que publicaba sus obras: Éditions du Seuil.

A diferencia de Balzac, cuyas antológicas descripciones (en especial de mobiliarios, indumentaria, detalles de la vida cotidiana, movilidad social, argucias y artimañas en torno a préstamos prendarios y letras de cambio; basta releer, a este respecto, obras tan significativas, entre otras, como Père Goriot o Ascenso y descenso del perfumista César Birotteau) siempre son operativas a la trama y al personaje, la exasperación descriptiva del Nouveau Roman (y la novela En el laberinto, de Robbe-Grillet, es su ilustración más extrema) es un fin en sí mismo en la medida que postula la imposibilidad como teoría: no se puede escribir más allá de lo que se ve (lo que sustenta la pertinencia de la definición de “escuela de la mirada”), y aun esto es improbable (¿no se puede rastrear en ello una puesta en escritura, si bien sazonada con las especias del exceso, del esse est percipi berkeleyeano?). La reiteración, por lo tanto, es el vehículo privilegiado de transmisión (al estilo del Thomas Bernhard de La calera o, a su modo, el que articula el escritor argentino José Pablo Feinmann en La astucia de la razón, que bien puede ser consideraba como su novela más encomiable) y la acción cristalizada se yergue en el centro de la escena habida cuenta de que la escritura difícilmente pueda traducir a satisfacción la dinámica de un personaje y, mucho menos, la cambiante y multiforme realidad.

Vale la pena recordar que la primera traducción al castellano de la novela Tropismos –fundante para el Nouveau Roman-, de Nathalie Sarraute, la realizó Juan José Saer (Galerna, Buenos Aires, 1968) y que el año anterior ya había traducido la breve pieza “La playa”, de Alain Robbe-Grillet, para la revista literaria Setecientosmonos, de Santa Fe (ameritaría un excursus mucho más amplio que una breve acotación, pero valga recordar que la traducción de La era del recelo se le debe a Gonzalo Torrente Ballester, dato revelador a la luz de la escritura de una novela como La saga/fuga de J.B.). La incidencia del objetivismo, pues, se verifica desde el comienzo de su quehacer literario y sus huellas se pueden percibir, con mayor o menor intensidad, en gran parte de su narrativa.

Saer delineó una bibliografía en la que cada libro es, sin duda, una pieza independiente pero que corresponde a un todo; en ese sentido se puede hablar de obra (en su acepción como conjunto orgánico conformado por la íntima trabazón de sus partes) en la producción saeriana.

Ya desde el primer libro de cuentos, precisamente titulado En la zona (1960), delimita un espacio que ha de serle propio de allí en adelante (Colastiné, un pueblo santafesino a orillas del río Paraná) atendiendo a lo que la crítica argentina Ana Basualdo acuñó con el concepto de “pulsión cartográfica” que alienta en todo narrador: una necesidad de construir, junto con la inscripción de la escritura, su propio e irreductible espacio, llámese este Macondo, Yoknapatawpha, Santa María o Buenos Aires (el Buenos Aires de Borges o el Madrid de Francisco Umbral son tan ficcionales como el Macondo de García Márquez). Y dentro de ese espacio, un elenco de personajes (a la manera de la galería balzaciana) que aparecerán, con dispar importancia y protagonismo, en todos sus libros: Horacio Barco, Carlos Tomatis, Leto, los mellizos Garay, el Matemático, el poeta Washington Noriega (trasunto del poeta entrerriano Juan Laurentino Ortiz, sostenida admiración de Saer), entre otros.

Una obra narrativa rica en connotaciones y de laboriosa (pero feliz) lectura, para acceder a la cual no deja de ser aconsejable comenzar por los cuentos. Entre éstos, “Sombras sobre vidrio esmerilado”, incluido en Unidad de lugar (1966), es, acaso, su mejor pieza breve.

El cuento es un largo monólogo interior de Adelina Flores, en cuyo transcurso la protagonista va puntualizando algunos aspectos de su vida, una mirada retrospectiva y minuciosa cercana al balance que encuentra su punto de partida en una charla que Adelina Flores ha mantenido con Carlos Tomatis en la comida posterior a una mesa redonda donde se ha tratado el tema de la influencia de la literatura en la educación de la adolescencia. Allí, Tomatis, con el estilo desenfadado y a veces brutal que lo caracteriza, le ha dicho: “Usted me cae muy simpática, Adelina. Tiene un par de sonetos por ahí que valen la pena. Perdóneme la franqueza, pero yo soy así. Usted debería fornicar más, Adelina, sabe, romper la camisa de fuerza del soneto -porque las formas heredadas son una especie de virginidad- y empezar con otra cosa. Me juego la cabeza de que usted es capaz de salir adelante.” El centro constitutivo del monólogo de Adelina Flores es una reflexión en torno del cuerpo y del deseo recortado, elidido, pero no por ello menos vivo y lacerante.

En principio, los temas del tiempo y del cuerpo aparecen como dos conceptos que se escapan en el decurso del devenir: uno es sombra y el otro es mutación. El tiempo es tiempo agustiniano: sencillo de pensar, pero imposible de transmitir; es en el cuerpo, en cambio, donde se hallan las señales de un tiempo quevediano, del tiempo “que no vuelve ni tropieza” y que lo único que sabe es pasar arrastrando (minando, erosionando, degradando) tras de sí todo cuanto toca. Al cabo, cuando Hegel define al sujeto como “un ser arrojado a la Historia”, alude a la implacable finitud, un ser arrojado al horizonte de su propia muerte; si bien, siguiendo a Hegel, la idea de la propia muerte es algo que repugna a la conciencia, el sujeto no deja de saber que está tramado en la urdimbre de la finitud. En Autorretrato a los setenta años (Losada, Buenos Aires, 1975, tomo X de la serie Situations) se le pregunta a Sartre si ha cambiado en el transcurso del tiempo, Sartre responde afirmativamente y añade de modo impecable una de las frases de mayor hondura conceptual que alguna vez expresara: “cambié en el interior de una permanencia”. Adelina Flores, como Sartre, como todos, también ha cambiado en el interior de una permanencia: le han debido amputar el seno derecho, sus padres han muerto, envejece de modo irremediable, su escritura se ha transformado, pero lo que permanece y perdura es el deseo, eso que se encarna en la figura que atisba a través de un vidrio esmerilado. Tal vez, y al contrario de aquello que el axioma popular ha establecido y que se repite como una verdad consagrada, la esperanza no es lo último que se pierde; lo último que se pierde es el deseo.

Si el tiempo es sombra inaprensible y el cuerpo es mutación permanente, la poesía es el único registro que puede dar cuenta de ambos conceptos; ni el argumento especulativo ni la razón cartesiana, sólo la poesía. Es en este sentido que se puede hablar con entera propiedad de una “poesía gnoseológica” (así como de una novela gnoseológica: A la busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos, La muerte de Virgilio, La montaña mágica, por remitirse sólo a algunas): aquella poesía que sin resignar un ápice de cuanto le es propio y constitutivo (la metáfora como piedra de toque, por ejemplo) indaga y ahonda en aquello que es el misterio por excelencia: el ser. Por esa razón –en un alarde estilístico de Saer-, el monólogo de Adelina Flores está puntuado por frases, jirones de frases, palabras sueltas, reformuladas y corregidas que, al cabo, terminan por conformar un soneto perfecto que funciona como un inmejorable destilado del cuento que traza una doble vía recíproca y complementaria: el soneto remite al cuento y el cuento se encuentra íntegramente aludido en el soneto que se va construyendo lentamente y a retazos de inspiración y enmiendas (de términos, de medida, de ritmo):

Veo una sombra sobre un vidrio. Veo
algo que amé hecho sombra y proyectado
sobre la transparencia del deseo
como sobre un cristal esmerilado.
En confusión, súbitamente, apenas
vi la explosión de un cuerpo y de su sombra
ahora el silencio teje cantilenas
que duran más que el tiempo y que la sombra.
Ah, si un cuerpo nos diese aunque no dure
cualquier señal oscura de sentido
y que por ese olor reconozcamos
cuál es el sitio de la casa humana
como reconocemos por los ramos
de luz solar la piel de la mañana.
¿Qué ve Adelina a través del vidrio esmerilado?

En la primera epístola de san Pablo a los corintios (I Corintios, XIII, 12), san Pablo afirma: “Ahora vemos como detrás de un vidrio oscuro [otras versiones traducen: “como en espejo”, “como a través de un espejo”; el sentido final no varía: una visión imposible, ciega], mas entonces veremos cara a cara” (cabe señalar que en esta frase se encuentra el origen de los títulos de dos de las películas más representativas de la filmografía bergmaniana: Detrás de un vidrio oscuro -o Como en un espejo- y Cara a cara; la primera de ellas, junto con Luz de invierno y El silencio, parte integrante de lo que bien podría calificarse como “la trilogía teológica” del director sueco).

Adelina Flores, como san Pablo (como todos), ve sombras, perfiles temblorosos y proyecciones de sombras, pero alguna vez vio de modo nítido y es esa nitidez la que va recreando infinitamente en el paisaje de su memoria: Adelina evoca un paseo por el campo junto a su hermana Susana y Leopoldo, su futuro cuñado; ambos se quedan solos y cuando, de modo inopinado, Adelina regresa contempla una escena que va a recomponer (refundir, transformar, reconstituir: no es otra la definición y el alcance de la construcción y reconstrucción de la “escena primaria”) a lo largo de los años: “Vi eso, enorme, sacudiéndose pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo he visto otras veces en caballos, pero no balanceándose en dirección a mí” (el destacado pertenece al original). A quien observa a lo largo de todo el texto, con una mezcla de culpa y delectación, a través del vidrio esmerilado, es a su cuñado Leopoldo cambiándose de ropa luego de bañarse.

No es ocioso que Adelina se interrogue, en reiteradas oportunidades, en torno a su propia identidad, una interrogación que hace vacilar la afirmación que la precede: “Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y seis años y he publicado tres libros: El camino perdido, Luz a lo lejos y La dura oscuridad. (…). Susana (…) sale muy poco y siempre se desorienta en el centro de la ciudad; está con su vestido azul, sus anteojos (siempre creen que Adelina Flores es ella, por los anteojos, y no yo) y sus zapatones negros de grueso taco bajo”. ¿Es ella, pues, o es su hermana? Esta confusión se despliega en, al menos, dos planos: el de la mera exterioridad (como explica Adelina, la gente las confunde porque ambas hermanas usan anteojos) y el de la más profunda interioridad: ahí ya no hay confusión exterior posible, sino yuxtaposición propia e intransferible: Adelina se constituye en el lugar de deseo de su hermana, es Adelina quien está y estuvo siempre enamorada de su cuñado. “Vino a casa por mí la primera vez, pero después se casó con Susana”, señala Adelina en una de las frases más significativas de su monólogo: ese carácter de intercambiabilidad es tan fundante como la escena del paseo por el campo: Leopoldo viene por una, pero se queda con otra, y ambas terminan subsumidas en una indiferenciación que se asemeja a la disolución. La pregunta “¿Soy la poetisa Adelina Flores?” podría traducirse sin mengua como: ¿soy ésta que contempla a través del vidrio esmerilado aquello a lo que no puede acceder? o ¿soy aquélla que debería haber sido, aquélla que funda su derecho en el acceso sin restricciones, o sea: Susana Flores, mi hermana, aquélla que accede a su deseo de Leopoldo?, ¿soy la señalada por eso (que se balanceaba en mi dirección) o soy la que está condenada a ser mero testigo de la escena, a mirar como en un espejo y nunca cara a cara? Es Adelina quien conserva de Leopoldo (como cifra recurrente y reiterada) la imagen de su erección: el eso que ni siquiera se puede nombrar, pero que ha modelado su vida entera: lo innombrable pero, a un mismo tiempo, indeleble, perenne, imborrable.

Por lo tanto, y tal como Adelina Flores terminará escribiendo en su poema, lo único que se recorta claramente sobre la difusa superficie del vidrio esmerilado es la transparencia del deseo, una transparencia que sigue siendo transparencia aunque la erosione la opacidad de la lengua (eso), aunque la mitigue el pudor de nombrar (puesto que el eso es innombrable), aunque la sublime la consolación de la letra y del poema (es en ese espacio donde resuena el consejo de Tomatis: “Usted debería fornicar más, Adelina, sabe, romper la camisa de fuerza del soneto –porque las formas heredadas son una especie de virginidad- y empezar con otra cosa”).

Todo el resto es visible, pero borroso: sombras. Lo único verdaderamente elocuente, lo único que habla instrumentando todas las posibilidades de la gramática del cuerpo, es el deseo, aunque sea un deseo mutilado y reprimido. Adelina recuerda: “Me acompañaron hasta la parada de taxis y Tomatis se inclinó hacia mí antes de cerrar de un golpe la portezuela: ‘La casualidad no existe, Adelina’, me dijo. ‘Usted es la única artífice de sus sonetos y de sus mutilaciones.’ Después se perdió en la niebla, como si no hubiese existido nunca.” El seno mutilado de Adelina, su aceptación de las formas heredadas, una estética que se adivina percudida por la prudencia, son otras tantas formas de mirar a través de un vidrio oscuro, como en espejo, a través del cual el objeto de la contemplación se distorsiona, se difumina, pero no se recorta claramente, tal y como la imagen de Leopoldo se le difumina y se le distorsiona a Adelina, quien de él sólo tiene una sola visión nítida y recortada: el eso que apenas pudo atisbar por una décima de segundo y que le bastó para sublimarlo a lo largo de los años. Es por ello que, a lo largo del texto, lo único que verdaderamente se constituye es el deseo, más allá de su consumación o prolija represión. Todo lo demás, como diría el príncipe de una vez y para siempre, es silencio.

La aparente inmutabilidad que caracteriza a Adelina (ese cambio en el interior de una permanencia del que habla Sartre) se desplaza limpiamente hacia la figura de su padre en el recuerdo (en verdad, no es su padre, sino, precisamente, una instancia que acentúa la inmutabilidad: “una reproducción en piedra de él”) y se quiebra, al fin, con su madre; a la muerte de ésta “me di cuenta de que quería decirme algo. No lo consiguió. (…). Cuando doce años después me cortaron el pecho, yo soñé que arrancaba de mis solapas las manos de mamá (…) y que una de sus manos se llevaba mi pecho (…). Me parece muy justo que mamá odiara la vida. Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de hacerme una advertencia sino de pedirme una refutación.”

La muerte de la madre es un punto de inflexión porque exige una respuesta. “Sombras sobre vidrio esmerilado” es, por una parte, el torrente confesional que reconoce su génesis en las palabras de Carlos Toamtis, pero, por otra parte, es, esencialmente, la refutación de Adelina Flores al odio por la vida que transmitía su madre. Y esa refutación, como no puede ser de otra manera, es de orden libidinal, bajo la órbita del deseo.

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