www.todoliteratura.es

La hondura luminosa de "La mirada rasante", de Eva Molina Saavedra

Bartleby poesía (2024)
lunes 01 de septiembre de 2025, 16:35h
La mirada rasante
La mirada rasante

Existen libros, y éste es uno de ellos, que al abrir sus páginas nos devuelven la sensación de un umbral: no tanto una entrada al mundo ajeno, sino una grieta desde la que percibimos la fisura del propio: “El que niega la intuición/ no imagina lo que esconde el espejo”.

La mirada rasante, de Eva Molina Saavedra, se inscribe en esa genealogía de poemarios que interrogan el sentido de la existencia desde la conciencia de su fragilidad, con una palabra que oscila entre la intimidad confesional y la universalidad de la experiencia. No es casual que uno de sus versos centrales afirme: “Nos inclinan las derrotas, andamos/ con la mirada rasante/ de quien no comprende/ porque su visión se ha fragmentado”. La metáfora del título revela así su clave: vivir es avanzar desde un horizonte bajo, rozando apenas lo real, conscientes de que el conocimiento es siempre parcial, fragmentario e insuficiente.

Con un dominio absoluto del medio expresivo, desplegado en una poesía precisa, ágil y delicada, donde los versos se suceden con un ritmo sorpresivo, sostenido por continuos y valientes encabalgamientos, el poemario se articula en torno a una ética de la lucidez. Como en Camus, el asombro no elimina el absurdo, pero lo transforma en materia de resistencia: “Un minuto es suficiente/ para la revolución interior”, epifanía mínima que nos rescata del naufragio, al igual que en Insumisión, donde la singular imagen de los peces que chocan contra el cristal de la pecera simboliza lo deseado, lo buscado, la libertad imposible, pero también la obstinación por alcanzarla: “La lejanía invita a hacer preguntas…/ Cae la noche y el orbe observa/ cómo, desde hace milenios,/ se planea una fuga”.

La poesía de Eva Molina evita el artificio y el hermetismo estéril; no sigue un trazado lineal, sino que entrecruza horas de lectura, profundización y disección en el conocimiento del otro, configurando el poemario como un conglomerado de voces poéticas que le confieren intensidad y calado. En él resuena lo que Borges llamaba “la modesta verdad de lo inmediato”, una desnudez verbal que se abre a la trascendencia, desde el iniciático Oficio, donde se perfila la palabra como fuerza vital: “la palabra/ se abre paso por instinto,/ golpea, se amansa, vierte su reguero/ y se desnuda para entrar en ti”, hasta la reivindicación de algo esencial para toda concepción poética: la escucha, “Reivindico el respeto a lo real,/ la escucha”, transmutando al poema en espacio de revelación, en tentativa de comunión con un tú —lector o interlocutor íntimo— que recibe la experiencia depurada de lo vivido, donde convergen dolor y memoria: “cada uno pende de su propio flanco/ en busca del sentido del dolor”, mostrando la dimensión ética de la autora: nombrar lo que hiere para resistir la disolución, para permanecer.

El amor, la filiación, el cuerpo y la intimidad emergen como territorios explorados bajo una mirada abisal, despojada de artificios, que se afirma como verdad vital: “La ganancia sería la entrega,/ porque no hay nada turbio/ en el reflejo de la piel,/ y obviar el deseo/ es morir a la vida”, centro de intensidad que nos vincula con lo más radical de nuestra condición humana.

Existe lugar en este hialino poemario para una mirada lírica solidaria, no partidista, sino comprometida, otorgando al conjunto una equilibrada densidad moral, en la línea de una poesía que no abdica de su responsabilidad ante lo real, bajo una precisa tensión entre belleza y desgarro, entre contemplación y denuncia: “Para que no te duela la otra orilla/ habría que arrancarse el corazón,/ ¿o acaso se puede olvidar/ que hay personas durmiendo en la acera?”

La arquitectura del libro refleja una ajustada armonía entre contención formal y audacia temática, rehuyendo de ornamentaciones gratuitas y sustentándose en una economía expresiva que potencia la hondura conceptual, para ofrecernos un texto que intuye el camino hacia lo esencial: “Ambos sabemos que no somos nada,/ pero te veo/ igual que Dante la vio a ella”, fruto de años de labor meticulosa, casi de taxidermista, como señala Paolo Ruffilli: “He aquí mi sueño de escritor: quitar peso, el mayor posible, a mi escritura... Para pronunciar verdaderamente lo sublime, pienso que es preciso salir del calco, de la huella, de un rastro sutil. Por una ley de lo inversamente proporcional: cuanto más bajo es el tono, tanto más alto es el efecto.” Algo que resonaba también en Valle-Inclán: “Los grandes poetas eliminan los vocablos vacíos, las apoyaturas, las partículas inexpresivas y se demoran en las nobles palabras, llenas, plásticas y dilatadas”.

La mirada rasante nos sitúa, así, ante el umbral de una poesía que conjuga lo reflexivo y lo visceral, lo íntimo y lo universal. Eva Molina Saavedra se revela como una voz que, lejos de modismos efímeros, construye una lírica de resistencia y verdad, donde todo lo humano se transmuta en clarividencia y la vulnerabilidad en fuerza. Sus versos nos recuerdan que la poesía —como quería Shelley— no es ornamento, sino “instrumento para rehacer al ser humano”.

En tiempos de incertidumbre, esta escritura se convierte en acto de afirmación: “Y, por encima de todo, la esperanza”, invitación para alcanzar a comprender el sentido profundo de la existencia, siendo, para ello, necesario indagar mucho más allá de la superficie: "Por eso quiero esconder en la mano/ la fuerza de ese gesto que haga fértil/ mi pequeño jardín./ A años luz de vuestra gran mentira,/ pisar la hierba para sentir la savia", caminar junto al mundo, tocarlo, vivirlo en su plenitud, dejando atrás la mirada superficial para conectar con la fuerza vital que late en la savia de contiene todo lo cotidiano.

Puedes comprar el libro en:

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios