En su nuevo libro, “Mágico poder”, sigue, pues, aquella estela lírica que nace del oferente vértigo de la existencia. El milagro del ser y la nada. Son muchos los autores citados que marcan un camino, un rumbo en este poemario que trata de interpretar un sentido de la existencia. Desde Luis Cernuda hasta Chantal Maillard, José Hierro, Ángel González, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado… Todas estas menciones confluyen en el poder mágico de la palabra, “el poder mágico que consuela la vida”, en sentido cernudiano, con su resplandor y oscuridad, y las palabras como voluntad de sentido, según Maillard. Y así dirá Vázquez Medel: “Si tocas la palabra, la palabra te toca”. También emplaza y da sentido, una palabra como un silo que nos conduce por deseos, estigmas o memorias: “Así –dirá- cuando pido la paz y la palabra/ pediremos la paz y la justicia…, y daremos su justa medida a los silencios”.
Celebración de la palabra, vuelo de celebración también de la existencia, como en San Juan de la Cruz, Rilke, Pound, Wordsworth, Juan Ramón Jiménez o nuestro querido Claudio Rodríguez. Vázquez Medel busca en su poemario este vuelo de la celebración vital desde ese canto anclado en la mejor tradición, un canto vitalista, pero paradójicamente nihilista, de naufragios aceptados y de caminos sin equipaje porque volvemos hacia la luz, el vuelo de celebración que enciende la antorcha del corazón, el cielo sereno e imperturbable, suspendido en la nada.
Lo estructura en tres apartados con treinta y siete poemas: “Semillas de esperanza” (5 poemas), “Regreso al origen” (20 poemas) y “A un Dios desconocido” (12 poemas).
“Semillas de esperanza” comienza con un texto en prosa lírica y una cita de Hölderlin sobre la asimilación de dios y hombre cuando este sueña, al tiempo que mendigo cuando reflexiona. Una reveladora imagen que nos adentra en la exaltación de la esperanza tras conducirnos por la bipolaridad de la existencia (luz/oscuridad, dolor/esperanza) y ese grito que tanto nos identifica con Munch. Vázquez Medel quiere regar la esperanza, abonarla; exhortarnos a vivir en plenitud :”La luz de tu acción en este instante se abrirá, como una flor, al infinito”. Es el mensaje optimista que nos conduce por todo el libro. El poeta, con el motivo del viaje, es el caminante “por el camino de nuestra propia vida/ hacia el abismo oscuro que al final nos acoge”, pero no es un abismo inaceptable, muy al contrario, es suscrito con la gnosis del sabio, que sabe que es un “camino de regreso”, hacia la luz, para renovar el corazón, “la plenitud del gozo”.
Como Penélope, teje el “tapiz de la esperanza”, se adentra en la matria de la conciencia, aspira con una palabra serena y solazada, al sentido del mundo, desde la templanza, dándole sentido a lo creado, con una exaltación de la mujer, en el poema “Las justas”: “Esas mujeres, que se ignoran, están salvando el mundo”.
Es una lírica que no ignora ese encuentro con el grito, con el dolor pero que prefiere adentrarse en los recintos del ser con la esperanza y el vuelo de Ícaro.
En la segunda parte, “Regreso al origen” se adentra por aquellas palabras de Eliot: En mi principio se halla mi final y en mi final mi principio: In my beginning is my end… In my end is my beginnig”. Aborda ese origen y también el final de la existencia, ligero de equipaje, en el silencio de la gracia y de la luz, en ese momento en que el instante lo ocupa todo y el amor llena el vacío vital.
Ante nuestra visión apocalíptica del vivir el yo poético muestra la unción de la luz, el alma en su gozo, muy en la línea de San Juan de la Cruz, cuyas palabras resuenan en estos versos: “Tan solo el aire eleva el cuerpo hasta su gloria,/ el alma hasta su gozo:/ cuerpo y alma son uno”. El poeta quiere compartir su plenitud en el gozo, su faro en la noche, su vida plena en el amor con la exaltación de la palabra, en ese recurso de la búsqueda de lo inefable, palabra que sella el destino, palabra que siembra verdad, que crea en su germinación, aunque a veces fenezca sin ser fecundada: “El fruto de tu flor/ fue palabra no dicha”.
Un mundo con tempestades, con barcos a la deriva, extraviados, engullidos por la nada, presos de su absoluto nihilismo, en la oscuridad del vivir, en la singladura del caos, tratando de encontrarnos a nosotros mismos, “te abrazas en silencio/ a ese punto de fuga/ en que refulge/ el Ser”. Hay como un desvanecimiento, una pérdida de sí pero al mismo tiempo una creencia en el amor, en el deseo como sujetos de nuestro encuentro con el ser, con la existencia, con el renacimiento vital: “Dos cuerpos en un lecho/ desnudos en la aurora:/ plenitud de deseos/ que tan solo se cumplen/ cuando el amor se logra”.
En el tercer apartado, “A un dios desconocido”, con citas de Nietzsche sobre ese dios desconocido, que nos adentran, ya sí, por el sentido de la existencia que conecta con la poesía vitalista de la posguerra mundial en su afán de comprender los resortes que nos delimitan en el momento decisivo, en el instante adecuado, en el tiempo oportuno, kairós, ese instante justo en que “Todo ocurrió”. El momento en el que, en la Biblia, Dios actúa, el momento cargado de sentido, de revelación, en ese instante en que vivimos y se puede escuchar la naturaleza en su plenitud, y somos conscientes de su presencia en una especie de cosmovisión consentida, de entrega, de armonía: la presencia del vivir.
El pulso de la lírica de Vázquez Medel parece adentrarse por la lírica siempre humana de Antonio Machado al que cita al referirse a esa tarde que va muriendo pero en la que también se concentra el poeta para declararnos su luz y su infinitud. Es un momento en que el caminante que somos está alcanzando el éxtasis de la elevación y “la luz detiene el tiempo”. Es esta la que lo va sitiando y ya el todo es nada y la nada todo, y Cernuda surge con fortaleza en estos versos: “Dulce sudario/ para la sepultura/ de amor,/ de olvido”.
El poeta es consciente del momento de elevación, del vuelo de celebración, y tras un amoroso lanza,/ y no de esperanza falto,/ volé tan alto tan alto/ que le di a la caza alcance. El alma, asimilada a un halcón, neblí o sacre se lanza en pos de la presa divina en uno de los mejores poemas del libro, Tantra: “En la más ciega oscuridad tus manos/ son alas que a volar incitan” y hacia el final: “Somos energía que abandona/ la mitad inconclusa/ donde el deseo es ansia de infinito/ para ser –un instante-/ la plenitud del gozo”.
Ya hemos sido conducidos por la voz del poeta a ese instante final de gloria, de ascensión, de elevación espiritual en que, quien vuela, se pierde de vista y queda a la par deslumbrado y ciego, fundido en el cosmos, preso de su unidad, en ese mar con resonancias manriqueñas donde se vive la dicha de la unión a oscuras, en el camino de regreso, sin equipaje, hacia la verdadera luz que “viene de arriba” y enciende el corazón, la vibración cordial, el amor como flor invisible.
Un poemario vital, Mágico poder, transparente, luminoso, cimero, con todas las posibles resonancias clásicas en un mundo que nace del grito, la desesperanza y el oprobio.
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