Para el autor, en contra de lo que a menudo se afirma, Azaña y sus aliados no eran moderados deseosos de integrar en la República a todos los españoles, sino intransigentes convencidos de que el nuevo régimen no había de ser tan solo una democracia parlamentaria en la que las diversas fuerzas políticas pudieran alternarse en el poder en el marco de una Constitución nacida del consenso de la amplia mayoría de la nación. Desde su punto de vista, expresado sin ningún disimulo en sus escritos y sus intervenciones públicas, debía dar cauce a una verdadera revolución llamada a hacer realidad por fin lo que no había logrado el fallido Estado liberal decimonónico: arrancar de raíz la nociva influencia de la Iglesia y los militares, desalojar del poder a la oligarquía retardataria que había parasitado la Administración en beneficio propio y modernizar la economía nacional y el espíritu de los españoles.
La suya no era, pues, una revolución social, sino política y cultural, pero en ella no había lugar alguno para los discrepantes. En su opinión, la República solo podían gobernarla las izquierdas, y a los que no militaran en sus filas no les restaba sino someterse o sufrir las consecuencias. La transigencia, el diálogo, el pacto, en fin, no eran posibles, pues cualquier pacto no encarnaba para ellos sino la renuncia culposa, la claudicación inadmisible ante el enemigo al que urgía derrotar a toda costa. Este sectarismo militante y su rechazo sistemático a cualquier transacción con los partidos que, en su opinión, representaban la España caduca que habían venido a destruir impidieron que se alcanzara el mínimo consenso sobre las reglas de juego que todo Estado de derecho necesita para sobrevivir y facilitaron que, cuando los militares rebeldes trataron de derribar por la fuerza la República en julio de 1936, fueran muchos los españoles que miraran con esperanza lo que a todas luces constituía un acto ilegal e ilegítimo.
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