Cuando hablamos de ficción, los móviles del autor son artísticos y, por tanto, difíciles de explicar. En contra de lo que pensaban los ilustrados, el arte no puede, ni debe, someterse a cánones que coarten la libertad del creador; si lo hace, su trabajo corre el riesgo de degenerar: ya no será arte, sino artesanía.
La no ficción, el ensayo, es distinto. Los móviles del autor no son artísticos, sino intelectuales; no pretende crear, sino exponer sus ideas, exteriorizar, compartir si se quiere con los demás, un proceso racional propio. Si, además, se trata de un historiador, las cosas se complican. En contra de la creencia popular, la historia no es mera erudición y menos aún simple curiosidad, ni las obras de historia el pobre fruto de una suerte de onanismo intelectual llamado a satisfacer en exclusiva al autor. La historia es una disciplina eminentemente útil: busca estudiar el pasado para proporcionarnos herramientas con las que comprender mejor el presente y, con ello, hacernos más libres. Erraba, desde luego, Napoleón cuando aseguraba que la historia es un conjunto de mentiras acordadas.
Dicho esto, ¿cuáles fueron las razones que me llevaron a escribir La secta republicana? Creo que solo una, la misma que me mueve siempre y que, creo sinceramente, mueve también a todos los historiadores: desvelar el pasado para iluminar el presente. Solo que, en este caso, yo estaba convencido de que resultaba muy necesario desvelar ese pasado y más aún iluminar el presente ¿Por qué?
Digamos que, en este caso, el pasado se daba por hecho. Existía, digamos, un falso consenso, o más bien un consenso que se hacía pasar por tal, sobre la Segunda República, su naturaleza y la de sus principales protagonistas. En otras palabras, parecía existir una visión canónica sobre este período tan relevante de nuestra historia que excluía cualquier interpretación discordante. La Academia parecía unánime y el Gobierno estaba interesado en que lo pareciera. Las leyes de memoria, así las cosas, venían tan solo a certificar lo evidente: que la Segunda República fue el último de los intentos de hacer triunfar en nuestro país la democracia y, como proclama el Preámbulo de la última de estas leyes, «fue interrumpido por un golpe de Estado y una cruenta guerra» impulsada «por quienes pretendieron alejar a nuestro país de procesos más inclusivos, tolerantes, de igualdad, justicia social y solidaridad».[1]
Pero no es tan sencillo. Desde luego, la Segunda República fue interrumpida por un golpe de Estado y una cruenta guerra, pero sería simplificar mucho las cosas —el diablo está en los detalles, reza el dicho popular— sostener sin más que ahí acaba todo. El golpe fue tan solo el disparador del conflicto, no su causa, sobre la que quedan sin responder preguntas incómodas, pero ineludibles: ¿por qué el golpe de Estado contó con tanto apoyo social?¿Acaso fueron solo los terratenientes, los financieros y los obispos los que apoyaron a los generales rebeldes?¿Qué papel tuvieron en el trágico destino del régimen las políticas concretas de sus gobernantes? Y, en concreto, ¿qué relación hubo entre la ideología de la izquierda que dio forma y gobernó la República entre 1931 y 1936 y, de nuevo, en 1936 y la división de la sociedad española en dos bandos cada vez más dispuestos a abandonar la lucha política para dirimir sus diferencias en el campo de batalla?
Se objetará que estas preguntas han sido respondidas con creces. Desde luego, la versión canónica de la República y la Guerra parece hacerlo. Sus historiadores de cabecera —Preston, Viñas, Casanova, Martín Ramos— arrojan sin rodeos la responsabilidad de cuantos males acaecieron y acaecen a España sobre los hombros de la derecha, trocada así en chivo expiatorio que permite a la izquierda, en sus diversos ropajes, salir indemne de cualquier juicio, e incluso hurtarse a él. La frustración de la Segunda República, nunca fracaso, en el marco teórico que facilita el axioma expuesto, se atribuye a los embates reaccionarios de las derechas, que habrían tratado desde el principio de boicotear las más bien modestas reformas impulsadas por la izquierda y, al no lograrlo por medios políticos, habrían recurrido a la violencia, aun al precio de una nueva y especialmente cruenta guerra civil.[2] Así las cosas, si las izquierdas cometieron errores, no fue nunca por exceso en el alcance o el ritmo de las reformas, sino como resultado de una actitud «en el mejor de los casos incauta y en el peor, irresponsable». La izquierda republicana «aspiraba, en una palabra, a acercar a España a la Europa democrática», pero «estas ambiciones toparon en los años treinta con una derecha montaraz que fue incapaz de asumir tales desafíos», una derecha que, como no podía ser de otro modo, «desde (literalmente) el primer momento recurrió al espadón para intentar cortarlos».[3]
En versiones más matizadas de estos juicios exculpatorios de las izquierdas, se recurre a la improcedencia de calificar sus credenciales democráticas a partir de un concepto anacrónico de democracia formal que solo alcanzó carta de naturaleza después de la Segunda Guerra Mundial, cuando lo que debería hacerse es juzgar a Azaña y sus aliados del Primer Bienio de acuerdo con los parámetros de su época y analizar su programa de gobierno con arreglo a sus políticas efectivas, sin prestar tanta atención a las ideas que las impulsaban. Para estos autores, se olvida a menudo que «...la democracia no se entendió en los años treinta como un procedimiento para resolver conflictos de acceso al poder del Estado a través del otorgamiento a la población de iguales derechos y la imposición de iguales obligaciones, sino […] como una identidad o un sujeto social condensado en el mito del pueblo republicano».[4]
Sin embargo, no es cierto que así fuera. En los años treinta existía ya, en la teoría y en la práctica, ese concepto de democracia cuya aparición en la historia se pretende retrasar a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Resulta evidente, en primer lugar, que así eran y así funcionaban ya las democracias más asentadas, como la norteamericana, la británica o la francesa, y también las más recientes, como la checoslovaca o la alemana de la República de Weimar. En todas ellas, los diversos partidos se turnaban con normalidad en el poder; se abstenían de imponer su programa a través de la Constitución, y se reconocían mutuamente legitimidad para gobernar. Un historiador tan poco sospechoso de simpatías derechistas como Julián Casanova así lo reconoce cuando afirma: «Elecciones con sufragio universal, masculino y femenino, gobiernos representativos ante los parlamentos, y obediencia a las leyes y a la Constitución eran las señas de identidad de los sistemas democráticos que emergían o se consolidaban entonces en los principales países de Europa occidental y central».[5] Y no debe olvidarse tampoco que existían en España en los años treinta personas y partidos que defendían un concepto similar de la democracia: periodistas como Gaziel, el director de La Vanguardia; políticos como Alcalá-Zamora y Lerroux; fuerzas republicanas como el Radical, el Progresista, el Liberal Demócrata o el Conservador.
En otras versiones aún más sutiles, pero asimismo muy comprensivas con la izquierda, si bien se asume que «la República fue sentida y vivida como una revolución […] no como culminación de un proceso de transición a un régimen democrático basado en un generalizado consenso social», se afirma también que «el proyecto de las clases medias republicanas consistía en fundar el nuevo régimen sobre una revolución política que inmediatamente renunciaría a serlo para convertirse en democracia».[6] Se trata de una afirmación gratuita. Primero, porque contradice por completo el tenor de los escritos y las proclamas políticas de los principales líderes de la izquierda republicana en los meses e incluso años anteriores. Y segundo, porque conduce a la necesidad de explicar por qué, entonces, las medidas que adoptaron desde el primer momento fueron tan poco democráticas. No lo era mucho una ley electoral concebida con toda intención, y con portentosa rapidez, para reducir al mínimo la representación de las derechas, incluidas las republicanas. Tampoco una ley de excepción, la Ley de Defensa de la República, que suspendía derechos sin autorización judicial y no fue usada tan solo contra los anarquistas, sino también, y de manera más que profusa, contra la prensa de ideas católicas o conservadoras. No se excedía, precisamente, en calidad democrática una Constitución de nítida sustancia izquierdista que, de forma elocuente, convertía a España en una «República democrática de trabajadores de toda clase» y privaba de los derechos más elementales a buena parte de la ciudadanía. Y tampoco lo hacía, en fin, toda una catarata de normas que constitucionalizaban, y por tanto convertían en intocables para hipotéticos gobiernos futuros de signo contrario, asuntos que distaban mucho de gozar del consenso de todos los partidos, como la reforma agraria, el Estatuto de Autonomía de Cataluña, la escuela única laica o la limitación de los derechos de la Iglesia. Se incurre así en una curiosa aporía de la que se sale, ya con un poco menos de sutileza y escasas explicaciones concretas, apelando a genéricos conflictos estructurales y coyunturales, así como a las consabidas «resistencias de la reacción», que motivaron que un sector de la clase media se desencantara con la República y exigiera una segunda revolución, «más honda, contra el Estado burgués y contra la sociedad capitalista». [7]
No es tan sencillo. No fueron las clases medias las que se radicalizaron, sino los obreros y campesinos, estos sí, desencantados con la República, de la que tanto habían esperado y que, por diversas razones —entre ellas, es cierto, pero no solo, el boicot de los terratenientes a las leyes reformistas— tan poca cosa les había dado. No se trató, asimismo, de que los dirigentes de la izquierda burguesa, antes demócratas y proclives a la transacción y el diálogo, hubieran renunciado a ellos, desengañados, tras intentarlo una y otra vez, por la práctica imposibilidad de lograr por medios democráticos la ansiada modernización del país, bloqueada por la resistencia cerril de las derechas. Tampoco, en fin, puede asumirse que fuera el entusiasmo popular que se desbordó en las calles de toda España el 14 de abril el que impulsara a los dirigentes de la izquierda republicana a ir más allá de sus templadas intenciones iniciales porque «llegaron a creer, por el modo en que se sentían ascendiendo hacia el poder, que representaban a todo el pueblo, que debían su reciente fortuna a que la nación, puesta en pie, se había adueñado de su propia historia».[8]
Estos dirigentes no habían cambiado de opinión. Sus ideas eran las mismas en la primavera de 1931 que unos meses o unos años antes, y no eran democráticas. Su objetivo nunca había sido hacer de España un Estado de derecho, capaz de integrar en su seno a la inmensa mayoría de sus ciudadanos, afirmando el pluralismo político y la alternancia pacífica en el poder. Azaña lo había dicho con claridad el 11 de febrero de 1930, en un acto de celebración del aniversario de la Primera República: «…tendrá que ser una República republicana, pensada por los republicanos, gobernada y dirigida según la voluntad de los republicanos». Su objetivo era, en realidad, completar de una vez por todas la revolución que, desde su punto de vista, los liberales del siglo XIX no habían podido llevar a término como consecuencia de su traicionera claudicación frente a la jerarquía eclesiástica, la oficialidad del Ejército y los terratenientes, que había culminado en el régimen inicuo de la Restauración. La intransigencia, y no la transacción ni el diálogo, era su bandera, pues a la flexibilidad doctrinal y política de sus predecesores atribuían el fracaso del liberalismo patrio y el atraso del país respecto a las demás naciones de Europa occidental.
La izquierda burguesa encaraba, pues, el futuro con el radicalismo y la pertinacia propios de una secta. Sus dirigentes, Azaña en especial, no eran verdaderos demócratas, si por demócratas entendemos, siguiendo a Juan José Linz, a quienes aceptan el derecho a gobernar de los vencedores en un proceso electoral limpio y no exigen de sus rivales un acuerdo sobre políticas sustantivas, sino solo sobre políticas de procedimiento, lo que supone reconocer su legitimidad para rectificar las leyes heredadas de los gobernantes anteriores, pues dicha legitimidad deriva tan solo del respeto a los procedimientos formales de acceso al poder, no a los contenidos, ni a un sistema de valores últimos que se pretenden intangibles y a los que se exige sumisión incondicional. Como escribe el propio Linz, «La democracia, especialmente en sus difíciles primeros años, requiere mecanismos que permitan a la oposición, si está dispuesta a atenerse a la ley, tener una participación significativa en el poder»,[9] y la izquierda republicana no estaba dispuesta a implantar dichos mecanismos, y menos aún a renunciar a su presunto derecho a modelar el régimen a su imagen y semejanza, constitucionalizando sus políticas y negando la legitimidad para cambiarlas por medios legales a quienes no las compartieran. Por desgracia para la propia República, eran republicanos antes que demócratas y esa preferencia los convertía en sectarios. Analizar todo ello y comprender cómo afectó al destino de la República fue lo que me movió a escribir este libro.
NOTAS
[1] Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática.
[2] Preston, P., El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después. Debolsillo, Barcelona, 2013, p. 47.
[3] Viñas, A., La conspiración del general Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada. Crítica, Barcelona, 2012, p. 374.
[4] González Calleja, E. et. al., «Prólogo: La Segunda República, el doloroso aprendizaje de la democracia», en La Segunda República española, Pasado y Presente, Barcelona, 2015, p. 11. En la misma línea, López Villaverde, A. L., La Segunda República (1931-1936). Las claves para la primera democracia española del siglo XX, Sílex, Madrid, 2017, pp. 85 y ss.
[5] Casanova, J., España partida en dos. Breve historia de la Guerra Civil española. Crítica, Barcelona, 2022, p. 7.
[6] Juliá, S., «Orígenes sociales de la democracia en España», en Redero San Román, M., La transición a la democracia en España, Ayer, Madrid, nº 15, p. 177.
[7] Juliá, S., «Orígenes…, op. cit., p. 177.
[8] Juliá, S., «La experiencia del poder: la izquierda republicana, 1931-1933». En Townson, N. (ed.), El Republicanismo en España (1830-1977). Alianza Editorial, Madrid, 1994, pp. 165-192, p. 167.
[9] Linz, J. J., La quiebra de las democracias, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 67.
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