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Pier Paolo Pasolini
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Pier Paolo Pasolini

LA SEGUNDA VIDA DE FRANCO

domingo 09 de noviembre de 2025, 12:11h

Porque es muy evidente que la disfruta, eso no cabe negarlo. Creo que fue Vizcaíno Casas, allá por el 78, nuestro gran año constitucional, el primero que lo vio venir. Me refiero a lo de que a Franco todavía le quedaba mucha cuerda; suficiente para ahorcarnos a todos durante cincuenta años más. Suficiente como para vender muchos libros, cientos de miles de libros, en un país de seres doctrinos, humillados y ofendidos durante decenios infaustos y grises.

Franco carecía del magnetismo histriónico de Mussolini, y por supuesto, también, de ese carisma vesánico de Hitler envuelto en febriles acordes wagnerianos. Era un hombre con hechuras de barrica y voz aflautada. Sabido es que en la academia lo llamaban “Paca la culona”. Y parece que uno de los que le hacían bullying era Queipo de Llano, el borracho despreciable y despiadado que asesinó a Lorca por teléfono, ya saben: “café, mucho café…” Ha contado algún familiar de Queipo que Franco le tenía miedo físico, lo que no parece improbable. Sin embargo, nuestro dictador logró lo que no consiguieron ni el italiano ni el alemán: mantenerse en el poder durante casi cuarenta años. Era un militar competente y bravo, además de tenaz y astuto, y no carecía de inteligencia política y de sentido de la oportunidad; como demostró durante la visita de Eisenhower en el 59; como acreditó al enfrentar ladinamente a tecnócratas del opus y a falangistas, que se daban codazos para tener el honor de cargar con su trono.

Pero, ¿qué hace tan atractivo a Franco para tantos jóvenes de la generación de mi hijo? Si prestamos atención a los estúpidos comentaristas que nadan a crol en nuestra sopa mediática diaria, estos chavales son idiotas, están manipulados, no saben lo malos que fueron aquellos años… Lamento no compartir una visión tan simple de las cosas. Acabamos de conmemorar la muerte de Pasolini. “Saló” es una de las películas más incomprendidas de la historia del cine. Nadie como Pier Paolo, el ateo comunista hechizado por la figura de Cristo, que tejía y destejía su propia muerte en los áridos arrabales de Roma, como una enjuta y viril Penélope, preparando su propia crucifixión entre filosos chaperos, nadie como él ha sabido retratar la integridad de un mal perfectamente sólido. Esto es algo que tiene tanto que ver con la antropología como con la metafísica. Ya he contado alguna vez que según Isaíah Berlin el denominador común de toda la Ilustración consiste en la negación del pecado original; quintaesenciada en la idea rousseauniana de que el hombre es bueno por naturaleza. El mal, en ese caso, sería un mero error vinculado a la socrática ignorancia, a la falta de cultura, a la inmadurez. O tal vez una chapuza, como lo describe Muñoz Molina en cierta novela. Con un poco de ilustración todo se arregla. Qué lejos de mí queda esa forma de pensar. Y qué cerca, en cambio, la de Dostoievski y Shakespeare, creadores de un mundo en llamas en que el mal no es fruto de la ignorancia o del error, sino de la libertad humana. Y ese mal tiene poder suficiente como para cautivar en masa a los jóvenes y arrastrarlos al lado oscuro.

Sin meternos en la impenetrable selva negra de la teología política con Jacob Taubes y Carl Schmitt, basta leer la Epístola a los gálatas para saber cuánto deben las democracias liberales al Nuevo Testamento, lo admitan o no. Ese edificio es el que se está desmoronando. Llevamos decenios dando por sentado que la paz, el amor, la fraternidad humana y la afición a los peces de colores… son valores naturales y universales. Hemos llegado a creer que no habría más guerras, que la longevidad y el confort físico en el mundo racional, hedonista y científico vislumbrado por Huxley eran objetivos universalmente compartidos y consolidados. Pero, ¿y si de pronto llega una generación que prefiere vivir menos pero más intensamente, una generación que piensa, con Nietzsche, que la violencia es inherente a la propia naturaleza y que pretender extirpar la voluntad de poder es una blasfemia contra la vida? Hablo de esos “chicos Z” que ven sobrevivir largos años a padres y abuelos amargados, solitarios y torturados por enfermedades crónicas, sin esperanza, sin fe. Hablo de una generación sin techo que podría preferir la embriaguez del odio, el frenesí de la ira y de la dominación… ese “sentimiento parecido al amor” que describió Borges en Deutsches Requiem.

¿Y cómo apartarlos del mal, entonces? Negar que China es un país próspero, intentar refutar los datos económicos del éxito de los nazis en la Alemania de los años treinta, querer soslayar los logros del castrismo en su primera etapa (en sanidad, en educación) o los de la dictadura de Pinochet en Chile, así como negarse a admitir que Franco y sus tecnócratas consiguieron años de paz y prosperidad para España en los 60, es un gravísimo error. Porque siempre es un error preferir la libertad por sus réditos. La democracia liberal se basa en la idea de dignidad humana heredada de Grecia, de Roma y del cristianismo. A nuestros jóvenes no hay que convencerlos de que el franquismo fue un cúmulo de miserias sin mezcla de bien alguno, lo que hay que decirles es que aunque hubieran sido lustros de abundancia y gloria sin cuento los condenaríamos y aborreceríamos igualmente; porque despreciamos la esclavitud y rechazamos cualquier dictadura. Porque preferimos la ardua libertad. Aunque nos enfrentemos a graves riesgos, entre ellos, el del mal libremente elegido. Eso es lo que hay que explicarles. Lo malo es que la dignidad en la que se basan los principios humanistas y liberales se transmite sobre todo con el ejemplo, si Javier Gomá acierta. Y ahí fracasamos.

En 1967 Fernando Arrabal vino a España y firmó un libro para una admiradora, quien le pidió una dedicatoria “lo más blasfema posible”. Nuestro pánico dramaturgo escribió: “Me cago en Dios y en la patria”. Y luego, con la inocencia de un párvulo juguetón, se vino a la Manga, cerca de Murcia, a pasar el rato con unos amigos en un hotel recién inaugurado. Allí lo detuvo la policía. Eran tiempos de represión y censura, claro. Pasó la noche en la capital del Segura y después lo llevaron a la Dirección General de Seguridad de Madrid, para darle en la cara un buen repaso de buenos modales franquistas. Varios genios universales (Samuel Beckett, entre ellos) tuvieron que presionar a Franco y a sus ministros para lograr su liberación. En marzo de 2004 guié a Arrabal hasta el calabozo en el que había pasado una pavorosa noche de verano. El local es ahora un Burger King. No deberían asombrarse, sepan que las hamburguesas llegaron a España más o menos con la democracia.

Lo que pasó aquella tarde lo cuento en un libro titulado “Tras el oro de la vanguardia” que de momento no voy a publicar, aunque tenga dónde hacerlo. No descarto ofrecer en esta revista algún fragmento, a modo de primicia, para estrenar el año, si me autoriza el director. En esa obra inédita –que seguirá así de momento- hablo de arte, de libertad, de transgresión… de vanguardia. Y –¡qué le vamos a hacer!- de Franco. También de Franco, quien goza en esas páginas de no poco protagonismo. Así que ya ven… al final me temo que contribuiré a prolongarle la vida al Generalísimo.

Pero la añoranza de los cirujanos de hierro no es un fenómeno exclusivo de nuestro país, sino más bien global. En todo el mundo se constata una deriva autoritaria. La democracia liberal agoniza, incluso en Estados Unidos, el país que derrotó a los totalitarismos el siglo pasado. El culto a la fuerza está en auge, tanto como la libertad y la dignidad en declive. Si en los USA de Trump la libertad de expresión ha sido puesta en jaque por el ególatra y anaranjado reyezuelo, aquí es un gobierno de izquierdas el que pretendía imponernos una ley de censura –cuya aprobación parece ahora bastante dudosa- en nombre del progreso y de la lucha contra la violencia vicaria. Desde aquí oigo la risa de Franco en Mingorrubio. El totalitarismo vuelve a tener dos caras. El machismo cínico y desvergonzado, el negacionismo climático, el irracionalismo y la bravuconería de los patriotas es perfectamente simétrico a la necedad sectaria de los woke. La mejor expresión de nuestro fracaso generacional es oír gritar “¡Viva Franco!” a chavales que no descubrirán nunca esa novela en la que generaciones de occidentales leyeron: “por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida”. Ustedes saben a qué novela me refiero.

Bandera franquista en una manifestación de Madrid
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Bandera franquista en una manifestación de Madrid
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