La protagonista, Sofía, ve cómo su vida aparentemente segura se desmorona y, a partir de ese quiebre, emprende un recorrido hacia el interior de sí misma. Entre pérdidas, silencios y momentos de revelación, aprende que la verdadera fuerza reside en la aceptación de su propia luz y sombra, y que el amor y la plenitud comienzan cuando uno se conecta con su verdad.
Escribir, para Cris, ha sido un proceso de escucha y honestidad consigo misma. Cada página de El despertar de Sofía refleja esa autenticidad, convirtiendo la novela en una guía para quienes atraviesan cambios, buscan reconciliarse con su historia y desean encontrar un camino propio hacia la libertad y la serenidad interior.
Cuando empezó a escribir El despertar de Sofía no había una intención consciente. Fue un impulso puro. En los últimos años había sentido la necesidad de expresarse desde el arte: primero a través de la pintura, y después ordenando antiguos escritos que llevaba guardando mucho tiempo. Al hacerlo, descubrió que la escritura se abría paso sola, casi como si le estuviera dictando lo que aún no había dicho en voz alta. No hubo un “porqué” racional. Hubo un “para qué”: poner luz y orden a un caos emocional que había cargado durante años. “Escribir fue mi manera de escucharme y de transformar esa experiencia en algo que pudiera tener sentido, no solo para mí, sino también para quien lo lea”.
¿En qué momento supiste que lo que estabas escribiendo ya no eran apuntes personales, sino literatura que tenía que ser compartida?
Me di cuenta de que ya no eran simples apuntes personales cuando empecé a sentir una expansión interna difícil de describir. Había una intuición muy nítida: esas palabras no eran solo para mí. Aunque en ese momento no tenía una intención clara de publicar, sí percibía que lo que estaba escribiendo tenía voz propia y necesitaba ser compartido. Mientras avanzaba, aparecían muchas emociones que tenía que ordenar: primero las mías, al volver a mirar mi propia historia, y después las que surgían ante la posibilidad real de publicar. Aun así, ya no funciono desde el impulso. Dejo que las ideas reposen hasta que llega la certeza. Y en este caso, llegó: entendí que este libro no quería quedarse en un documento en mi ordenador, sino encontrar a quien pudiera resonarle.
Tu novela trabaja mucho con el silencio y con la pausa. ¿Cómo se escribe algo tan intangible sin que se vuelva abstracto o inaccesible para el lector?
El silencio y la pausa son lugares difíciles de traducir a palabras, pero en mi caso no los abordé desde una técnica literaria, sino desde la honestidad. Yo no soy escritora profesional y quizá precisamente por eso pude permitirme escribir sin filtros, sin pretender nada, solo escuchando lo que se abría en mí. Cuando uno escribe desde un lugar auténtico, lo intangible encuentra forma. En mi proceso, el silencio no era un concepto abstracto: era una vivencia. Era el espacio donde por fin podía verme, donde las emociones se asentaban y donde se hacía comprensible lo que durante años había sido ruido interno. Desde ahí, las palabras aparecían limpias, sencillas y accesibles. Creo que esa sinceridad es la que evita que la novela se vuelva inaccesible. No buscaba construir metáforas complicadas; buscaba transmitir claridad, luz y orden interior. Y cuando escribes desde un lugar genuino y amoroso, la escritura se vuelve cercana. El lector no entra en un silencio teórico, sino en un silencio vivido, humano, y eso lo hace comprensible.
¿Hubo alguna escena o capítulo que te costara especialmente escribir por lo que implicaba emocionalmente? ¿Qué hiciste para atravesarlo?
La parte que más me costó escribir fue la relacionada con mi matrimonio y las dos rupturas. No tanto por el dolor personal, sino por la responsabilidad de transmitirlo desde un lugar profundamente respetuoso hacia el padre de mis hijos. Mi intención nunca fue crear una narrativa de “buenos y malos”. Quería mostrar mi experiencia tal y como la viví: el impacto emocional, el proceso de atravesarlo y, sobre todo, cómo con el tiempo pude ver que ese camino también traía algo valioso para mi crecimiento. Para mí era importante que mis hijos, al leerlo, entendieran que su padre no fue una figura negativa ni dañina. Éramos dos personas que no sabíamos cómo manejar nuestras heridas ni cómo acompañarnos en ellas. Eso es muy distinto. Es un relato de humanidad, no de culpabilidad. Para atravesar esa parte, tuve que ser muy honesta conmigo misma y escribir desde una visión donde no existen vencedores ni vencidos. En una ruptura ambos pierden algo y ambos ganan algo. Es desde esa mirada amplia —más compasiva, más adulta— que pude escribir esas escenas sin caer en el juicio, sino en la comprensión.
En tu trabajo como terapeuta escuchas historias ajenas. ¿Cómo evitaste que esas voces se mezclaran con la de Sofía o contaminaran tu propio relato?
En mi trabajo como terapeuta, escucho muchas historias, pero no desde la identificación, sino desde la resonancia. Mis propias experiencias de dolor y de transformación me permiten empatizar profundamente, pero también me han enseñado a no confundir mi proceso con el del otro. Ese equilibrio es fundamental. Esas voces nunca han contaminado la de Sofía; al contrario, me han ayudado a comprender mejor la complejidad humana. Mi responsabilidad en terapia es no proyectar mis emociones ni mis vivencias, sino utilizarlas únicamente como puente para conectar y acompañar. Ese ha sido mi gran aprendizaje a lo largo de los años. La clave está en la honestidad —con quien tengo delante y conmigo misma— y en la humildad. He recorrido mucho camino personal y profesional, y en los últimos años mi manera de acompañar ha cambiado profundamente: trabajo desde la aceptación, desde permitir que las cosas sean sin lucha. Ese enfoque está tan integrado en mí que, al escribir, me fue natural mantener mi propia voz sin dejar que otras historias se mezclaran con la de Sofía. Cada una tiene su espacio, y sé distinguirlos con claridad.
¿Qué lugar ocupan los lectores en tu proceso creativo? ¿Piensas en ellos mientras escribes o prefieres que aparezcan al final, cuando el libro ya está cerrado?
Este es mi primer libro, así que no puedo hablar desde una trayectoria larga, pero sí desde la honestidad del proceso. Mientras lo escribía, los lectores no formaron parte de mi mirada. No lo hice pensando en publicar; escribí para poner orden a lo que me habitaba. Eso me dio mucha libertad y evitó que intentara agradar o adaptarme a nadie. Fue al terminarlo cuando comprendí que podía acompañar a muchas personas. En esa etapa de revisión sí pensé en el lector: pulí expresiones demasiado técnicas, suavicé términos muy propios del ámbito terapéutico y busqué un lenguaje más accesible, más humano y más universal. Incluso ahora, con el libro ya publicado, sigo sintiendo algo muy claro: lo leerá quien lo necesite. He soltado la presión de que tenga éxito o no. Porque, al final, un libro encuentra su lugar por resonancia, no por expectativas. Y yo ya hice mi parte con la mayor honestidad posible.
Tu novela invita a leer más lento. ¿Crees que la dinámica actual de la industria editorial deja espacio para ese tipo de lectura pausada?
Es verdad que El despertar de Sofía invita a una lectura más lenta, más consciente. No es un libro para devorar, sino para dejar que cale. Aun así, creo que hoy conviven todo tipo de lectores y todo tipo de ritmos. De hecho, una lectora me compartió que lo leyó en veinticuatro horas y después lo usaba casi como una guía personal: lo abría al azar y siempre encontraba un mensaje útil para su propio proceso. Eso me confirmó que cada persona crea su propio modo de leerlo. En cuanto a la industria, yo sí creo que hay espacio para la pausa. Quizá no sea lo que domine el mercado, pero cuando algo nos interesa de verdad, encontramos el momento. No se trata de tener tiempo, sino de darle tiempo a lo que nos hace bien. Y, cuando un libro te habla, el tiempo aparece solo.
¿Cómo te relacionas con la crítica literaria? ¿Te interesa, te inquieta o prefieres mantener cierta distancia?
La crítica literaria no me inquieta y la valoro. Sé que aporta una mirada profesional que puede enriquecer mucho un libro y también a quien lo escribe. Yo no me considero una escritora en el sentido técnico del término, pero eso no significa que no me interese lo que alguien del ámbito literario pueda ver en mi obra. De hecho, me encantaría que El despertar de Sofía llegara a manos de críticos, porque sería una oportunidad para seguir aprendiendo. He escrito desde el corazón y desde mi propio proceso de integración personal, y lo demás procuro soltarlo. Si en algún momento llega una crítica, ya sea buena o no tan buena, la recibiré con humildad. Todo forma parte del camino. Para mí lo verdaderamente importante es que el libro encuentre a quienes les pueda servir, y si además genera reflexión o diálogo en el ámbito literario, sería un regalo.
Si tuvieras que elegir una sensación física —no una idea— que defina la novela, ¿cuál sería?
Si tuviera que elegir una sensación física que defina la novela, sería una mezcla de calma y expansión en el pecho. Cada vez que releo el libro para corregir detalles, siento una paz que se instala en el cuerpo, una plenitud cálida que recorre el torso y una gratitud profunda que casi se siente como un suspiro largo. Es la sensación física de haber atravesado un proceso intenso y, aun así, llegar a un lugar más amplio por dentro. Escribir este libro fue terapéutico, pero releerlo me recuerda una y otra vez cuánto he crecido y cuánto he sanado. Esa es mi experiencia corporal, pero imagino que cada lector tendrá la suya, y todas son válidas. Ya he recibido comentarios muy distintos entre sí. Una lectora me dijo que tuvo que detenerse en varios pasajes porque sentía mi dolor como si fuera propio; necesitaba respirar antes de continuar. Y eso, para mí, es valioso: que no deje indiferente, que toque algo, que despierte alguna forma de sensibilidad o de presencia. Al final, un libro también es un cuerpo emocional, y cada persona lo habita desde un lugar distinto.
¿Cuál ha sido el aprendizaje más inesperado que te dejó el proceso de publicar tu primer libro? No como escritora, sino como persona.
El aprendizaje más inesperado ha sido descubrir que estoy en un momento de mi vida en el que ya no funciono desde la expectativa. Confío profundamente en que lo que llegue será bueno para mí y, si algo no lo es tanto, sé que tengo herramientas para sostenerlo y transformarlo. Publicar mi primer libro ha reforzado esa sensación de confianza. El proceso no fue sencillo. Al publicarlo en Amazon tuve que afrontar momentos de frustración, sobre todo con la parte técnica, que es mucho más compleja de lo que imaginaba. Y aun así, ahí es donde más claramente vi mi evolución: en lugar de pelearme con lo que ocurría, simplemente lo atravesé. Solté el control y el resultado. Al final, este camino me ha confirmado algo muy simple pero muy profundo: el lugar interno en el que creía estar es realmente el lugar en el que estoy. Y eso ha sido un regalo inesperado.
Cuando terminaste la novela, ¿hubo algo de lo que te desprendiste —una idea, un miedo, una expectativa— que sientas que te permitió avanzar hacia otro tipo de escritura?
Cuando terminé El despertar de Sofía sentí que algo en mí se había colocado en un lugar nuevo. El libro tuvo un significado mucho más profundo del que jamás habría imaginado. Al cerrarlo, me desprendí de la idea —y también del miedo— de que tenía que seguir escribiendo desde el mismo lugar emocional. Comprendí que esa historia era única y que no necesitaba repetirla. Y creo sinceramente que no volveré a escribir un libro como este, aunque nunca se sabe dónde puede llevarte la vida. Lo que sí siento ahora es una transición hacia otra forma de escritura. Puede que algún día vuelva a inspirarme en la historia de un personaje, pero en este momento no está en mi horizonte. Ahora mismo estoy centrada en un libro teórico sobre el proceso personal: cómo entramos en él, qué lo activa, cuáles son las trampas que nos ponemos, las resistencias, las pequeñas victorias y las frustraciones inevitables. Y al final de cada capítulo incluyo ejercicios para integrar lo que explico, casi como un acompañamiento guiado. Ese cambio solo fue posible porque, al terminar El despertar de Sofía, solté la expectativa de seguir escribiendo desde la herida. Me abrí a escribir desde otro lugar: más claro, más consciente, más orientado a compartir herramientas. Fue un desprendimiento necesario para avanzar.
¿Cómo cambió tu relación con la escritura después de terminar esta novela? ¿La sigues viendo como un instrumento de sanación o ahora ocupa otro lugar?
Al terminar El despertar de Sofía entré en una especie de euforia creativa y me lancé directamente a escribir el segundo libro del que hablaba antes. Pero pronto me di cuenta de algo importante: estaba empezando a darle a la escritura un poder que podía jugarme en contra, porque ahí sí aparecieron las expectativas. No escribía desde el mismo lugar que el primero; no venía de una necesidad interna, sino de una especie de impulso por repetir la experiencia. Entonces decidí parar. Me pregunté desde dónde estaba escribiendo y para qué. Dejé reposar el proyecto unas semanas y, al hacerlo, pude volver a un espacio más sereno. Ahora lo he retomado con otra mirada, más parecida a la que tenía cuando escribí El despertar de Sofía: una escritura honesta, sin exigencia y sin prisas. Mi relación con la escritura ha cambiado, pero la esencia sigue siendo la misma. Para mí sigue siendo un instrumento de sanación, una vía para entenderme, ordenarme y compartir lo que he aprendido. Al fin y al cabo, es también a lo que me dedico: acompañar procesos. Y la escritura es una extensión natural de esa sabiduría y de ese propósito.
Si pudieras conversar con la Cris que empezó a escribir estas primeras notas, ¿qué le dirías sobre lo que vendría después?
Todo lo que ha ocurrido ha sido casi surrealista. Si alguien me hubiera dicho hace un año que iba a publicar un libro, habría respondido que era imposible. Lo viví como un proceso íntimo, personal, algo que nunca imaginé que saldría al mundo. Si pudiera conversar con la Cris que empezó a escribir esas primeras notas, le diría que respirara hondo y que se permitiera sentir gratitud desde el primer día. Le diría que confiara en que ese impulso inicial la llevaría mucho más lejos de lo que podía ver entonces, y que no necesitaba entenderlo todo para avanzar. Que disfrutara del camino sin pensar en finales ni en resultados, porque lo verdaderamente importante ya estaba hecho desde el momento en que se atrevió a mirarse hacia dentro. También le diría que soltara la idea de control, que no intentara prever hacia dónde la llevaría el proceso. Que lo viviera con la calma de quien sabe que cada palabra escrita es un acto de sanación. Todo lo demás —publicarlo, compartirlo, tocar a otras personas— sería un regalo inesperado, una consecuencia hermosa de algo que nació para acompañarla a ella primero. Y, sobre todo, le diría que se sintiera orgullosa. Porque lo que venía después no era solo un libro, era una parte de su vida colocándose en su sitio.
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