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Cristina Flantains homenajea con su segundo poemario a “Los cantos de Maldoror” de Isidore Ducasse

sábado 31 de agosto de 2019, 08:33h
La quilma del sembrador (y la clemencia de Maldoror)
La quilma del sembrador (y la clemencia de Maldoror)

La lectura de algunos poemarios, además de comunicarnos el mensaje que quiere transmitirnos su autor, nos brinda referencias culturales que, en caso de tener que escribir una reseña sobre lo leído, no solo dan para mucho y facilitan dicha tarea, sino nos recuerdan o nos descubren autores, obras, épocas que merece la pena descubrir o recordar. Este es el caso de "La quilma del sembrador (y la clemencia de Maldoror)", de la poeta leonesa Cristina Flantains, quien publica su segundo poemario en la colección Eria de poesía de Héctor Escobar (Eolas Ediciones).

Maldoror es el personaje de Los cantos de Maldoror (Isidore Ducasse, 1869), referencia intertextual directa, un arcángel del mal que enfrenta su ira a Dios y los seres humanos. Más conocido por el sobrenombre de Conde de Lautréamont, el libro de Ducasse lleva a su protagonista al extremo, al precipicio de su romántico culto a un mal que lo empuja a cometer asesinatos y toda clase de perversión y sadismo.

Esta referencia cultural no será la única que pueda entrever en los poemas el lector más avezado: Unamuno, Pizarnik, Chéjov, entre otros, parecen aflorar en ciertos momentos revelando los pilares que han conformado las lecturas fundamentales de esta autora.

Una cita de Antonio Machado al principio del poemario atribuye la inspiración del ser humano, y por tanto, el origen de la poesía, a un golpe de lira del “sembrador de estrellas”: concepción teísta del arte. En esa misma cita, Machado define la poesía como «unas pocas palabras verdaderas», confiriendo a ese soplo de génesis divinal una no menos sagrada condición de verdad. De este aserto podríamos concluir —si lo tomamos como apunte propedéutico— que bajo la obligada impostura y ficción que implica un dictado ajeno hallaremos una importante carga de verdad.

¿Qué puede haber en el costal de un sembrador —personaje de resonancias bíblico-machadianas—, sino semillas? La figura del sembrador es válida tanto en sentido literal (agricultor), como en sentido figurado (Dios), para asumir la personalidad del hablante lírico de La quilma del sembrador: alguien dador y protector de la vida: «Surgió entonces El Verbo en la carne ceñido / sucio de humores, como quien sale victorioso / de mil batallas, engarzado en una promesa, / amasijo de carne, sudor y lágrimas». Esta vocación demiúrgica parece constituirse como la antítesis de su homólogo ducassiano. Ya el subtítulo del libro nos previene acerca de esta conversión moral o suspensión de la actitud ofensiva: «y la clemencia de Maldoror». Este estadio nuevo de “clemencia” es propicio para la florescencia de experiencias, pensamientos y emociones: y es precisamente de todo ello de lo que se compone este libro.

La necesidad de amar, incluso a algo idealizado: dios, semidiós o arcángel; concentra en la voz del hablante lírico un poder de invocación capaz de convocar el mundo visible e invisible en sus palabras para tratar de —mediante su expresión— aplacar esa hambre: «Ábrase la puerta de / este corazón sin rumbo, / pues amar no es camino ni mapa ni guía. / Ábrase al abismo dulce / del infierno de tu pecho, / pues cuanto acontece solo yo soy, solo yo».

La verdadera quilma del sembrador es esa dicción de la vida en sus diferentes ámbitos de percepción. El alimento lector se presenta como una condensación vital, no exenta de digresiones, dudas y contrariedades, diseminada en una sutil y cronológica secuencia temporal.

Si al capítulo primero podemos adjudicar el tiempo pasado, algo deducible del empleo de los tiempos verbales o el ejercicio memorístico, podemos hacer lo propio con el presente y su adscripción al segundo apartado. Sin embargo, la tercera parte sería la menos rotunda, aquella que transparenta en menor medida ese escenario no ocurrido que nos espera y sucede a todo lo anterior. Es por eso que esa gradación temporal no es indiscutible y responde más a una percepción subjetiva que a algo demostrable.

Si en la obra homónima de Ducasse, su último canto era una pequeña novela (narrativa), también la prosa, como referencia directa al antihéroe de Los cantos, protagoniza en la obra de Flantains los comienzos de los tres capítulos, incluyendo diálogos de sus personajes. El paralelismo que se trasluce por el contraste de ambas obras sirve como analogía de una vida, una conciencia atravesada por la violencia y sus estragos.

Si Ducasse enfoca en su obra lo grotesco en primer plano como una ruptura del pensamiento y tradición de la época que supondría el origen del surrealismo, Flantains encuadra claroscuros equivalentes, pero en el fondo; intuimos siempre en sus versos una violencia latente que pervive en la zona reservada a la profundidad de campo.

Este poemario reafirma la voz poética de Cristina Flantains como poeta de proyección y la decanta como autora existencialista, y en considerable grado, culturalista: «No me cuentes tu vida de cilicios / de cómo vagaste por el Moriah / tramando la muerte, el dolor, la ruina entera». Las referencias al “Génesis” de la Biblia son constantes. Incluso, la autora traza paralelismos entre el amor a Dios y el amor a un ser humano que en algunos momentos se entrecruzan, algo que humaniza o sacraliza el texto, como al contrario, según el orden del elemento antecedente: «Tengo a mi Dios recogido en el cajón de la mesilla de noche».

El primer poema del libro, titulado “Prólogo”, y no accidentalmente, anticipa que la autora va a verter en sus versos —como un líquido— su savia interior, una ofrenda que aunará la inevitable ficción con sustratos biográficos. En el poema, la secuencia formada por «llena, colma, rebosa y luego se derrama» es muy gráfica en cuanto al paulatino proceso interior que experimentará el hablante lírico, y por extensión, el lector. A su vez, encontramos las palabras `sangre´ y `bebe´ en clara alusión a las crónicas vampíricas del famoso conde.

Conforme vamos llegando al final del poemario los poemas aglutinan mayor desenfado y visceralidad. El hablante lírico, no solo pretende amar a alguien grotesco, sino también aspira a transformarlo con su amor, desea domar ese ímpetu salvaje mediante el amor como única arma: «No hay conciencia en el espectáculo del dolor, / ni corazón, aún de bestia, que resista su contemplación».

Así, la luz se convierte en un elemento poemático de importancia capital. Tanto sus connotaciones, denotaciones físicas y figurativas la convierten en el símbolo y la metáfora central de todo el poemario: «Echada al azar me espera / en la hora nona con alguna veta de luz»; «Fue la luz, ¿verdad que sí? / Estamos aquí por eso».

A un arbitrario —en ocasiones— uso de la coma, debemos añadir el uso onomástico de la letra mayúscula, un recurso que descubre proposiciones apelativas que van dirigidas a un apóstrofe majestuoso: el dios amado de un femenino hablante lírico que implora ser querido: « […] méntaTe por bocas distintas, pláceme; / que el miedo que ahuyenta / me salve de esta tozudez tan necesaria. / Te veo y no Te veo».

Del lírico romanticismo del principio del poemario vamos pasando gradualmente a un pesimismo y desencanto comprensibles si tenemos en cuenta la empresa del actor protagonista: « ¡Dónde crees que estabas aquel día, / aquella tarde hecha de niño muerto! / De puro solo muerto, sin Dios, ¡muerto! / te lo digo yo: en la vida vacía».

Emesis incontenible, La quilma del sembrador supone un resplandor poético nacido entre la certidumbre y la duda, fervorosa oración, ruego de amor de reverberación épica inscrito en un lapso de templanza: «Quepo entera en tu mano abierta / y del abrigo de su calor yo me alimento / por él vivo, por él respiro, por él acontezco».

El último poema del libro lleva por título “Epílogo”, y hace las funciones como tal. Vida, camino y sueños son los tres elementos que componen su subtítulo y a cada uno de ellos —y en el mismo orden— están dedicadas sus tres estrofas. Esta correspondencia entre título, actores y estrofas, ya empleada en otros poemas, sirve de pertinente y esperanzador cierre a una magna súplica de amor que se corona —y conforma— con los laureles de la fe.

Para estar escrito en verso libre y sin rima, la poeta incurre en tal vez demasiadas asonancias, algunas de ellas producidas por la deliberada aliteración de escogidos vocablos. Este aspecto fónico favorece la aparición de una estructura prosódica ecoica que evoca a la lírica clásica.

El tono desnudo e íntimo de un diario, el talante dialogístico de una interpelación, lo confesional de una revelación; muchos son los cristales a través de los cuales Cristina Flantains proyecta su haz iridiscente. Su versatilidad formal, su sensibilidad, no hacen más que anticipar futuras obras interesantes para la que es ya una bibliografía a tener en cuenta.

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Cristina Flantains
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