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"La batalla campal en la Edad Media", de Carlos J. Rodríguez Casillas

Editorial La Ergástula
martes 25 de agosto de 2020, 17:00h
La batalla campal en la Edad Media
La batalla campal en la Edad Media
Por desgracia, en las pinturas de alguna cueva prehistórica, se muta lo pictográfico representativo de la naturaleza que rodeaba a aquellos seres humanos, y se comienzan a representar escenas estilizadas en las que unos hombres, con lo que remeda afiladas lanzas o similares, atacan y matan a otros de sus semejantes; detrás de todo ello se encuentra el hecho de conquistar territorios o poder sobre los que les rodean, o defender lo que es de uno, o un manifiesto estatuto de preeminencia.
Ya tenemos, pues, la lucha sin cuartel o batalla campal, que en el Medioevo es patognomónico a la esencia de todos aquellos seres humanos que pueblan la Europa del momento. La música culta ha adornado todos estos comportamientos humanos tan lamentables, desde Adam de la Hallé, Guillaume Dufay, Joan Cabanilles, Guillaume de Machaut, hasta Josquin Desprez, Bernart de Ventadorn, Jauffré Rudel, Guiraut Riquier, etc. Además en la pintura, en los grabados y en sus Crónicas del Medioevo. De todo este entramado trata esta estupenda obra de la editorial madrileña, dentro de la colección monográfica medieval titulada Sine Qua Non, dirigida por el profesor medievalista De Ayala Martínez.

Rigor y calidad son los principios por los que se rige esta colección. Según G. Duby, una batalla campal equivalía a una especie de ordalía o Juicio de Dios, en el que se pretendía decidir sobre la inocencia o culpabilidad de un ser humano. Los cronistas, contemporáneos del hecho bélico-histórico a relatar, tratarán de perpetuar la memoria del momento en el que los monarcas levantaban sus mesnadas frente a frente. En el libro de Las Partidas del rey Alfonso X el Sabio de León y de Castilla se define el significado de una batalla, regulando jurídicamente cualquier aspecto relacionado con la vida política, el ejercicio de la justicia o la actividad militar en los reynos de León y de Castilla. Se puede, por consiguiente, definir, grosso modo, a la batalla campal como el enfrentamiento superlativo entre dos grandes fuerzas militares con los reyes personalmente en el campo de batalla.

Para el autor la batalla campal medieval es un hecho de armas difuso y poliédrico, imposible de definir per se inclusive a través de sus propios documentos. Dentro de la historiografía bélica hispana se incide, continuamente, en la batalla de Las Navas de Tolosa, que, como todo lo que se refiere a los logros castellanos, es enaltecida hasta el infinito; pero se olvida la mayor y más estrepitosa derrota del Islam hispánico, y que fue la batalla de Simancas, en la que el monarca más eximio del siglo X europeo, Ramiro II el Grande de León, el invicto magnus basileus, aplastó al ejército omnipotente del khalifa andalusí Abd Al-Rahman III Al-Nasir, hasta tal punto fue así que se llegó en la repoblación reconquistatoria hasta la actual Talavera de la Reina. Se cita la inexplicable derrota de los castellanos en Alarcos (1195), mandados por el rey Alfonso VIII el Chico, quien no tuvo la paciencia para esperar la llegada de la magnífica caballería pesada leonesa de su primo Alfonso IX de León, y fue aplastado. Como tenían un conocimiento riguroso de lo que podía ocurrir en esas batallas, los monarcas cristianos medievales trataban de evitarlas.

Ricardo Corazón de León o Guillermo el Conquistador o Fernando III el Santo de León y de Castilla, son ejemplo de lo que antecede; y en el caso concreto de este último, nunca lideró una batalla, a pesar de conquistar, a partir del año 1230, ciudades andalusíes como Jaén, Córdoba y Sevilla. Grandes caudillos del Medioevo, como Guillermo el Mariscal, Geraldo Sempavor, Alonso de Monroy, Pedro Ansúrez o Mercadier eran muy poco entusiastas de estos enfrentamientos, a vida o a muerte, sin paliativos de ningún tipo. Una de las razones para la celebración de este tipo de batallas estriba, en la Alta Edad Media, por la carencia parcial de campamentos defensores del territorio.

Otras dos batallas que se citan son las de Llantada (1068) y de Golpejera (1072), entre los reyes Alfonso VI de León y su hermano Sancho II de León y de Castilla; en la segunda las malas artes de Ruy Díaz de Vivar torcieron la ética del rey Sancho II, y transformaron una derrota ya aceptada frente a León, en una más que discutible victoria. La batalla de Aljubarrota, en el atardecer del 14 de agosto de 1385, entre las tropas portuguesas de Juan I de Portugal y Juan I de León y de Castilla, conllevó una derrota del Trastámara español; pero la conflictividad endémica entre ambos soberanos se trasladó a la frontera; ante este estado de cosas, los Grandes Maestres leoneses y castellanos de las Órdenes Militares de Santiago y de Alcántara decidieron desafiar al Condestable portugués Nuno de Álvares de Pereira a combate singular; el relato es narrado detalladamente por el cronista Fernando Lopes: “Vedes amigos como é certo o que vos eu dezia estes días, que o Mestre meu senhor e meu amigo nao vos havia assim de lexar paissar por esta terra que nao pozesse a batalha. Ora ha mister que nos façamos prestes pera ellas”. La pesadilla de los almorávides deberá ser frenada en la batalla de Sagrajas o Zalaca, y el rey Alfonso VI de León será estrepitosamente derrotado, el 23 de octubre de 1086. En Tours (732) Carlos Martel, mayordomo de palacio de los reyes merovingios, frenó la cabalgada de los sarracenos, asentados ya en Narbona.

En el capítulo dedicado a los combatientes y el armamento, se llega a la convicción de lo heterogéneo y no permanente del hecho. El estudio del enemigo a derrotar era muy concienzudo. Adueñarse del terreno era la representación simbólica del triunfo. Este libro es un auténtico acontecimiento exhaustivo en la historiografía de la batalla campal medieval, y lo recomiendo de forma cristalina. Roma locuta, causa finita!

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