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Marcello Mastroianni
Marcello Mastroianni

LOS LECTORES INFELICES

viernes 15 de enero de 2021, 03:00h

Vengo colaborando en Todo Literatura con una serie de artículos sobre el mundo editorial y sus contornos. Dado el nombre de la revista, supongo que esto no requiere mayor explicación; si es que el sentido común -que era en tiempos de Descartes la cosa mejor repartida del mundo, y no los virus y la nieve como sucede estos días- nos asiste a mí y a mis conspicuos lectores.

El mundo feliz
El mundo feliz

En la presente entrega voy a referirme a un caso concreto que ilustra a la perfección, me parece, algunas de las tesis y sugerencias planteadas en mis artículos anteriores. Pero ante todo, improvisemos dos nombres cualesquiera: Arturo e Inés, por ejemplo, si les parecen bien. Funcionarán aquí como nombres supuestos; aunque en realidad se trata de personas reales -vecinos míos, de hecho- a quienes me referiré con estos heterónimos para no herir susceptibilidades. Podría usar sus auténticos natalicios, claro está, ya que la probabilidad de que lleguen a leer estas líneas es comparable a la de morir por una vacunación desafortunada; pero no juguemos con fuego cuando no sea necesario, que al azar –ya se sabe- lo carga el amigo Pedro Botero.

Debo decir, para dar una idea del contexto social en el que nos situamos, que resido con mi familia en un pueblo felizmente engastado en la preciosa y exuberante huerta murciana, apenas a un kilómetro y medio de la capital; lo cual lo convierte prácticamente en un barrio. Se trata de un entorno residencial y popular de clase media, con una nutrida población de inmigrantes de las más variopintas procedencias. Tenemos casi de todo: chinos, africanos provenientes del norte y del sur de las arenas del ardiente Sahara, rusos y ucranianos, sudamericanos e ingleses… Hasta algún pakistaní con su vistoso turbante puedes encontrarte en la sección de yogures del Mercadona. Lo digo con gusto. Estas cosas antes sólo se veían en Londres.

Pero vamos al asunto. Conocimos a Arturo y a Inés hace unos años, cuando gracias a nuestro churumbel empezamos a relacionarnos con otros papás y mamás de nuestra zona. Por mor de la atención que me han dispensado los medios de comunicación, y en particular los diarios locales, sucede que la mayoría de mis vecinos me conocen como escritor y algunos incluso se han interesado por mi producción. Eso es lo que sucedió con Arturo. Este hombre, empleado fabril, es un lector asiduo, en particular de novela histórica. Me interrogó sobre lo que yo escribía, y entonces se me ocurrió sugerirle que buscara alguna reseña de las muchas que hay sobre mis libros; pero para mi consternación esta indicación casi pareció ofenderle: “No, no… yo no necesito nada de eso…” Así que no insistí, y me limité a ofrecerle algunas explicaciones someras sobre mi narrativa, las cuales lo estimularon lo suficiente como para declarar que no tardaría en hacerse con alguna de mis obras. Arturo e Inés son padres de un niño adoptado que se llama Alejandro, algunos años menor que nuestro hijo, y en determinada época dejamos de coincidir con ellos.

El caso de Arturo no es en absoluto excepcional en nuestros tiempos. Hubo una época, no tan lejana, en que la comunidad lectora se nutría casi exclusivamente de las clases medias y altas. Fueron estos estratos pudientes de la sociedad los que pusieron viento en las velas de la vanguardia revolucionaria y dieron pábulo a toda clase de intelectuales y artistas audaces -con frecuencia de extrema izquierda-, extendiendo una resistente y elástica red de billetes bajo el trapecio en el que estos poetas realizaban sus espectaculares saltos mortales. La fiesta duró hasta finales del siglo XX, más o menos, cuando esas clases altas se aburrieron finalmente del espectáculo intelectual. A los hijos y nietos de aquellos lectores expedicionarios, arriesgados, dejó de interesarles la cultura; tal vez por puro hastío. La cuestión es que cambiaron la lectura de lúcidas novelas existencialistas, la asistencia a desafiantes obras de teatro del absurdo y los cineclubes gafapastiles con tertulia dominical por los deportes extremos, los gangbangs en Ibiza y los viajes al Himalaya. Sin embargo, a partir de los años 60 el número de lectores no ha parado de aumentar. ¿Dónde está el truco? Muy simple: estimuladas por continuas campañas gubernamentales, las capas populares se convirtieron en un momento dado en entusiastas masas lectoras. Por lo tanto, el perfil del lector típico cambió radicalmente. A diferencia de los ricos burgueses de antaño, asediados por preocupaciones metafísicas, los nuevos bibliófilos populares ya no esperaban de sus libros ningún tipo de iluminación, sino puro y duro entretenimiento. Si acaso adobado con algún ingrediente o noticia cultural, como es el caso de la novela histórica de calidad.

Si ustedes ven “La notte”, de Antonioni, encontrarán representado en el personaje que incorpora el gran Mastroianni a uno de aquellos escritores atormentados, ensalzados por la crítica del siglo XX, quienes eventualmente desempeñaban el papel de mascotas, o incluso de bufones, en las fiestas de los grandes industriales italianos.

Pero los empoderados hombres masa de hoy no necesitan reseñas para buscar sus lecturas. Arturo, en concreto, prefiere las novelas de mi paisana Matilde Asensi, y sospecho que si llegó a leer alguna de las mías no se habrá hecho socio numerario de mi cofradía; lo que me parece perfectamente respetable, qué duda cabe. El único problema que detecto en todo ello es que la dinámica aquí brevemente expuesta ha dado lugar a la industria editorial tal como hoy la conocemos, plenamente integrada en el vano sector del ocio; lo que no la convierte exactamente en un acicate para la inteligencia. Claro que tal vez la inteligencia no conduce a parte alguna, y esta tácita sospecha (¡derivada de la propia literatura anterior!) ha sido asumida por todas las clases sociales, con independencia de su nivel de ingresos. El efecto estupefaciente de la estupidez no es nada desdeñable. Lo malo es que esas masas populares, incluso sin calentarse la cabeza con problemas existenciales, sufren las consecuencias nocivas de la existencia, tales como la soledad, la alienación y la inevitable mortalidad. Es decir: son infelices. Y como no leen buenos diagnósticos de su infelicidad terminan por rascarse donde no les pica: en la política. Y se convierten en pasto de populismos. Para entender esto mejor, les remito al brillante ensayo El mundo feliz”, de Luisgé Martín, sustentado en una premisa discutible (la del nihilismo) pero que a partir de ella despliega, con meridiana claridad y gran fuerza persuasiva, una tesis tan valiente como perturbadora.

Hace poco supe que Arturo e Inés se habían separado, lo que a mi mujer y a mí no nos extrañó lo más mínimo. Ella es una bulímica depresiva que se ha deslizado irrefrenablemente hacia la vigorexia. Nos la encontramos precisamente en Mercadona, con sus mallas, sus calentadores musculares y sus deportivos Air Max, y nos dijo que ahora, cuando no le toca hacerse cargo de Alejandro –lo que evidentemente le produce notable incomodidad y fastidio-, se dedica al deporte intensivo. Ha contratado a un entrenador personal. En cuanto a Arturo, coincidí con él no hace mucho en el parque que hay delante de casa. Está severamente deprimido, el pobre hombre, y ha dejado por completo de leer; pero como es un padre dedicado y amoroso no deja de ocuparse de su hijo Alejandro y de entregarle la mayor parte de su tiempo libre. Me dio pena, sinceramente. Me dan pena los tres. Los dos mayores son niños, y el menor es como un adulto prematuro con ojos de cachorro abandonado. Nada de esto debería extrañarnos, ya que, como sostiene Luisgé, la vida es en realidad muy triste. Y lo peor es que ninguna cantidad de entretenimiento es suficiente para disfrazar tan incómoda verdad. Sin embargo, deseo con todas mis fuerzas que el año que empieza desmienta tan lóbrega afirmación en el día a día de todos y cada uno de mis lectores.

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Luisgé García
Luisgé García (Foto: Archivo)
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