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DESDE EL SIMBOLISMO DE BAUDELAIRE Y EL SURREALISMO AL DISCURSO AMOROSO Y HUMANISTA

LA LÍRICA DE “ESCALA DE ENSUEÑO” DE ALBERT TORÉS
sábado 08 de julio de 2023, 07:06h
Escala de ensueño
Escala de ensueño
Desde que tuve oportunidad de conocer a Albert Torés allá por la segunda década de los años 80, en torno a 1987 o 1988, han sido muchas horas de trabajo (inicialmente en la revista Canente que dirigía junto a José Gaitán, sin duda un referente de la literatura en Málaga desde esos años) y muchas lecturas de sus obras. También Albert Torés ha dedicado un gran número de estudios a mi obra completa y reseñas de mis libros.

Ha sido y es una amistad que no solo se inserta en lo ideológico sino también en las vivencias del día a día y en el compromiso con la palabra y los afectos. Después llegaron muchos proyectos importantes como el llevado a cabo por el Grupo Málaga allá a mediados de los 90 en Diario Málaga, cuyo suplemento “Papel Literario”, de doce páginas, pasó a ser, junto con “Cuadernos del Sur” de Diario Córdoba, el más importante y extenso durante años. Poco tiempo más tarde, hace una decena de ello, llegó la creación de la Asociación Internacional Humanismo Solidario, de la que formamos parte como socios-fundadores junto a José Sarria, Manuel Gahete, Remedios Sánchez, Paco Huelva y José Antonio Santano. A lo que hay que añadir la extensa labor en la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios y en la Asociación Colegial de Escritores de España (sección de Andalucía).

Por tanto, no voy a descubrir nada nuevo ahora, pero sí poner en antecedentes al lector. En cierto modo, junto a Litoral, la revista Canente, sobre todo en la segunda época, fue la más importante de las que se hacía en Málaga y una de las más importantes referencias en el país, en la que el editor era el catedrático y poeta, siempre digno de elogios y parabienes, José Lara Garrido.

Albert Torés tiene una importante producción poética desde aquellos años y su última obra Escala de ensueño (Editorial Cabaret Voltaire, La Habana, 2022) confirma que estamos ante uno de los importantes poetas andaluces.

Es un libro que nace en un lenguaje irremisiblemente baudelairiano, con la exaltación del vino como símbolo vital, tan presente en la eucaristía como sangre, muy presente en los poemarios iniciales, que dan título al libro en su apartado primero, y va subrogándose por los vericuetos del surrealismo, un movimiento del que ha sido adepto Torés a lo largo de su vida, hasta llegar a una poesía amorosa profunda, confidencial, directa, sublime (también muy presente en toda su trayectoria literaria) con el entusiasmo humanista de muchos de sus versos donde la ética y el compromiso más feroz está presente, pero con la conciencia de que todo finalmente acaba en la nada. De hecho en el poema “Final” el poeta se desdobla para decir: “Será que ya su calavera gime/ y pide la voz que otro hombre usa,/ lejos de él también, muy lejos (…)// Y es que yo soy siempre el último/ en saberlo todo, y al ver así el zapato,/ al ver así la puerta y ver también así el camino,/ pienso en Albert y lloro, me echo/ la mano al pecho a ver si vive todavía”.

En este recorrido vital de ciento cuarenta y tres páginas, “sic vita transit” (que ya figura en el colofón), Torés crea un cuerpo literario de enorme riqueza estética, vital y profundamente ética.

Si el vino y la sangre como símbolos nacen en el poemario con la fuerza de la estructura humanizando los constructos creadores, los efectos enumerativos de su recorrido en la existencia son altamente gratos y asociados también a un estremecimiento subterráneo o a un amanecer posible donde la luz se alcanza. Así en el poema “Escala de ensueño” –que da título al libro, desde esa representación fantástica del que duerme- el vino no ya solo “es tormenta de placeres”, “toro” o “paraíso”… (todo un conjunto de enumeraciones metafóricas expresivas) sino también “infierno luminoso” que nos lleva a Baudelaire y sus Flores del mal, donde también el poeta francés (no olvidemos que Torés nació en París y es profesor de Francés) lo asocia a la alegría. Dice Baudelaire: “En ti yo caeré, vegetal ambrosía,/ grano precioso arrojado por el eterno sembrador,/ para que de nuestro amor nazca la poesía/ que brotará hacia Dios cual una rara flor!”.

En su recorrido estructural, Escala de ensueño se organiza en varios apartados muy definidos: “Escala de ensueño”, “Objeto de arpa”, “El clima alerta”, “El enemigo y los pájaros”, “Tierra sin secreto”, “Región de la ceniza” y “Registro e inventario”. Títulos que van forjando el sic vita transit donde el amor a la vida, el amor a los seres queridos y el compromiso vital son tres banderas que ondean soberanas en una lírica profundamente existencial, humanista y solidaria.

Como en el poema de Dámaso Alonso, en “La importancia de llamarse Albert” se define como “buen nombre para un río” con símbolos como la rosa de tan larga trayectoria en el simbolismo por su fugacidad y con la humildad de lo perecedero. Y no es solo el yo poético el que se nos presenta desde el inicio sino también los otros en esa humanidad primera: “abrazarse, y ser hombres, por fin, en algo”. Es un tú, un vosotros que se reitera en su compromiso y su mirada, a través de la música: “Y vosotros que desafiáis el rugir del vino/ y su aliento húmedo.// Basta detenerse y oír: Un arpa suena”.

El día a día va despertándonos a esta realidad sublime que es observada con piedad pero con un aire ciertamente melancólico y pesimista: “En su cráneo muerto han reventado las estrellas”, dirá al contemplar el cadáver de la paloma. Todo ello con un lenguaje impasiblemente directo y confidencial donde la vida cae como “una vieja/ sombra sobre mi espalda” y donde se percata del deterioro del paso tiempo en el yo poético: “Yo ya no tengo la boca que tenía”. Un recorrido por el cuerpo que es observado también en su manos, “con una mitad de luz/ tan carcelaria”, pero también con el surrealismo sublime del encuentro con ese ladrón que roba el fuego como si de un nuevo Prometeo se tratara, que tanto tiene que ver con el ensueño del título, pero también con ese ensueño “lleno de cansancio”, ese ensueño que nos desvela donde los desdoblamientos se asientan con frecuencia, y la muerte presente en la sangre que jadea, “su luz ensombrecida, ese aire muerto,/ como una llama extinta, detenido”.

En ese recorrido sucumben las estaciones, la tierra en sombra, la lluvia de enero, “el cielo de manzanas”… los referentes de la cotidianidad que permiten adentrarnos en el yo y velar con su mundo dolorido, acaso con el frígido paisaje finlandés y la nieve forjando el recorrido vital.

Y es el amor quien se apodera del verso en “El enemigo y los pájaros” a medida que desde ese sueño de las fuentes nos vamos precipitando en el sueño de la locura y surge “ella”, volando, “temblor de pájaro”, en el sueño que se precipita como una fantasía y la sensualidad de los besos y el desdoblamiento de ese yo: “Cuando yo voy, amor mío,/ cuando yo voy para besarte,/ de muy lejos me llega/ el saber de cosas que quise antes”. Sus labios anclados en la naturaleza del paisaje, pero también en el reconocimiento del ser amado, “sus pechos de rumor puro y salado”. Una lírica que exalta la vida y sucumbe al placer del cuerpo: “Para amarme la hicieron, para que yo la amara,/ para que hasta mi pecho llegaran las huellas de otras manos/ y el fruto de otros besos”.

Si amor, vida y muerte (las tres palabras claves en el vocabulario simbólico de Hernández) están presentes de consuno, en “Tierra sin secreto”, con una cita del siempre comprometido León Felipe, llega el momento para un profundo compromiso vital a través de versos que llegan con la fortaleza y el ritmo en la creación simbólica de un Miguel Hernández cuando dice: “Como hombres mirando/ la ruina arrinconada de sus miembros/ y viudas acariciándose los labios solos,/ como niños que buscan los pechos vacíos/ de la madre, que parecen jazmines/ de sangre al pie de los escombros”. Su lírica entonces, directa, clara, sincera se conduce por la cartografía de la pérdida y el dolor (“Y ver cada muerte con su muerto,/ a cada mujer con el amor sobre su vientre”) y el recuerdo de los fallecidos, la sombra negra de un fin de amos “con nombres de mártires gloriosos”. Es una voz entonces compungida, plagada de lamentos que no ignora la muerte, que quiere “estar presente, despierto entre los míos”. Una geografía humana donde la tierra aspira el dolor y sucumbe a sus golpes en un largo gemido cuando mira esa simbólica “paloma maltratada”.

Poco a poco la elegía se va apoderando del poemario, a través de “Región de la ceniza”, que despliega su canto mortuorio. Son poemas funerales cargados de dolor y pesimismo que despliegan su fúnebre presencia a través de símbolos precisos, como esa flor que nace en el cementerio o las gotas de agua detenida y la primavera “en que una flor de nocturno/ perfume nos acosa y nos redime,/ dándonos su dolor perecedero”. Toda una elegía a la pérdida del “todo”, tanto muerto en las colmenas-cementerios, con puertas siempre abiertas a la muerte. Una poesía directa, dolorida, en la que el dolor asume su espacio y se apodera del ser: “Alrededor de mí, ferozmente acompañada,/ la muerte busca darse a mi esqueleto”. Una muerte que necesita apoderarse de la poca existencia yacente mientras ocupa todos los espacios posibles levantando su poder sobre lo creado. Pero al mismo tiempo, si esta muerte que nos acompaña amplifica su poder y “acude y lleva/ una bandera que los hombres no comprenden”, el ser se retuerce en su existencia, persiste en su fuego indiciario, en el magnífico poema “Himno total”, en el que nos amplifica el foco de lo humano, el crecimiento del ser “erecto”, “hombre entre la cicuta”, “hombre entre las minas”, “hombre entre las campanas”… Es el ser que ha decidido vibrar en medio de este estremecimiento, en medio de los ríos, y humanizarse profundamente pisando el duro líquido, no atándose “a la vida con ceniza” sino con el “sexo jugoso”; es el eterno y sublime contrapunto la exaltación del ser a la espera de esa muerte, la exaltación de la conquista del placer en la tierra que arde: “Y si ella sabe el poderío/ que guardan sus piernas cuando ya nada/ sino tiempo, hombre de tierra y cuero y llama/ como la harina trata de arder/ en su cuerpo, y crecer, y quedarse finalmente”. Es el triunfo de la vida, del hombre que lucha, que ama, que cree (“Sabed que los hombres se van haciendo de ver/ cómo late la vida”) y sabe que el hombre es solo eso, un hombre como todos, como el único hombre que persiste una y otra vez en su sueño, aunque la muerte aceche, aunque la muerte se viva ajena. Esa muerte que lo tiñe todo, esa muerte que no descansa, esa “ácida semilla/ que extiende en la sangres de los hombres”. Pero el hombre sigue ahí, persiste caminando, “dotado de músculos y formas firmes”, a pesar del vacío, a pesar de la lucha con el sentido último del mundo que vela por sus conquistas, un hombre “camina hacia la cumbre de su sueño”, como un Prometeo que “arroja su corazón al fuego”. Es un himno sin dudas lleno de alabanzas ante el trasiego que nos conduce a la nada, que nos lleva hacia un final de prolongada ceniza, mientras la calavera gime.

Se trata de un poemario hondamente existencial, profundo, con un sentido del mundo que palpita en la lucidez de lo creado y se enfrenta a él con la coherencia de lo vivido, de lo amado, de lo “sido”.

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