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José Ortega y Gasset
José Ortega y Gasset

La perennidad de Ortega y Gasset (y la Argentina de Javier Milei)

domingo 31 de diciembre de 2023, 21:20h
¿Qué promueve la perennidad de un filósofo, de una obra, de un sistema de ideas? En primer lugar, sin duda, que atraviese con gallardía el impiadoso paso del tiempo, que periclita todo aquello que alguna vez fue novedoso. Pero también, y sobre todo, su innata y aparentemente fluida capacidad para anticiparse al tiempo por venir.

No se pretenda desprender de ello que al intelectual o al escritor se le deban exigir las dotes de la profecía, de las que el anciano Tiresias usaba y abusaba, pero resulta imposible ignorar, aun en el curso de una rápida y desaprensiva lectura, que hay innumerables pasajes del Quijote que parecen escritos anteayer, o que la prosa encantatoria de Proust revela en el lector sentimientos que el propio lector desconocía poseer. Es este un infrecuente rasgo, reservado sólo para muy pocos, y que bien se podría denominar la “omnisapiencia de los grandes autores” (un tanto más demostrada, por lo menos hasta ahora, que la de Dios o la de la Naturaleza). Un singularísimo atributo que, acaso, se corresponda a grandes rasgos con el inconsciente lacaniano: un saber que no sabe que sabe, pero que desemboca en una diamantina clarividencia.

Fernando Savater atinó en la diana, como tantas otras veces, al definir al maestro José Ortega y Gasset: un filósofo que, aun estando en desacuerdo con algunos de sus postulados, incita a pensar. Y se podría enunciar inequívocamente junto con Heidegger: “(…)… ser y pensar (…) son lo mismo en tanto que correspondientes entre sí” (el énfasis corresponde al original). O expuesto de otro modo: lo propio del ser es el pensar, es aquello que lo distingue y lo define. Tal, por tanto, el más alto elogio que Savater tributa a Ortega y Gasset: estimula a pensar.

Bien es cierto que en el curso de una obra tan dilatada –y que abreva en veneros tan diversos como la prensa escrita, las conferencias, los prólogos y los ensayos stricto sensu- las desigualdades, los altibajos y las variables impresionan como acuñaciones irregularmente troqueladas que se dispensan, con todo, por una genuina abundancia de monedas de curso legal. Ni en el ánimo del orteguiano más exaltado se podría soslayar que cuando el filósofo legisla en torno a materias literarias (Meditaciones del Quijote, Espíritu de la letra, entre otros), tales dictámenes distan de ser los más felices de su labor especulativa. Pero aun en esos casos, el natural impulso de refutación compele al lector al fecundo ejercicio del pensamiento.

Mas a despecho de disensos y discrepancias, en sus libros mayores (o más relevantes) Ortega ha llevado a cabo la notable proeza de diseccionar el pasado y aventurarse con paso firme en el resbaladizo suelo del porvenir a partir de una lúcida premisa que reiteró en varios pasajes de su obra: la ciencia histórica halla su razón de ser y, por tanto, su posibilidad de existir en la medida en que le resulta viable (y hasta, se diría, obligatoria y constitutiva) la profecía, con lo cual la célebre definición de Schlegel adquiere su sentido pleno: el historiador es un profeta del revés. El historiador, pues, encarna a Jano en toda la línea: con un ojo contempla el pasado y con el otro especula sobre el porvenir; no en vano, la deidad romana es el dios de los comienzos y de los finales. Pero si la hipótesis de Ortega se hubiese reducido a tal, no pasaría de ser una plausible muestra de ingenio apta para la cita culta o el calembour frívolo y social; no más que eso. Por el contrario, encuentra su mayor y más noble grado de demostración en uno de sus libros más conocidos (y, se podría conjeturar con franco optimismo, más leídos).

La rebelión de las masas se publicó en 1929 (las citas del presente trabajo remiten a su trigésima edición, Revista de Occidente, Madrid, 1956), ocho años después de que se diera a conocer Psicología de las masas y análisis del yo, de Sigmund Freud; en ambos textos se ponen de resalto convergencias y desacuerdos, pero resulta evidente que ambos responden a esa vibración imperceptible pero manifiesta que se suele denominar “aire de época”.

El tema sustantivo del ensayo de Ortega es “el advenimiento de las masas al pleno poderío social” (p.49). Masa es, dejando de lado y desde el comienzo cualquier intención de orden aristocratizante, el hombre medio: aquel que colma cines y estadios, cafés y hoteles, plazas y recreos; en tanto que resulta indiscutible que toda sociedad –desde la polis ateniense hasta los conglomerados urbanos- siempre ha terminado por ser “una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas” (p. 52), y teniendo en cuenta un fenómeno de movilidad elemental: el pasaje de sus integrantes de uno a otro factor es más habitual de lo que se quisiera suponer. De hecho, como señala Ortega, “dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica” (p. 55); un ida y vuelta en el seno de una misma interioridad que tiene más de una arista de semejanza con el corsi e ricorsi del filósofo Giambattista Vico.

Pero donde Ortega se aventura en el futuro es a partir del capítulo VIII de su libro. Luego de definir la barbarie –definición que poca relación guarda con el concepto sarmientino- como “ausencia de normas y de posible apelación” (p. 120), agrega que tal estado de cosas ha dado “un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón” (p. 121, el énfasis corresponde al original). Y señala Ortega: “Por eso, lo ‘nuevo’ es (…) ‘acabar con las discusiones’, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura, que es una convivencia bajo normas, y se retrocede a una convivencia bárbara. Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea” (p. 122). Si la civilización es el reiterado intento, como discurre Ortega, de relegar la fuerza al lugar de la ultima ratio, en cambio y ahora “la ‘acción directa’ consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Charta magna de la barbarie” (p. 123). Aquellos que adhieren con gusto no exento de entusiasmo a esta inquietante Charta magna odian, como es previsible, al disidente; o dicho en palabras de Ortega, esa masa (mayor o menor en número, tanto da) “odia a muerte lo que no es ella” (p. 125).

La rebelión de las masas, conviene reiterarlo, se escribió hace noventa y cinco años. Leído en la hora presente, pareciera que el autor pintara con fidelísima perspectiva el paisaje tanto de la Argentina como de otros países que han elegido, con soberana y sorprendente voluntad, ser gobernados por regímenes de extrema derecha, en cuyos escudos de armas se advierte de modo inequívoco los blasones en los que Ortega ya había reparado: la razón de la fuerza, el hermetismo intelectual, la barbarie.

Aciago destino, incierto porvenir y penoso presente.

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