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Juan José Saer
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Juan José Saer

"Glosa": una novela de Juan José Saer

jueves 25 de enero de 2024, 17:16h

Fedón o de la inmortalidad del alma, como casi todos los diálogos platónicos, es un abanico de varia y abigarrada materia; acaso no incordie una sumaria enumeración: la prueba de la inmortalidad, que ya se anuncia desde el título, sustentada en un minucioso desarrollo argumentativo de Sócrates; el ejercicio de la filosofía como una severa (y ascética) preparación para la muerte; la templanza como virtud cardinal del sabio; la clara alusión a la teoría pitagórica de la metempsicosis; el camino de las almas en dirección al Hades; la hipótesis de que el conocimiento es, por sobre todas las cosas, reminiscencia (“aprender no es más que recordar”, se subraya y reitera); el célebre y último recordatorio de Sócrates: “Critón, debemos un gallo a Asclepio” (no y de ninguna manera a Esculapio, versión romana y, obviamente, posterior de Asclepio; difícilmente Sócrates y sus discípulos pudiesen adivinar, a tantas décadas vista, cuáles serían las correspondencias entre los dioses griegos y los romanos).

Glosa
Glosa

Pero, por sobre todas las cosas y en la línea de intereses del presente bosquejo, Fedón representará un giro de ciento ochenta grados en aquello que, con acuerdo más o menos unánime, puede ser denominado “narrativa occidental”. De hecho, las actas de nacimiento de la tal narrativa pueden reducirse a dos: entre los siglos VIII y VI a. C., datación harto tentativa de la escritura de Ilíada, y entre 391 y 385, ese período de seis años que marca la época de plena madurez del fundador de la Academia y entre los que se encuentra el Fedón.

La ausencia de Platón

La trama argumental del Fedón es bien conocida: Equécrates y Fedón se encuentran en Sición (o Sikios, antigua ciudad griega situada al norte del Peloponeso y lugar de nacimiento de Equécrates) y el primero le pregunta a Fedón si se hallaba cerca de Sócrates el día en que el maestro bebió la cicuta sin condescender al llanto ni a la conmiseración. Fedón responde: “Yo mismo estaba allí, Equécrates.” La presencia de Fedón junto a Sócrates durante sus últimas horas de vida no resulta extraña en absoluto: su deuda de gratitud para con el maestro es imperecedera ya que él lo rescató de la esclavitud. A poco de comenzado el diálogo, Equécrates inquiere por las personas que se hallaban reunidas en tales circunstancias, y Fedón responde de manera pormenorizada: “De nuestros compatriotas, estaban Apolodoro, Critóbulo y su padre, Critón, Hermógenes, Epigenes, Esquines y Antístenes [jefe de la escuela filosófica de los cínicos]. También estaban Ctesipo, del pueblo de Peanea, Menexenes y algunos otros del país.” Pero lo sorprendente, aquello que transforma de una vez y para siempre el tácito pacto de lectura que todo texto suscribe con el lector y sitúa a Platón en un plano de incontrastable vanguardia, es lo que agrega Fedón: “Platón creo que estaba enfermo.” Platón, que es quien está narrando las últimas horas de su maestro, Sócrates, no estaba presente en ese momento por hallarse –al menos, eso presume Fedón- enfermo. Con este recurso literario exquisito, con este gesto de revulsión inaugural, con este comentario casi adventicio de uno de los interlocutores, Platón da por tierra de modo definitivo y auroral con los postulados que se extenderán por espacio de veinticinco siglos respecto del imperativo de la experiencia directa del autor como requisito necesario para narrar: el autor, a estar por tan desatinada teoría, debe ser testigo presencial (y, en lo posible, protagonista) de cuanto narra a riesgo de caer en la imprecisión o en la más insanable inverosimilitud: puerilidad que Hemingway, entre otros, elevó al rango de un dictum inapelable. Sencillo es especular que si se lleva la hipótesis al extremo de sus posibilidades a fin de comprobar su pertinencia, Conan Doyle o Agatha Christie deberían haberse visto obligados a perpetrar varios crímenes para sentir en carne propia el oscuro goce que alienta en el comportamiento homicida. A contrario sensu, Platón no estaba; luego, Platón cuenta aquello que le contaron.

Tal es el impulso germinal de Glosa (Alianza, Buenos Aires, 1986, 282 páginas; todas las citas remiten a esta edición). A comienzos de la década del sesenta, Ángel Leto y el Matemático comparten una caminata de veintiuna cuadras por el centro de la ciudad de Santa Fe (en consecuencia, la novela se divide en tres tramos: “Las primeras siete cuadras”, “Las siete cuadras siguientes”, “Las últimas siete cuadras”) discurriendo en torno a las incidencias que tuvieron lugar en la fiesta que se realizó con motivo del sexagésimo quinto aniversario del nacimiento del poeta Washington Noriega (trasunto, en la narrativa de Saer, de quien él considera el mayor poeta argentino del siglo XX: el entrerriano Juan Laurentino Ortiz); coloquio y tema que no comportarían, per se, mayor envergadura si no fuera por un detalle capital: ninguno de los dos estuvo presente en la conmemoración: Leto por no haber sido invitado de modo expreso y el Matemático por hallarse viajando por Europa para esas fechas. La pregunta, pues, conlleva un carácter inevitable: ¿qué es, entonces, aquello que se cuenta si los dos interlocutores estuvieron ausentes en el lugar de los hechos? La voz cantante del relato de los festejos está a cargo del Matemático, quien cuenta lo que le contó un tercer personaje que sí asistió al cumpleaños: Botón (nombre que encarna una deliberada polisemia: en el lunfardo vernáculo, el vocablo es sinónimo de “vigilante”, “agente policial”, y, por extensión, “soplón”: aquel que delata, que habla de más, que cuenta aquello que no debería ser contado). Por tanto, el Matemático cuenta aquello que le contaron: una narración a la tercera potencia que acabará elevándose a la enésima.

En efecto, cuando el Matemático se anoticia de que Leto tampoco ha podido asistir a los festejos, le señala a modo de consuelo: “Yo también me lo perdí. (…). Pero tengo la versión completa, en tecnicolor, copia nueva y subtitulada” (p. 36). Tras la boutade del Matemático, no puede menos que plantearse una hipótesis ligeramente inquietante: confrontada con la versión subtitulada y en tecnicolor del Matemático, ¿qué queda del filme original?: poco menos que un resto. Y más aún: ¿hay filme original? ¿Hay algo que pueda ostentar el rótulo de original o bien, parafraseando a Platón, a lo más que se puede aspirar es a la imitatio, a la versión, a la cercanía con el arquetipo en vana busca de una fusión que nunca se materializa?

En la página 47 se lee: “Según Botón, y, desde luego, según el Matemático”; en la página 254: “(…)… todo eso, aclara el Matemático, según Botón” (el énfasis corresponde al original); y en la página siguiente: “(…)… dice el Matemático, que le dijo Botón que había sucedido. (…). Si Botón no escuchó mal, que es lo más probable –dice el Matemático” (el énfasis corresponde al original). A partir de aquí es donde se despliega el relato del relato, la narración a la enésima potencia, aquello que queda de un suceso manoseado por infinitas variables, equívocos y omisiones: “Y su relato, según lo que queda del relato de Botón en el del Matemático” (p. 109). Versiones que se entrelazan, se ratifican y se refutan a sí mismas en tanto que entre el suceso y su exposición se interpone un número cada vez mayor de intermediarios, evangelistas y exégetas: “Todo esto, desde luego, según el Matemático, más o menos y siempre según Botón, y, según Botón, decía, según Washington” (p. 118). Azoramiento que se agudiza si se tiene en cuenta las reservas que instila en el Matemático la personalidad de su privilegiado informante: “(…)… el Matemático comenta que, a decir verdad, la versión que Botón le ha dado de los acontecimientos exige, teniendo en cuenta la personalidad de Botón, una corrección continua destinada a trasladar los hechos del terreno del mito al de la historia” (pp. 52, 53; el énfasis corresponde al original). Este pasaje –de cuño inequívocamente clásico y, para ser más preciso, griego- del mythos al logos que procura el Matemático no sólo no puede llevarse a cabo, sino que todo el texto –tal y como corresponde- abreva en la fuente inagotable del mythos, entendido este en su sentido etimológico: “cuento”, “relato”. Absolutamente nada, pues, funge como garantía del relato, resulta imposible otorgarle un margen de legitimidad, todo queda enmarcado en un concepto que supo acuñar Nathalie Sarraute y que con toda justicia se tornó célebre: “la era de la sospecha”: el lector que lee luego del advenimiento de las vanguardias literarias del siglo XX es un lector que desconfía porque el narrador le facilita todos los fundamentos para que sustente su suspicacia; así, leer es sospechar de lo leído, vislumbrar lo que se emboza detrás de aquello que se manifiesta, y toda lectura de un texto deviene necesariamente co-texto. Tal como señala el propio Saer en su análisis de la narrativa de Alain Robbe-Grillet (Trabajos, Seix Barral, Buenos Aires, 2020, 2da. edición, p. 121), uno de los recursos más caros a la estética del escritor francés es la puesta en abismo; los relatos que se entrecruzan en Glosa son precisamente eso: una puesta en abismo, una cinta sinfín, un notable correlato de los dibujos de Escher. Qué es una puesta en abismo sino una imagen plástica o impresa de la cual –y sólo en ocasiones- es posible atisbar su comienzo, pero respecto a la cual no se puede siquiera avizorar su fin. En el célebre escrutinio de la biblioteca, uno de los libros que salvan el cura y el barbero es La Galatea, de Cervantes, confiando en los favores de la prometida segunda parte del libro, que Cervantes nunca llegó a escribir; en la segunda parte del libro, el caballero y Sancho ingresan en una imprenta de Barcelona y leen la primera parte de la novela que el lector acaba de leer: un juego incesante de espejos que borran la frontera entre realidad y ficción y, en consecuencia, conducen al centro del abismo (para ésta y otras cuestiones atinentes, véase un trabajo crítico de harto provechosa lectura: El “Quijote” como juego, Gonzalo Torrente Ballester, 1974). No de otro modo opera Saer partiendo de un ejemplo trivial en apariencia, pero hondamente inquietante (abismático): “(…)… y, sobre todo, las cajas de ‘Quaker Oats’ con el dibujo del hombre que tiene en la mano una caja de ‘Quaker Oats’ más chica con un hombre más chico que tiene en la mano una caja de ‘Quaker Oats’ todavía más chica con un hombre más chico todavía que tiene una caja más chica de ‘Quaker Oats’ con un hombre todavía más chico que tiene en la mano, ¿no?, más chica todavía, ¿no?” (p. 83). Adviértase que el ejemplo al que echa mano Saer es prácticamente el mismo al que recurre Borges y merced al cual comenzó a intuir el problema del infinito: “Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa, no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente…” (“Cuando la ficción vive en la ficción”, publicado en junio de 1939 en la revista “El Hogar” y recogido en Textos cautivos, Tusquets, 1986).

Las versiones de las versiones conducen irremediablemente a interpretaciones encontradas. El relato que cuenta el Matemático menta a personas y lugares que Leto desconoce (la mayoría de los asistentes a la fiesta, las distintas interrelaciones entre los mismos, la quinta de Basso donde se llevó a cabo la celebración…) y, por tanto, su escucha se torna un trabajo de imaginación que, por momentos, adquiere relieves de carácter mitológico: “Leto, que no conoce ni a Basso ni a Botón ni nunca ha estado en esa quinta” (p. 47); “En el patio hipotético, situado en un lugar fabuloso, las figuras humanas, simplificadas por la imaginación de Leto, se dispersan y se mueven” (p. 51). A la manera de quien padece presbicia, debe ir acomodando su visión y ajustando su enfoque del todo conjetural al espacio que van configurando las palabras del Matemático: “Como a la noche iba a refrescar, habían preparado una mesa grande, que todavía no estaba puesta, bajo el quincho, cerca de la parrilla. Superando una fracción de segundo de confusión, Leto se ve obligado a instalar el quincho imprevisto entre los árboles del fondo” (p. 52). La representación de Leto exige cambiar permanentemente de perspectivas y parámetros como si fuese un cartógrafo que debiera representar un territorio inestable; ¿de qué escala podría echar mano sino de una que diera cuenta de un incesante estado de cambio?; vale decir: una escala imposible. Todo aquello que Leto concibe descansa sobre una serie de imágenes conocidas (parte de lo conocido para atisbar lo que desconoce) que no siempre ni necesariamente coincide con el modelo aludido: “(…)… en la quinta de Basso en Colastiné, que nunca ha visitado y que ha debido compaginar, podría decirse, con imágenes heterogéneas de quintas diversas, mitad empíricas mitad fabulosas” (p. 252): tal y como si Leto quisiera forzar, sin éxito, por cierto, una correspondencia inviable entre la quinta arquetípica y la quinta de Basso.

Del vértigo de versiones, Leto “adopta y retiene” (p. 49) una no porque resulte la verdadera o juzgue la más pertinente, sino porque, por diversos motivos, es la que más lo seduce o es la que coincide con su personal a priori, independiente éste, va de suyo, de la experiencia directa, desligado de cualquier orden de empiria. La construcción imaginaria de Leto es la construcción que se impone a los ojos del lector (que también va corrigiendo, a medida que el relato progresa, las características del escenario y los perfiles de los invitados a la celebración); el efecto de ficción (o de percepción) desemboca en un efecto de verdad (o de verosimilitud), porque aquí se trata de aquello que Leto percibe de las palabras del Matemático y la laboriosa construcción (con sus rectificaciones, retoques y enmiendas) posterior que lleva a cabo sin más instrumentos que aquellas imágenes que para él suscitan tales palabras. Leto se representa la escena y, en ese mismo momento, establece un criterio de representación: incluso la verdad se representa. Y este criterio de representación encarna la impecable lógica machadiana: “también la verdad se inventa”, pero, en este caso, no es “por falta de fantasía”, sino por su complementario: el exceso.

Los tropismos

Luego de poco menos de una hora de marcha y conversación a lo largo de veintiuna cuadras (“después de cuarenta y cinco minutos, en números redondos, de caminata”, p. 234), ¿de qué han hablado, verdaderamente, Leto y el Matemático? De una manera que podría ser pasible de asimilar a los tropismos que dan título a su primera novela y que operan en la narrativa de Nathalie Sarraute (ley que rige los movimientos elementales de las células o microorganismos y que le sirve a Sarraute para caracterizar el subtexto, aquello que se adivina debajo y detrás de la palabra pronunciada, la subconversación), el diálogo que mantienen ambos interlocutores se desarrolla en dos planos paralelos: aquello que, en efecto, se dice y nutre el intercambio y la lenta progresión de la trama (el adagio es el tempo que impera en la prosa saereana) y, al mismo tiempo, aquello que cada uno de ellos está pensando y que lo desvincula de lo que se está diciendo, trazando a lo largo de la novela una perfecta curva asintótica. Es una dinámica merced a la cual el pensamiento no va encadenado a la palabra de la enunciación, más bien la borra o la difumina a favor del discurso reflexivo e interiorizado que no se manifiesta, sino que se rumia: mudo, recóndito, silente. La secuencia especulativa que en el transcurso del texto asedia a Leto gira alrededor de un centro: Isabel, su madre, quien se supone amenazada por un cáncer de pecho (cf. el primer cuento que integra Unidad de lugar –Galerna, Buenos Aires, 1967, 112 páginas-: “Sombras sobre vidrio esmerilado”), núcleo a partir del cual irradian los otros subtemas: el suicidio de su padre; la tímida y prolongada labor de seducción de Lopecito, amigo de su padre, sobre Isabel; la mudanza de la familia de Rosario a Rincón; etc. Dinámica semejante se verifica en el Matemático: acaba de retornar de un viaje por Europa, sí, pero piensa en todo aquello que se ha perdido durante su ausencia; fundamentalmente y sobre todo, la fiesta de cumpleaños de Washington Noriega celebrada en la quinta de Basso. De modo tal que las palabras que informan el diálogo (la enunciación) fungen como telón que vela a las otras palabras (los tropismos), aquellas que obseden a ambos interlocutores.

Pero si Leto debe representarse, como queda señalado, lugares y personas que desconoce, por extensión queda circuido –tanto él como su gente más cercana, a la que evoca- en el perímetro de la representación, a tal punto que su percepción podría lucir como divisa el título del autosacramental más famoso de don Pedro Calderón de la Barca: se vive en medio de el gran teatro del mundo: “(…)… si se trata de una comedia el público al que la destina no es otro que el propio Leto, porque para con Isabel, Lopecito y los demás, convencidos de antemano, ningún arte de persuasión es ya necesario” (p. 78); “La comedia por la que Leto, al cabo de un par de semanas, se ha dejado al fin convencer” (p. 79); “(…)… la representación de las distintas escenas de la comedia” (p. 81); “Para obtener sus propósitos había debido componer una comedia” (p. 87); “Isabel y Lopecito han quedado como aturdidos por el acontecimiento –ellos que, en ausencia del director, ya no logran saber con exactitud qué papel interpretan en la comedia-” (p. 88). Asimismo, el relato del Matemático que estructura todo el texto no deja de ser una representación, una puesta en escena de aquello que no ha presenciado o, como el mismo personaje lo define, una versión “subtitulada” en la cual los tonos, las sutilezas y los matices del idioma original se pierden en la traición de los subtítulos que ilustran imágenes mediatizadas y escasamente fiables en la medida en que son “las imágenes que ha construido gracias al relato de Botón” (p. 89).

Pasible de ser parangonada con el célebre recurso (otra puesta en abismo) del Hamlet shakespeareano (cajas chinas en las cuales una obra de teatro se representa en el interior de otra obra de teatro: El asesinato de Gonzago, dirigida por el propio Hamlet: un actor que imparte clases de interpretación a otros actores que interpretan el papel de actores), se puede postular que Glosa se despliega como una comedia dentro de una comedia habida cuenta de que el propio Saer adscribe su novela a tal género desde la dedicatoria: “esta comedia”. Etimológicamente, la palabra deriva del griego komoidía: el canto de un komos: procesión de comparsas que bailaban y cantaban embriagadas en honor de Dionysos. En idioma italiano, la palabra se utilizó inicialmente en sentido de “poema alegórico”, cuyo modelo más acendrado, por cierto, fue Divina comedia (pese a que el título como tal aparece por vez primera en la edición veneciana de 1555, ya que Dante había designado su obra como lo sacrato poema). En francés, el concepto se aplica al teatro en general (no en vano, la compañía oficial de teatro se denomina Comédie Fran­çaise). Pero es el propio Saer quien en la página 235 de Glosa brinda su definición del género: “(…)… La comedia, ¿no?, que es, si se piensa bien, tardanza de lo irremediable, silencio bondadoso sobre la progresión brutal de lo neutro, ilusión pasajera y gentil que celebra el error en lugar de maldecir, hasta gastar la furia inútil y la voz, su confusión nauseabunda.”

Pero no son sólo los tropismos los que subyacen en los diálogos, sino y sobre todo la clara conciencia del núcleo inefable que se erige en el centro del lenguaje. A propósito del reciente viaje a Europa del Matemático, ¿qué es lo que se puede transmitir de una experiencia por más relevante o intrascendente que ésta haya resultado para su protagonista?: jirones, nimiedades, clisés: “(…)… y lo que él [el Matemático] llama experiencia son esos recuerdos que, aunque frescos y coloridos, no son más accesibles a su propio ser que un paquete de tarjetas postales de Amsterdam, de Viena, de Capri, de Cadaqués, de San Gimignano. Siena es una imagen rojiza, elevada en la bruma caliente del atardecer; París, una lluvia inesperada; Londres un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico” (p. 29). La transmisión es inefable en tanto que la palabra no toca ni puede rozar el corazón de la experiencia, sino, apenas y con suerte, la dura o ligera costra de su periferia. La transmisión de la experiencia se aloja, para decirlo en los términos de Heidegger, “en el ámbito de la habladuría enunciativa”, y aunque la percepción (de la experiencia) llegue a ser entendimiento y razón, la palabra no la alcanza. No otra cosa ocurre con el relato de Botón que el Matemático reduce a versión subtitulada y que cuando llega a oídos de Leto exige un trabajo que remite a un término del latín tardío: glossa: palabra oscura que necesita explicación; o bien una glosa en el sentido musical del vocablo, que es el que parece ajustarse más a la lógica interna de la comedia de Saer: variación que se ejecuta sobre las mismas notas, pero sin sujetarse rigurosamente a ellas.

Basta transcribir una frase sustentada en el clásico tempo saereano para advertir una singularidad que no es de las menores: en un tramo de la caminata, que corresponde a “las siete cuadras siguientes”, a los dos interlocutores se les suma Carlos Tomatis, en quien se evidencia un malestar cercano a la depresión (conviene recordar que en la novela Lo imborrable, 1992, se lo presenta a Tomatis emergiendo de una severa depresión y situado en el penúltimo peldaño de una profunda angustia existencial): “¡Y todo por la presión difusa y sin nombre de la amenaza, de las turbulencias de lo neutro que, con su solo despliegue, por coincidencias inesperadas de carne y aliento, desquicia y desgarra! Durante unos segundos, se quedan los tres inmóviles –inmóviles, si se quiere, ¿no?, y si se dejan de lado, y cabe preguntarse por qué, la cohesión, si puede usarse la palabra de, como parece que les dicen, los átomos, la, si no se presenta objeciones, actividad celular o la así llamada circulación de la sangre, el pretendido trabajo muscular, las perturbaciones magnéticas del aire que los rodea, el flujo continuo de la luz, la deriva imperceptible de los continentes, la rotación y traslación, como les dicen, terrestres, la, a estar con los diarios, fuerza gravitatoria general, sin olvidar, si se toman en cuenta las últimas ocurrencias de las revistas especializadas, la expansión o, según se mire, la retracción del así llamado universo, en fin, inmóviles, si aceptamos, ya que estamos aquí para eso, la palabra, inaceptable desde luego por más vueltas que se den, ya que, pensándolo bien, lo inmóvil vendría a ser, más bien, un torbellino, una estampida fija, en su lugar; inmóviles, decíamos, entonces, ¿no?, o decía mejor, un servidor –en una palabra, o en dos más vale, para que quede claro: todo eso” (p. 174). La frase saereana se despliega en una selva (proustiana) de encabalgamientos, digresiones y subordinadas en busca de una precisión inasible para concluir en un repliegue de carácter paródico, asumiendo en toda la línea la honrosa frustración en la que desemboca su encarnizada busca: “en una palabra, o en dos más vale, para que quede claro: todo eso”; todo eso es aquello que ha sido transmitido con cientos de palabras que no alcanzan para atravesar dos opacidades en relación complementaria: la de la lengua y la de lo real, ambas impiden que todo “quede claro”, motivo por el cual la busca naufraga en la insanable indeterminación: “todo eso”. En otros casos, la busca de la precisión (de la imposible univocidad) zozobra en términos similares: “O más o menos” (pp. 183 et passim). Con la selva proustiana de tropos y recursos literarios se revela inviable dar cuenta de la selva enmarañada de lo real, pero tampoco es factible por medio “de una ecuación que sustituya en cualquier tiempo, idioma o lugar, a la palabra realidad” (pp. 185 y ss.), tal y como intenta, en vano e ilusoriamente, el Matemático en su denuedo por reflejar la simultaneidad (lo real) con un útil sucesivo (el lenguaje). Se erige allí, pues, la palabra: siempre en estado de aproximación, de inminencia, de promesa; pero que no arriba, que no se consuma, que no cumple. Incluso respecto a la realidad exterior, tanto Leto como el Matemático experimentan “el sentimiento confuso y tan inconcientemente aceptado que ya se confunde con el pensamiento y con los huesos, de que el propio ser es la mancha, el error, la asimetría que con su sola presencia irrisoria enturbia la exterioridad radiante del universo” (p. 100); habría, pues, que repetir sin hesitación y junto con Heidegger que, en efecto, el ser, por su sola y elemental existencia, es aquello que contamina a los entes.

La vuelta completa

El movimiento de anticipación, a la manera de un colofón intercalado en el cuerpo del texto, es un movimiento complementario al de la ralentización en la narrativa saereana. Entre las páginas 147 y 170 de la novela se narran los destinos posteriores del Gato Garay, Elisa, Washington Noriega y Ángel Leto, y la vida del Matemático dieciocho años más tarde de los sucesos que se están contando. Incluso como prueba palmaria, por si falta hiciese la tal prueba, de que la entera obra de Saer es un todo coherente cuyas partes constitutivas engarzan una con otra sin la menor violencia, se señala que, muchos años después, Leto visita a Tomatis: “En esos tiempos Tomatis estará sufriendo de eso a lo que los individuos que llaman psiquiatras, llaman una depresión, de la que unos meses más tarde ya habrá salido a flote, pero que en los días en que Leto lo visitará estará en lo que esos mismos individuos hubiesen llamado su fase crítica” (p. 270): es aquello que seis años más tarde, como ya quedó señalado, será materia de la novela Lo imborrable. Curioso resulta sobremanera que los saltos temporales que se verifican en la obra de Saer no tienen –como sería de esperar- un efecto de carácter disruptivo, sino que de ellos se desprende la sensación de un todo cerrado, de una vuelta completa (para echar mano del título de su novela, publicada en 1966), de la impecable ilustración de una anécdota que recordaría Leopoldo Marechal en su diálogo con Alfredo Andrés (Palabras con Leopoldo Marechal, Ceyne, Buenos Aires, reedición, 1990, p. 108): el autor de Adán Buenosayres refiere que en la época de la revista “Martín Fierro” se discutía en torno a los límites y alcances de la novela como género, hasta que Macedonio Fernández zanjó la controversia con una definición que le cabe a cualquiera de los textos de Saer con su dinámica de ralentización y anticipación: “Novela es la historia de un destino completo.”

Por otro lado, la mencionada dinámica incide sobre un tema sustantivo: el del saber del lector, el saber del narrador y el saber del personaje, una tríada que, de manera deliberada o inconsciente, alienta en toda obra de ficción. Huelga señalar que en el tácito contrato de lectura que todo texto propone, el saber del narrador no debe superar, al menos de modo manifiesto, al del lector. El género policial es harto ilustrativo al respecto: el narrador sabe –desarrollo de la trama, peripecias varias y resolución final-, pero debe mantener al lector en suspenso, en expectativa, en un estado de crispada ignorancia. En La metamorfosis, el pacto de lectura se reduce a cinco palabras enunciadas en la primera página: “Y no era un sueño”; a partir de allí, el lector decide si continuar o interrumpir su lectura sabiendo que Gregor Samsa se despertó convertido en un insecto, que no era un sueño y que nadie le va a explicar semejante fenómeno de transformación. En textos claramente ajenos a cualquier encasillamiento escolástico, tal convenio se mantiene con mayor o menor margen de éxito: en El Evangelio según Jesucristo, de Saramago, el narrador sabe mucho, sabe demasiado, sabe casi todo, un saber extenuante que termina por debilitar la necesaria (y mínima) tensión narrativa, al contrario de lo que sucede con otras novelas notables del mismo autor (Historia del cerco de Lisboa o Caín, por mencionar sólo dos). En el caso de Saer, la ecuación opera un giro singularísimo: el lector sabe más que los personajes, lo cual induce a que los contemple, según sea el caso, con una mirada de infinita piedad, o comprensión, o empatía. Ángel Leto, por ejemplo, no vuelve a ser el mismo personaje a partir de que el lector sabe, promediando la lectura de Glosa, que décadas más tarde se suicidará, ya convertido en activo militante durante la dictadura argentina, mordiendo una pastilla de cianuro al verse rodeado por la policía, que ha descubierto su paradero clandestino (suicidio con el que se cerrará, a la manera de las tragedias clásicas, un círculo funesto y reiterado: Leto se suicida como su padre y ambos suicidios parecen estar enmarcados dentro de la órbita de la filosofía estoica: “La obra maestra de la ley eterna es haberle procurado varias salidas a la vida del hombre, que sólo tiene una entrada. (…). La mejor razón para no quejarse de la vida es que ella no retiene al que la quiere dejar”, sentencia Séneca, uno de los más eminentes estoicos que la historia ha dado, en sus justamente célebres Cartas a Lucilio). Entre las páginas 265 a 278, ya sobre el final del coloquio y de la caminata, Glosa despliega el porvenir de Ángel Leto en el transcurso de los años próximos, y le otorga al personaje un relieve y una densidad a las que no había accedido hasta ese momento, ya que en muchos pasajes del texto experimenta la necesidad de refirmar su existencia pues se percibe como alguien “transparente”, ubicado a la vera del Matemático o entre Tomatis y el Matemático por razones contingentes que no alcanzan a ratificarlo en su ser.

En otro salto temporal (pp. 153, 159, 166), la novela subraya las impresiones del Matemático a bordo de un avión que lo va a depositar en el aeropuerto de Estocolmo; se siente en el seno de “una inmovilidad fijada en pleno movimiento”, en “la inmovilidad ilusoria del avión”, en “una especie de inmovilidad interior” y concluye que “es lo inmóvil lo que crea el movimiento, que el movimiento es una simple referencia a la inmovilidad”. Ya no se trata, por cierto, de variaciones en torno a las aporías eleáticas (o de una confluencia entre los postulados de Heráclito y Zenón), sino de una concepción poética –que encuentra su germen en la referencia mecánica: la imposible inmovilidad de un avión que, sin embargo, continúa volando- de alcances trascendentes y que guarda estrecha correspondencia con un concepto acuñado por el maestro José Lezama Lima: la fijeza de las mutaciones. En el ámbito de la poesía lezamiana, la sucesión, inevitablemente, conduce a la muerte, liberarse de lo sucesivo supone asirse a la fijeza de la imagen poética; la fijeza de la imagen es el rumor que resuena con más claridad en la poesía de Lezama, el poeta contempla la fijeza vertiginosa (un exquisito oxímoron) y, a su vez, la fijeza vertiginosa contempla al poeta. En su Introducción a los vasos órficos (Barral, Barcelona, 1971) asevera: “Dichosos los efímeros que podemos contemplar el movimiento como imagen de la eternidad”, es esta una reiterada profesión de fe del cubano: la condición efímera del sujeto humano no es impedimento suficiente para que pueda, al menos, atisbar una imagen de la eternidad, y esa eternidad (un tiempo sin tiempo, ajeno al transcurso, inmóvil en sus propios términos de eternidad) se vislumbra desde el movimiento: la fijeza de las mutaciones. Férvido helenista, es de colegir que Lezama recoge los postulados del filósofo Jenófanes, precursor de la escuela de los eleatas: la oposición entre la unidad inmóvil del todo y la múltiple variabilidad de las cosas particulares; es la palabra poética la que concilia la tal oposición.

Inmediatamente después de su percepción del movimiento inmóvil o de la inmovilidad del movimiento, el Matemático recuerda una angustiante pesadilla que ha tenido (entre las páginas 166 y 170): observa en la vereda un trozo de papel plegado, lo recoge, lo despliega y advierte que allí se encuentra impresa su foto, pero el trozo de papel se asimila a una cinta sinfín sobre la cual se multiplica su imagen hasta que repara en que es una extensión infinita de piel que se desenrrolla y comprende “antes de despertar que cuando la cinta terminara de desplegarse, en el lugar en el que él estaba, en el que había estado, el lugar que ocupaba su cuerpo, no quedaría nada, ningún meollo, ningún signo, ni siquiera algo que ese cuerpo puramente exterior hubiese estado trayendo dentro –nada, ¿no?, aparte de un vacío”. Es una pesadilla intolerable porque se puede concluir, siguiendo a Catherine Millot (La vocación del escritor, Ariel, Buenos Aires, 1993, pp. 222, 223), que al Matemático ni siquiera le queda el refugio de su cara; la piel se confunde con la máscara y también con la identidad; “esta piel que se separa o que se arranca” descubre lo innombrable, aquello que se emboza detrás de la laboriosa construcción de la apariencia o, dicho con un término lacaniano, la extimidad: una fractura constitutiva de la intimidad.

A m’acord (“Yo recuerdo”)

Aquello que emparenta a Leto y al Matemático, con el transcurso del tiempo, respecto a la celebración del cumpleaños del poeta Washington Noriega, son los recuerdos falsos, ilusorios, representados en la imaginación de cada uno y constituidos sobre la endeble base de versiones encontradas y contradictorias: Botón le cuenta los acontecimientos al Matemático, el Matemático se siente en la obligación de enmendar algunos puntos de vista de Botón, Tomatis refuta en toda la línea el relato de Botón, Ángel Leto jamás ha estado en el lugar de los hechos y no conoce a la mayoría de los asistentes… Pero, ¿hay algún recuerdo que no pertenezca a semejante rango?: los recuerdos están signados por el olvido, las lagunas de la memoria, los tropiezos de la evocación.

Años después de la caminata de Leto y el Matemático a lo largo de veintiuna cuadras por el centro de la ciudad, Pichón Garay, en el transcurso de una conversación sostenida con el Matemático en París (pp. 161, 162, 163), transmite un recuerdo imposible: evoca la presencia del Matemático en la fiesta de cumpleaños de Washington Noriega, e insiste sobre el particular pese a la reiterada rectificación del Matemático: “Yo, desgraciadamente, no estuve” (el énfasis corresponde al original). Resulta inevitable que el fallido de Pichón Garay al respecto amerite la formulación de una pregunta que atraviesa tácitamente toda la novela: ¿se puede rectificar un recuerdo o la legitimidad del mismo es ajena a la ocurrencia del acontecimiento real?, ¿qué es, en suma, el suceso verificable en comparación con la huella indeleble que el recuerdo ha dejado en la memoria? En este sentido, no hay rectificación posible en tanto que no existe el recuerdo falso: para Pichón Garay es indubitable la presencia del Matemático en la fiesta de cumpleaños de Washington Noriega pese a que el propio interesado la desmiente: “él, en esos momentos, estaba en Francfort, se acordaba muy bien”; no obstante lo cual Pichón Garay lo ve, sobre la pantalla de su evocación de aquella noche, de pie a la vera del barril de cerveza, trasladando a Washington en automóvil o juntando mandarinas para llevar a la mesa. Y ninguno de los dos se equivoca porque en la percepción del recuerdo no hay margen posible para el error. No en vano, “el Matemático empezó a evocar, sin proponérselo, recuerdos de experiencias que nunca había realizado”: el recuerdo de aquello que jamás había hecho. Al cabo, el núcleo narrativo de Glosa es el relato del Matemático de una fiesta a la que jamás asistió –tal como Platón no estuvo presente durante las últimas horas de vida de Sócrates, pero es quien las cuenta- hasta que muchos años después y en París debe convencer a Pichón Garay que él no fue de la partida, pese a que Pichón lo “vea” como si el Matemático hubiese formado parte integrante de la reunión llevada a cabo en la quinta de Basso con motivo del cumpleaños del poeta Washington Noriega. La conversación que ha mantenido con Pichón Garay, admite el Matemático, le ha permitido “(…)… desplegar, o despegar más bien, porciones de su vida superpuestas entre sí y apelmazadas, igual que esos carteles que, en las paredes de las ciudades, bajo capas sucesivas de engrudo y papel impreso, forman una especie de costra de la que apenas si pueden hojearse los bordes toscos y atormentados, aunque uno sepa que en cada una de las láminas recubiertas subsiste, invisible, una imagen” (p. 165).

Porque, ¿qué es el recuerdo en la narrativa saereana?: algo muy semejante a aquello que en el ámbito de la práctica de la pintura se denomina pentimento (para un ejemplo paradigmático de “pentimento”, es de inexcusable lectura el ensayo El mito trágico de “El Ángelus” de Millet, de Salvador Dalí): debajo de capas superpuestas de percepciones se puede adivinar un recuerdo, pero éste, con ser el último, no es más confiable ni más fidedigno que las capas que lo cubren y preceden. Por ello, y como consecuencia del todo lógica, Leto terminará asediado por imágenes falsas (construidas) que acabarán por decantarse bajo la forma de recuerdos verdaderos (a despecho de haberlos vivido o no) (p. 214).

Entre éstos, tienen un lugar de preeminencia los mosquitos de Washington Noriega, que incluso han tenido el privilegio de acuñar una expresión de carácter coloquial: “(…)… es como los mosquitos de Washington, que equivalía a decir de existencia dudosa” (p. 160, el énfasis corresponde al original). La locución reconoce como germen, precisamente, el cumpleaños de Washington Noriega: en un momento de la larga noche se entabla entre los asistentes un arduo debate en torno al concepto de “instinto animal” y su margen de error ya que, como señala Cohen, uno de los invitados, el instinto “sería lo que, por definición, no se equivoca” (p. 55). El tema surge a partir de que alguien refiere que un caballo tropezó, pero si es verdad que al instinto, justamente por serlo, no le es posible equivocarse, luego, los caballos no tropiezan; vale decir: no caen ni pueden caer en el error del tropiezo. Luego de un pertinaz (y, sin duda, deliberado, puesto que todos esperan su palabra) silencio, Washington postula que los mosquitos parecen más adecuados que los caballos para echar luz sobre la discusión y cuenta que precisamente en el curso del último verano, una noche que estaba trabajando en su estudio, se vio rodeado por tres mosquitos: uno que se aventuraba, otro que no se aventuraba y que levantaba vuelo cada vez que adivinaba la mano a punto de aplastarlo, y un tercero que se dejó matar a la primera tentativa (p. 144). Tales los mosquitos de Washington, que avivan el debate durante la noche de su cumpleaños y acaban por convertirse en una contraseña coloquial. Es obvio que el tema resulta de una irrelevancia grotesca, y que la parodia reside en la seriedad con que se lo aborda. Pero merece la pena arriesgar un paso más allá de la mera superficie. Catherine Millot afirma: “Si lo útil es aquello que siempre es subordinado y por tanto, relativo, lo inútil, eso que no se relaciona con nada, en la injustificable gratuidad de su existencia, se parece a lo absoluto” (ob. cit., p. 177). Una página después y aludiendo a una de las hipótesis más conocidas del Pseudo-Dyonisio, el teólogo que vivió entre los siglos V y VI, recuerda que “lo divino se manifiesta con predilección en lo ínfimo y lo irrisorio”, lo que sitúa al sujeto “en el vértigo donde lo hunde el abismo del sinsentido”. También, qué duda cabe, la emergencia triunfal del sinsentido es una puesta en abismo, y tal vez sea un modo, en este caso, de leer y justipreciar la existencia de los dichosos mosquitos de Washington Noriega.

Resulta aconsejable, asimismo, registrar un antecedente literario de ponderable relieve. En el Appendix Vergiliana, colección de antiguos poemas atribuidos a Virgilio, se encuentra la obra titulada Culex (“El mosquito”): un pastor que se halla dormido es despertado por la picadura de un mosquito que lo salva del ataque inminente de una víbora. Pese a ello, el pastor mata al mosquito de un manotazo y el espíritu de éste se le aparece para reprocharle amargamente su comportamiento y describirle con colores sombríos el mundo de ultratumba: “Ay, ¿por qué tu agradecimiento se ha olvidado de mi sacrificio, / cuando te devolví a la tierra desde el mismísimo umbral de la muerte? / ¿Dónde está la recompensa por mi piedad, la honra por mi piedad?” No sólo a Washington Noriega hostigan los mosquitos, sino también a un humilde pastor imaginado por el más eximio de los poetas latinos.

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