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"El legado de César", de Josiah Osgood

Desperta Ferro. 2023
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
martes 07 de mayo de 2024, 17:16h
El legado del César
El legado del César
Otro libro de calidad en la editorial, que lleva como blasón el grito de guerra de los almogávares antes de entrar en batalla. Pero, debo realizar, a priori, una pequeña corrección, ya que el nombre de Augusto cuando tenía 18 años y era prohijado por Gayo Julio César, según su testamento depositado en el Senado de Roma, sería el de Gayo Julio César Octaviano, y no el de Cayo Octavio; pero esto son minucias historicistas.

Los personajes que aparecen en este libro son todos preeminentes en la Historia del SPQR (SENATUS POPULUSQUE ROMANUS. ‘El Senado y el Pueblo de Roma o romano’). Desde los asesinos de Julio César, hasta el hijo de Pompeyo, Sexto Pompeyo, Marco Antonio (‘Según Marco Tulio Cicerón: El mayor borracho de Roma’), la reina egipcia Cleopatra VII Filopator, el nuevo nombre del ahijado de Julio César: el Emperador César Augusto, su esposa Livia Augusta, una mujer fuera de serie y superior al inteligente, taimado y rencoroso Augusto.

«‘UNA OBRA HISTÓRICA AUTÉNTICAMENTE SOBRESALIENTE’. En abril del año 44 a. C., Cayo Octavio, un joven de dieciocho años, desembarcaba en Bríndisi y reclamaba la herencia y el nombre de su tío abuelo, Cayo Julio César. Tres lustros después, este puer, este chaval, como despectivamente lo motejara Cicerón, era el amo de Roma, tras derrotar primero a los asesinos de César, después al hijo de Pompeyo el Grande y, por último, a Marco Antonio y a la reina egipcia Cleopatra. En el proceso desmanteló la República, adoptó el nuevo nombre de Augusto y pasó a convertirse en el gobernante único de un imperio que abarcaba todo el Mediterráneo. ‘El legado de César’ relata de un modo apasionante la época del segundo triunvirato y el ascenso al poder de Augusto, para lo que bebe de un variado caudal de fuentes -literarias, arqueológicas, iconográficas, numismáticas, epigráficas…- pero va mucho más allá de la narración y el análisis de las intrigas políticas y las sangrientas guerras civiles, ya que nos pone en la piel de las experiencias, padecimientos y esperanzas de los hombres y mujeres que vivieron aquel tiempo convulso. Un tiempo en el que los ciudadanos de Roma y sus provincias llegaron a aceptar una nueva forma de gobierno y encontraron formas de celebrarlo, pero en el que también lloraron, en obras maestras de la literatura y en historias transmitidas a sus hijos, por las terribles pérdidas sufridas. Josiah Osgood escribe historia antigua con un pulso y una empatía que rompen el inmaculado mármol con el imaginamos a Augusto y su época, para descubrir la humanidad que la habitó, a la que podemos comprender y compadecer».

Marco Antonio que sabía, perfectamente, que en las Idus de Marzo no solo podían ir contra el Dictador Perpetuo Julio César, sino que su cabeza también corría peligro, procuró contemporizar para que las simpatías de la plebe o el populacho de Roma siguiesen estando en la dirección de la persona del asesinado y, en ninguna circunstancia, en el bando de sus asesinos; entre los que había cesarianos (Marco Bruto y Gayo Casio, y sobre todo Decio Bruto), y defensores que lo habían sido de Gneo Pompeyo Magno. Antonio se vio obligado, por la prudencia, a ser poco apasionado en su discurso ante el pueblo romano. No obstante, terminó recordando a los ciudadanos plebeyos de la urbe capitolina, que los miembros del Senado, que habían asesinado a Gayo Julio César habían hecho un juramento por el que se comprometían a proteger al Dictador Perpetuo/Vitalicio. Tras el discurso el lugarteniente de Julio César, ya consiguió, muy inteligentemente, agitar el afecto de la plebe de Roma. Ante este comportamiento, Marco Antonio se apropió del manto del cadáver totalmente ensangrentado y lo elevó en la punta de su lanza ante las atónitas miradas de los ciudadanos romanos presentes en el luctuoso momento criminal. Algunos de los asesinos complotados habían sido partidarios de Pompeyo Magno y, a pesar de los pesares, Julio César los había perdonado y los había aceptado para comandar sus legiones y tener puestos clave en el propio gobierno cesariano.

Acompañados de cantos fúnebres, unos mimos dotados de una funesta precisión recordaron un verso de una antigua tragedia romana: ‘¡Que haya yo salvado a estos hombres que habían de matarme!’. La muchedumbre estaba ya próxima al estallido de violencia cuando alguien suspendió sobre el sarcófago de César una efigie de cera de este (hubiera sido demasiado difícil levantar el cadáver) y la hizo rotar mediante un artilugio mecánico para que la concurrencia pudiera observar las veintitrés puñaladas que habían acabado con la vida del dictador”.

Entonces, el escenario anticomplotados ya está montado, tal como lo pretendía Marco Antonio, que deseaba una venganza rápida contra los asesinos, ya que, en su fuero interno, esperaba y deseaba ser el titular único y total del testamento de Julio César, sin saber que en el mismo existían dos nombres antes que el suyo: Julio César Octaviano y Decio/Décimo Bruto, lugarteniente de sus legiones en la Guerra de las Galias. Durante el siguiente mes al magnicidio, la desbandada de los conspiradores fue absoluta, la desunión militar entre ellos puso ‘las cosas’ muy fáciles a Octaviano y a Antonio para poder acabar con todos ellos. Otro de los que figuraban en las listas para ser castigados con la pena de muerte por Alta Traición fue, ¡cómo no!, Marco Tulio Cicerón, quien no había formado parte, sensu stricto, del grupo de criminales, pero sí se había significado como el principal valedor de ellos y de su acción. Es definitoria la formulación realizada por un amigo de Julio César, Macio, al propio Cicerón: “La situación no puede remediarse; en efecto, si él, con ese talento, no encontraba salida, ¿quién la va a encontrar ahora? A lo que Macio prosiguió con una broma de mal gusto, al asegurar que los galos sometidos por César volverían a marchar sobre Roma, tal como habían hecho siglos antes, en la única ocasión de su historia en que la Urbe había sido saqueada”.

La correspondencia de Cicerón con su amigo Ático es patognomónica y esclarecedora, para poder seguir, paso a paso, todos los acontecimientos que se fueron desarrollando hasta el cataclismo final de la victoria de los intereses de Octaviano y de Antonio. La mayor parte de la población de los ciudadanos de la urbe capitolina y de los soldados veteranos de Julio César reprobaron el magnicidio, mientras tanto en las ciudades de provincias la cuestión ya se observó con mayor distancia e, incluso algunos de sus habitantes estuvieron a favor de la muerte del Dictador Vitalicio y, por supuesto, también existieron los que se mostraron indiferentes ante el luctuoso hecho acaecido. “La tragedia de los idus se compensó con el ascenso al poder del sobrino nieto de César y buen amigo de Nicolás, Augusto, quien desde joven igualó al dictador en su empeño por cumplir con las obligaciones de un buen monarca, intercediendo por todo aquel que lo necesitaba”. Una obra extraordinaria y obvia. «Rex tamen, atque idem egregius virtute bellica».

Puedes comprar el libro en:

9788412496475
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