Llamamos “poesía ontológica” o “trascendente” a aquella que, sin perder un ápice de su aliento lírico, holla con pie decidido el terreno de la ontología: aquella que recupera la pregunta por el ser y halla lo que humanamente se puede encontrar: atisbos de respuesta, jirones de clarividencia, barruntos de iluminación. Parte sustancial de la filosofía heideggeriana surge de la base de una constatación: la metafísica, como disciplina preeminente de la filosofía, se caracteriza por haber olvidado la pregunta por el ser; análogamente, lo propio y lo mismo se puede aseverar de la poesía deliberadamente indescifrable, o adocenada, o atenida a las jergas o los ruidos al uso; se ha olvidado de la única pregunta que amerita el denuedo de aspirar a un rudimentario esbozo de respuesta: la pregunta por el ser. “Preguntar –señala Emilio Estiú en el marco de su estudio preliminar a la Introducción a la metafísica, de Martin Heidegger; Nova, Buenos Aires, cuarta edición, 1977, 241 páginas- es la vocación del que responde al llamado que viene de lo originario.” En el origen del ser pues, encuentra su residencia primera y auroral la pregunta por el ser; del mismo modo que la poesía, que desde la noche de los tiempos se formula la misma pregunta: desde los poemas épicos hasta el sincretismo dialéctico de Mallarmé pasando por la Divina comedia, de Dante. De modo tal que la “poesía ontológica” o “trascendente” no puede ser catalogada de abrupta innovación sino de bienaventurado renuevo. Trascender, en este sentido, supone (y demanda, y exige) sobrepasar la existencia que se agosta en la cuadriculada rutina de la cotidianeidad y proyectarse hacia: esa proyección se conoce con el nombre de poesía; si el tiempo (la desgraciada conciencia de nuestra finitud) se alza en el centro geográfico de nuestra angustia, la posibilidad creativa nace de esa angustia: una proyección que intenta trascender los límites de hierro de la temporalidad. Sofía Castillón y su volumen de poemas titulado Salvo la sombra (Pinap Editora, 2024, 74 páginas) encuentran su filiación en el dominio de la “poesía ontológica” o “trascendente”.
En el primer poema del libro, “El camino del monstruo”, se lee: “Esta víspera de año nuevo / un monstruo espía en mi ventana”; en el siguiente poema, “Casa tomada”: “(…) … nunca duermo sola // mil fantasmas pueden salir del baño / a buscarme”; en el poema “Ballena”: “Las algas dibujan flores, siempre / cubren el animal que habito” y en “Dejala vivir”: “(…) … que la cucaracha viva / sea a tus ojos / el reflejo de una bestia.” El poeta contempla la teratología que lo acompaña en la práctica de su escritura con mirada comprensiva (e incluso tolerante, e incluso cómplice): también ello es el proyectarse hacia de la ontología poética y es esa la mirada la que diferencia al poeta del resto de los mortales: el hombre común también convive con sus monstruos, pero en el entorno de una mirada ciega.
En el poema titulado “Receta” –especialmente, pero no sólo en el mencionado poema-, la poeta desciende hasta los abismos de una inquietante oscuridad. Es su poesía, en efecto, una poesía oscura, pero no sombría; rigurosa, pero no brutal; hamacándose entre el desasosiego y la turbulencia; transmite la consabida perplejidad ante el soberano misterio del ser.
El poema titulado “Sala de espera” comienza diciendo: “Demasiado pronto / el tiempo empieza / a hablar por nosotros”, y poco antes del final: “No hay cura. / Espero.” La espera, claro está, se revela inútil, pues ¿para qué no hay cura?: para aquello que somos: un ser arrojado a la Historia; vale decir, al tiempo; vale decir, a la finitud.
El poema “Diálogo con un muerto” concluye diciendo: “El muerto / se pasa la muerte / preguntando.” Ni aun envuelto en los harapos de la muerte, el sujeto deja de preguntar (-se): el impulso cognitivo no reposa ni aun cuando el cuerpo se entrega a la carcoma. Si como conjeturaba Platón, el soma (cuerpo) es la tumba o el cautiverio del sema (alma), ésta, una vez liberada, se aboca a la tarea que le es propia y constitutiva: la interrogación. No en vano, Emilio Estiú alude, en el párrafo antes citado, “al llamado que viene de lo originario”: ese llamado está en el origen, se sostiene en el desenlace y sobrevive a la desaparición.
El poema “Helix” termina diciendo: “En sus ojos vacíos / creés encontrar / la luz de un dios”, y remite derechamente al primer poema del libro, donde se lee: “No pude resistir / la mirada sin dios.” Se configura aquí la mirada ausente de la divinidad. Hay, pues, una verificación que conduce a un desasosiego más hondo que la revelación (nietzscheana) de la muerte de Dios: los ojos de Dios son dos cuencas vacías; y tal ceguera no propicia la profecía (Tiresias) ni desemboca en la anagnórisis (Edipo), sino que es aquello que despojadamente es: ceguera pura sin más ornato que las tinieblas.
La “poesía ontológica” o “trascendente” se proyecta y se consagra a la totalidad del ser: hacia sus insospechadas cumbres, pero también hacia sus irremediables abismos.