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Camilo José Cela
Camilo José Cela (Foto: Archivo)

Camilo José Cela y la prosa de los libros de viajes

domingo 31 de agosto de 2025, 12:11h
Viaje a la Alcarria
Viaje a la Alcarria
Con Viaje a la Alcarria -1948-, Cela inicia sus incursiones en un género en el que se ha revelado como un maestro excepcional: el libro de viajes. Sus obras en este género -a este libro siguen Del Miño al Bidasoa (1952), Primer viaje andaluz (1959), Viaje al Pirineo de Lérida (1966), etc.-, a pesar de su carácter documental, no están exentas de virtuosismo estilístico; y en ellas se recogen artísticas descripciones de paisajes y una amplia galería de tipos curiosos, en una línea más próxima al cuadro de Goya o de Solana, o al esperpento de Valle-Inclán, que al costumbrismo tradicional.

La preferencia de Cela por la estructura episódica y fragmentada casa bien con la inexistencia de cualquier plan previo al que ajustarse, pues según se va caminando se van descubriendo lugares, acontecimientos y personajes muchas veces raros y singulares. Y, por otra parte, Cela adopta una postura anti-intelectualista que le lleva a renunciar explícitamente a toda interpretación sociológica, histórica o folclórica de cuanto narra. En definitiva, Cela ofrece a menudo todo tipo de personajes y situaciones de la vida cotidiana que observa con detalle, sin emitir juicio alguno sobre unos y otras; y los sabe trasladar a unas páginas de cuidadísima elocución, en la que suele aflorar, por momentos, un lirismo capaz de despertar en cualquier lector una contenida emoción; páginas escritas con una prosa caracterizada por una extraordinaria flexibilidad, dinamismo y expresividad, que bajo esa aparente despreocupación formal encierra un estilo personalísimo fruto de la más concienzuda elaboración literaria.

Y queremos insistir en algo en relación con lo que Cela considera que han de ser los libros de viajes -iniciados precisamente con ese insuperable Viaje a la Alcarria-: distanciamiento objetivador que evita cualquier intromisión del narrador; resistencia a interpretar en términos sociológicos, históricos o folclóricos los acontecimientos que narra -insistimos en ello, por ser este un aspecto en el que se diferencia enormemente del “Unamuno viajero”; una renuncia a todo comentario o reflexión de tipo ensayístico -género este que abordará en la prensa diaria bajo la forma de columna de opinión-; y, junto a esa intención objetivadora -y compatible con ella-, ciertos remansos líricos que demuestran la enorme originalidad de la obra de Cela. Por cierto, y hablando del Viaje a la Alcarria, Cela recurre a una novedosa técnica narrativa: elige la tercera persona narrativa -y no la primera, como suele ser habitual en los libros de viajes-, y usa como tiempo verbal el presente -haciendo coincidir tiempo de lo narrado con tiempo del narrador-, con lo que logra un objetivismo narrativo indiscutible que es, no obstante, compatible -tal y como antes señalábamos- con un cierto lirismo. Sin duda, nos hallamos ante un ejemplo de la mejor prosa castellana de siglo XX -la de Viaje a la Alcarria-; prosa aparentemente fácil -el lector tiene la impresión de estar ante el lenguaje corriente-; pero esta sencillez -no nos cansamos de repetirlo- es el resultado de la más exigente elaboración literaria, con la que se ha logrado una alta capacidad de expresión artística.

Dos fragmento comentados de Viaje a la Alcarria

Texto 1. La escuela de Casasana.

[Fragmento tomado del capítulo IX (“Casasana, Córcoles y Sacedón”)].

El viajero se lava un poco en el portal de la posada, mientras le preparan la comida. A través de un tabique se oye cantar a las niñas de la escuela. La escuela de Casasana es una escuela impresionante, misérrima, con los viejos bancos llenos de parches y remiendos, las paredes y el techo con grandes manchas de humedad, y el suelo de losetas movedizas, mal pegadas. En la escuela hay -quizá para compensar- una limpieza grande, un orden perfecto y mucho sol. De la pared cuelgan un crucifijo y un mapa de España, en colores, uno de esos mapas que abajo, en unos recuadritos, ponen las islas Canarias, el protectorado de Marruecos y las colonias de Río de Oro y de Golfo de Guinea; para poner todo esto no hace falta, en realidad, más que una esquina bien pequeña. En un rincón está una banderita española.

En la mesa de las profesora hay unos libros, unos cuadernos y dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecitas silvestres amarillas, rojas y de color lila. La maestra, que acompaña acompaña al viajero en su visita a la escuela, es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito. Habla de pedagogía y dice al viajero que los niños de Casasana son buenos y aplicados y muy listos. Desde afuera, en silencio y con los ojillos atónitos, un grupo de niños y niñas mira para dentro de la escuela. La maestra llama a un niño y a una niña.

-A ver, para que os vea este señor. ¿Quién descubrió América?

El niño no titubea.

-Cristóbal Colón.

La maestra sonríe.

-Ahora, tú. ¿Cuál fue la mejor reina de España?

-Isabel la Católica.

-¿Por qué?

-Porque luchó contra el feudalismo y el Islam, realizó la unidad de nuestra patria y llevó nuestra religión y nuestra cultura allende los mares.

La maestra complacida, le explica al viajero:

-Es mi mejor alumna.

La chiquita está muy seria, muy poseída de su papel de número uno. El viajero le da una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le pregunta:

-¿Cómo te llamas?

-Rosario González, para servir a Dios y a usted.

-Bien. Vamos a ver, Rosario, ¿tú sabes lo que es el feudalismo?

-No, señor.

-¿Y el Islam?

-No, señor, eso no viene.

La chica está azarada y el viajero suspende el interrogatorio.

El viajero almuerza pronto, a eso de las once, y después se va a una taberna, a una de las escasísimas tabernas que hay en Casasana, a charlar con algunos hombres que han hecho un alto en el trabajo. La gente de Casasana es muy trabajadora, tanto, que les llaman cuculilleros (por cuclilleros) porque, para poder madrugar y marchar al campo en seguida, duermen, según se murmura, en cuclillas: en cuculillas, como dicen ellos.

Aclaraciones relativas al “contexto sociohistórico”.

  1. El protectorado de Marruecos y las colonias de Río de Oro y de Golfo de Guinea figuran en el mapa de España porque en la época en la que Cela recorría la provincia de Guadalajara -junio de 1946- formaban parte del territorio español.
  2. Las florecillas silvestres sobre la mesa de la profesora entretejen los colores de la bandera republicana: amarillas, rojas y de color lila.
  3. Las respuestas de la mejor alumna de la escuela a las preguntas de su maestra sobre el reinado de los Reyes Católicos no sólo ponen en evidencia una práctica pedagógica en que se da más importancia a la memoria que a la inteligencia, sino que subraya la orientación ideológica “oficial” que impregna la escuela de la época, dedicada a contemplar pretéritas grandezas, refugiada en los esplendores gloriosos de un pasado que contrastaba penosamente con las miserias, atrasos y estado de abandono del mundo rural.
  4. Cuando a alguien le preguntaban por su nombre, era preceptivo añadir en la respuesta la coletilla “para servir a Dios y a usted”, frase que alienta el “espíritu de servicio” y que pone a Dios como norte de la vida. Un tópico más de la educación de la época.

Asunto y estructura. Existe un perfecto ajuste entre la forma de expresión elegida por Cela y las diferentes partes que estructuran el texto: descripción de la escuela de Casasana y de la maestra (parágrafos 1 y 2); diálogo entre la maestra, la niña más aplicada y el propio Cela (parágrafo 3); y narración de anécdotas que reflejan el carácter de las gentes de Casasana (parágrafo 4).

La visita que Cela efectúa a la escuela de Casasana pone de manifiesto, en vigorosa descripción, la pobreza de sus instalaciones; una pobreza compensada con una cuidada limpieza y una buena colocación de los enseres que contiene, tan característicos de la escuela oficial de la época: el crucifijo, el mapa de España -que incluye las posesiones coloniales: el protectorado de Marruecos y las colonias de Río de Oro del Golfo de Guinea- y la banderita española (parágrafo 1). Y no escapan a la mirada de Cela esas florecillas silvestres sobre la mesa de la maestra, que entretejen los colores de la bandera republicana; una maestra que Cela describe con rápidas pinceladas de ingenua ternura (parágrafo 2). En el parágrafo 3 del texto, Cela recurre a diálogos escuetos y de gran viveza, a través de los cuales queda al descubierto una pedagogía escolar obsoleta que convierte el memorismo en el mejor método de estudio. La joven maestra, en presencia del viajero, formula a los niños preguntas sobre el reinado de los Reyes Católicos, con ánimo de poder probar sus virtudes como pedagoga y la aplicación de aquéllos. Los niños responden sin titubear. Pero el viajero puede comprobar que ni aun los considerados como mejores alumnos entienden nada de lo que dicen, porque las palabras que emplean carecen de contenido significativo. El viajero guarda silencio y no formula comentarios -por lo demás, fáciles de deducir por un lector que conozca el contexto sociológico de la época- que pudieran resultar hirientes para la maestra o para sus alumnos. El texto finaliza -parágrafo 4- con la sobria narración de pintorescas anécdotas que recalcan la laboriosidad de la gente de Casasana; tan trabajadora, que apenas necesita tabernas, y que, según se murmura, duerme en cuclillas para atender con mayor prontitud las obligaciones laborales.

A lo largo del texto, Cela adopta actitudes irónicas, canalizadas por medio de una fina comicidad y de una socarronería que casi nunca llega al sarcasmo. El estado de desidia y abandono en que se encuentra la escuela de Casasana queda compensado por “una limpieza grande, un orden perfecto y mucho sol”; y en ese ambiente de miseria surge, como contraste agridulce, la figura de la maestra que se las da de pedagoga, “una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito”, y que tiene la audacia -en la España del 46, en plena represión republicana- de colocar sobre su mesa de trabajo un ramillete de flores silvestres cuyo colorido y disposición permiten reconocer la bandera republicana. El mapa de España que cuelga de la pared incluye, en un recuadrito, las últimas posesiones territoriales de lo que fue, en época de Felipe II, un vasto imperio colonial -“el protectorado de Marruecos y las colonias de Río de Oro y del Golfo de Guinea-”, aunque “para poner todo esto -subraya Cela- no hace falta, en realidad, más que una esquina bien pequeña”. No se puede pedir un sentido del humor de mayor finura y amabilidad.

Otras veces, el humor se desprende de las propias situaciones que Cela contempla sin inmutarse, y que registra con precisión, sustituyendo por elocuentes silencios cualquier comentario personal. El lacónico diálogo que Cela sostiene con la mejor alumna de la escuela pone al descubierto los problemas pedagógicos que aquejan a las escuelas de la época; pero como la chica esta azarada, “el viajero suspende el interrogatorio”, sin permitirse la menor digresión o juicio explícito sobre los hechos acaecidos. Humor, pues, que no traspasa los límites de la socarronería, que no llega a la causticidad del sarcasmo.

La técnica narrativa. Ya hemos señalado la original estructura discursiva que emplea Cela en el Viaje a la Alcarria: uso de la tercera persona y del presente simultáneo para la narración; tal y como puede comprobarse en estos fragmentos: El viajero se lava un poco en el portal de la posada, mientras le preparan la comida. […] El viajero le da [a la mejor alumna] una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le pregunta: -Cómo te llamas?; etc. Ahora quisiéramos insistir en algunos “rasgos de estilo” de esta prosa, exenta de complicaciones sintácticas, a base de oraciones muy breves -véase el dialogo entre la maestra y los niños, o entre Cela y la mejor alumna-, unidas preferentemente por yuxtaposición.

Y, precisamente, uno de los recursos estilísticos presentes en el texto es la regularidad de un esquema sintáctico en series equivalentes desde el punto de vista rítmico, a base de tres elementos; tal y como puede comprobarse en la descripción que Cela ofrece de las deficientes instalaciones de la escuela de Casasana. Obsérvense los efectos rítmicos que con estas estructuras paralelísticas se obtienen:

La escuela de Casasana es una escuela impresionante, misérrima, con los viejos bancos llenos de parches y remiendos (I), las paredes y e1 techo con grandes manchas de humedad (II) y el suelo de losetas movedizas, mal pegadas (III). En la escuela hay -quizá para compensar- una lipieza grande (I), un orden perfecto (II) y mucho sol (III).

Y los diálogos; diálogos que invitan al lector a entremezclarse directamente en las situaciones que Cela presencia -como si realmente el lector acompañara al viajero-, y que crean una atmósfera de autenticidad e inmediatez difícilmente igualables. Parece como si los lectores nos trasladáramos a la escuela de Casasana y asistiéramos -atónitos- a la exhibición de memorismo a ultranza que la mejor alumna escenifica en sus breves diálogos con la maestra y con Cela; diálogos, por lo demás, construidos con una enorme economía de recursos expresivos.

Valoración final. Aunque pudiera parecerlo -por el texto comentado-, la actitud de denuncia sociológica de la España franquista es ajena a Viaje a la Alcarria; y no tendría mucho sentido intentar efectuar una lectura de este libro “en clave política”. Habrá que esperar hasta la década de los sesenta para que los novelistas que cultivaron el libro de viajes lleven a cabo en sus escritos tal denuncia (así, Armando López Salinas, Juan Goytisolo, Alfonso Grosso...).

Texto 2. Pastrana.

A la mañana siguiente, cuando el viajero se asomó a la plaza de la Hora, y entró, de verdad y para su uso, en Pastrana, la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval, en una gran ciudad medieval. La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire. Es también una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arlés [1]. En la plaza de la Hora está el palacio de los duques, donde estuvo encerrada y donde murió la princesa de Éboli [2]. El palacio da pena verlo. La fachada aún se conserva, más o menos, pero por dentro está hecho una ruina. En la habitación donde murió la Éboli -una celda con una artística reja, situada en la planta principal, en el ala derecha del edificio- sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo [13]; en el suelo se ven montones de cereal y una báscula para pesar los sacos. La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos que vieron morir a la princesa, pero ya faltan muchos y cada día que pase faltarán más; los arrieros y los campesinos, en las largas esperas para presentar las declaraciones juradas, se entretienen en despegarlos con la navaja. En la habitación de al lado, que es inmensa y que coge toda la parte media de la fachada, se ven aún los restos de un noble artesonado que amenaza con venirse abajo de un día para otro.

En el patio cargan un carro de mula; unas gallinas pican la tierra y otras escarban en un montón de estiércol; dos niños juegan con unos palitos, y un perro está tumbado, con gesto aburrido, al sol.

El viajero no sabe de quién será hoy este palacio -unos le dicen que de la familia de los duques, otros que del Estado, otros que de los jesuitas-, pero piensa que será de alguien que debe tener escasa simpatía por Pastrana, por el palacio, por la Éboli o por todos juntos.

En este palacio fue donde quiso hacer un museo de Pastrana el que fue párroco de la villa don Eustoquio García Merchante [4]. Material para el museo había suficiente y, además, ya se seguiría buscando algún otro. La base del museo la formaría la famosa colección de tapices de Alfonso V de Portugal [5]. [...]

De la plaza de la Hora se sale por dos puertas. La de la izquierda, dando la espalda a la fachada del palacio, lleva al barrio morisco del Albaicín [6] la de la derecha da paso al barrio cristiano de San Francisco [7].

El viajero sale a caminar la ciudad y anda por las calles de los viejos nombres, por las calles alfombradas de guijarrillos menudos, ante las casas de puertas claveteadas de gruesos hierros y de balcones adornados con macetas de geranios, de claveles, de esparraguera y de albahaca. Pastrana es una ciudad con calles de nombres hermosos, llenos de sugerencias: calle de las Damas, del Toro, de las Chimeneas, calle de Santa María, del Altozano, del Regachal, calle del Higueral, del Heruelo, de Moratín.

Moratín escribió en Pastrana El sí de las niñas [8], y se casó en segundas nupcias; de su casa también se hubiera podido conservar alguna cosa.

El viajero, en la plaza de los Cuatro Caños, se encuentra con una fuente esbelta, en forma de copa, cubierta por una losa hendida por los años y rematada por un peón de ajedrez. De la fuente no mana el agua y en las grietas de la losa nacen unos yerbajos desgarbados. Para que se pueda sacar una fotografía, el alcalde ordena que se dé agua a los caños, y el alguacil, entonces, va a buscar un hierro y los desatasca. Algunas mujeres aprovechan para llenar sus cántaros y sus botijos.

El pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción [9] tiene una orla de rosas de té. La iglesia está cerrada y el cura no aparece en su casa, ha salido a darse un paseíto. Después de mucho buscar y mucho preguntar, se encuentra al sacristán. El sacristán y el viajero recorren la iglesia, que debió tener su importancia. El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan. En la iglesia está enterrado el ermitaño Juan de Buenavida y Buencuchillo [10], que debió ser todo un personaje y a quien se dice que van a beatificar; el viajero piensa que el ermitaño gastaba un nombre sobrecogedor de romance de ciego, un nombre más propio de un bandolero o de un señor de horca y cuchillo que de un presunto beato.

La iglesia es muy histórica y está cargada de recuerdos de pasadas grandezas, pero al viajero se le ocurre que, sin duda, lo más hermoso que tiene es su pórtico y su rosal de rosas de té. En tiempos tuvo un coro de cuarenta y tantos canónigos y racioneros, y hoy, quién sabe si por no haber sabido guardar, el coro está vacío, sin un solo hombre.

Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo y, algunas veces, a Santiago de Compostela. Con Toledo tiene puntos de contacto ciertos, evidentes: una callecita, un portal, una esquina, el color de una fachada, unas nubes. Con Santiago de Compostela tiene cierta vaga semejanza en el sentir. El viajero no sabe explicarlo de otra manera.

Pastrana, que fue una ciudad de gran tradición eclesiástica, está hoy casi despoblada de clérigos. Su cabildo, según dicen, solo tuvo igual en el de Toledo, y su convento de carmelitas descalzos fue fundado por Santa Teresa y tuvo de huésped a San Juan de la Cruz.

Hoy el cabildo desapareció y el convento no tiene ninguna importancia. [11]

Aclaraciones relativas al “contexto sociohistórico”.

[1] Arlés. Río de la provincia de Guadalajara, afluente del Tajo por la derecha. Nace en el paraje de Valdelasfuentes y desemboca en el término de Pastrana, en la zona de La Pangía. Aquí tiene su origen el barrio morisco del Albaicín.

[2] Princesa de Éboli. De nombre Ana de Mendoza de la Cerda y de Silva y Álvarez de Toledo. Por sus intrigas palaciegas, Felipe II la encarceló en el Palacio Ducal de Pastrana, en 1581, donde permaneció hasta su muerte, en 1592, cuando tenía 52 años (había nacido en 1540). La Plaza de la Hora recibe este nombre porque desde una enorme reja se le permitía a la princesa asomarse al exterior del palacio una hora al día.

Cf. Jesús Villanueva: “La oscura historia de la princesa de Éboli”.

https://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/oscura-historia-princesa-eboli_11128/4

[3] Servicio Nacional de Trigo. Creado en 1937, en plena Guerra Civil, el SNT actuó como organismo interventor en el mercado del trigo, si bien con el paso del tiempo llegó a controlar la mayor parte del sector agrícola español. Desapareció en 1968, al pasar a denominarse Servicio Nacional de Cereales (SNC), que a su vez se convertiría, en 1971, en el Servicio Nacional de Productos Agrarios (SENPA), disuelto a finales de 1995.

[4] Eustoquio García Merchante. Es el autor de la obra Los tapices de Alfonso V de Portugal (Toledo, Editorial Católica Toledana, 1929).

[5] Colección de tapices de Alfonso V de Portugal. Se encuentra instalada en lo que fue la Sacristía Mayor de la Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción -del siglo XIII-. En esta colección de tapices gótico-flamencos, de finales del siglo XV, figuran las conquistas de Arcila y Tánger por Alfonso V de Portugal en 1471.

Tapices de la Colegiata de Pastrana:

https;//www.youtube.com/watch?v=6tOsJ50OZus

[6] Barrio morisco del Albaicín. En 1570 don Juan de Austria entregó al duque de Pastrana doscientas familias de moriscos, expatriados de las Alpujarras, para que los situara en Pastrana, origen del Barrio del Albaicín. Se diferencia del barrio cristiano por la perfecta alineación de sus calles. Algunas de sus casas conservan las peculiaridades típicas de las construcciones moriscas en estilo mudéjar.

[7] Barrio cristiano de San Francisco. Como edificio principal, en sus abigarradas callejuelas llenas de casonas nobiliarias, destaca la Colegiata; también la fuente de los Cuatro Caños, fechada en 1588.

[8] El sí de las niñas. Comedia en prosa dividida en tres actos, original de Leandro Fernández de Moratín, y estrenada en Madrid el 24 de enero de 1806. La obra critica el matrimonio de conveniencia de las hijas, planeado obligatoriamente por los padres, en busca de marido en buena situación económica. En su momento, esta pieza teatral supuso, frente a las costumbres y tradiciones propias de la época, un claro avance con respecto a la igualdad de derechos de la mujer.

[9] Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción:

http://www.pastrana.org/turismo/descubre/monumentos/iglesia-colegiata

[10] Juan de Buenavida y Buencuchillo. En la cripta de la Colegiata hay un arcón que guarda los restos incorruptos de un ermitaño de curioso y extraño nombre: Juan de Buenavida y Buencuchillo. Hoy no están a la vista; pero no así cuando Cela visitó la Colegiata, en 1946.

[11] Cela, Camilo José de: Viaje a la Alcarria, XI. Barcelona, Espasa libros, 2005 (1952). Colección Austral, A-131. José María Pozuelo Yvancos, editor literario; págs. 227-231. (Esta es nuestra edición de referencia).

Apoyo léxico. Dar pena. Producir vergüenza ajena. Más o menos. De manera aproximada. Estar hecho una ruina. Presentar un estado lamentable de conservación, debido a su continuo deterioro. Sentar sus reales. Domiciliarse, establecerse en un lugar. Declaración jurada. Manifestación escrita asegurada mediante juramento y efectuada ante una autoridad judicial o administrativa. Su contenido ha de tomarse como cierto hasta que se demuestre lo contrario. Artesonado. Techo adornado con molduras que forman compartimentos cóncavos de distintas figuras geométricas. Venirse abajo. Caerse, arruinarse, destruirse. Alguacil. Funcionario subalterno -de categoría inferior- de un ayuntamiento. Erudito. Persona con elevado nivel de instrucción y amplios conocimientos en diferentes materias. Una porción de cosas. Un número considerable e indeterminado. Ser todo un personaje. Persona singular que destaca por su forma peculiar de ser o de actuar. Romance de ciego. Romance poético, al modo tradicional, sobre temas truculentos o sucesos insólitos, que difundían mendigos errantes recitándolos, cantándolos o vendiéndolos en los llamados “pliegos de cordel”. Señor de horca y cuchillo. Aquel que tenía derecho de vida y muerte sobre sus vasallos. Racionero. Clérigo que tiene renta en el cabildo de una iglesia. Cabildo. Cuerpo o comunidad de eclesiásticos capitulares de una iglesia catedral o colegial.

Cela y la observación directa de la realidad. En “Nota a la primera edición de Austral”, Cela advierte: “En el Viaje a La Alcarria las cosas están contadas un poco a la pata la llana y tal como son o como se me figuraron. En esto de los libros de viajes, la fantasía, la interpretación de los pueblos y de los hombres, el folklore, etc., no son más que zarandajas para no ir al grano. Lo mejor, según pienso, es ir un poco al toro por los cuernos y decir 'aquí hay una casa, o un árbol, o un perro moribundo', sin pararse a ver si la casa es de este o del otro estilo, si el árbol conviene a la economía del país o no y si el perro hubiera podido vivir más años de haber sido vacunado a tiempo contra el moquillo. En los libros de viajes suele sobrar la pedantería, que también es lo más fácil de poner.” (pág. 64 de la edición citada).

Y en este fragmento sobre Pastrana, Cela sigue fielmente su criterio de lo que considera que han de ser los libros de viajes. Cela nos aproxima a la realidad de Pastrana (en 1946): “una gran ciudad medieval”, en la que destaca el Palacio Ducal, en el que estuvo encarcelada la princesa de Éboli -los once años anteriores a su muerte, y por orden de Felipe II-; un palacio que “da pena verlo”, porque su interior “está hecho una ruina”, sobre todo desde que el Servicio Nacional del Trigo se instaló en él: en el suelo se amontona el cereal; los campesinos que acuden a presentar sus declaraciones juradas se entretienen deteriorando “un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos” en la habitación en que murió la princesa -y que sirve de sala de espera-, azulejos que despegan con navajas; y exponente también del deterioro del palacio es “un noble artesonado” de la habitación contigua, que ocupa toda la parte media de la fachada, y cuyos restos pueden “venirse abajo” en cualquier momento. Cela ignora a quién pertenece el palacio, pero sea quien fuere su dueño, supone que tiene “escasa simpatía por Pastrana, por el palacio, por la Éboli o por todos juntos”, ya sea la familia de los duques, el Estado o los jesuitas. El palacio podría haber servido de museo para albergar la colección de tapices de Alfonso V de Portugal, tal y como pretendió, sin lograrlo, el párroco de las villa, don Eustoquio García Merchante.

[Hay una cierta similitud entre las “escenas” que presencia Cela en el patio del palacio (“En el patio cargan un carro de mula; unas gallinas pican la tierra y otras escarban en un montón de estiércol; dos niños juegan con unos palitos, y un perro está tumbado, con gesto aburrido, al sol.”) y las que describe cuando llega a Taracena: “Bajo el calor de las cuatro de la tarde, solo un niño juega, desganadamente, con unos huesos de albaricoque. Un carro de mulas -la larga lanza sobre el suelo- se tuesta en medio de una plazuela. Unas gallinas pican en unos montones de estiércol”. (cf. capítulo III -“Del Henares al Tajuña”-, pág. 97)].

Tras tomar como referencia la plaza de la Hora para situar la dirección en la que se encuentran los barrios morisco del Albaicín y cristiano de San Francisco, Cela recorre calles empedradas de pequeños guijarros, con casas “de puertas claveteadas de gruesos hierros” -lo que puede dar idea de su antigua hidalguía- y balcones adornados con diferentes plantas y flores; unas calles con sugerentes nombres, entre las que se encuentra la dedicada a Moratín, ya que fue en Pastrana donde escribió la comedia El sí de las niñas, además de casarse por segunda vez.

Cela recala en la plaza de los Cuatro Caños, que debe su nombre a la fuente que en ella se encuentra, tan deteriorada por el paso de los años que ni siquiera mana agua, porque los caños están atorados; pero cuando se trata de sacar una fotografía, el alguacil, por orden del alcaide, los desatasca, momento que aprovechan algunas mujeres para llenar de agua sus cántaros y botijos. Después, Cela visita la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, acompañado -en ausencia del cura- de un erudito sacristán que hace el papel de cicerone. En ella está enterrado el ermitaño Juan de Buena vida y Buencuchillo, al que quizá beatifiquen, y cuyo nombre crea en Cela cierta extrañeza, pues más le parece “el de un bandolero o de un señor de horca y cuchillo” que “el de un presunto beato”. Repara Cela en la orla de rosas de té del pórtico, que considera “lo más hermoso” de una iglesia que debió de conocer “pasadas grandezas”, de la que queda el testimonio de un coro de cuarenta y tantos canónigos y racioneros, ahora en desuso, al tratarse de una ciudad “casi despoblada de clérigos”, pero que tuvo “gran tradición eclesiástica” -el cabildo estuvo a la altura del de Toledo-, y que aún conserva el convento de carmelitas descalzos fundado por Santa Teresa de Jesús, que hoy “no tiene la menor importancia”. El fragmento se cierra con una rápida comparación de Pastrana con las ciudades de Toledo y de Santiago de Compostela, que se las recuerda a Cela de una forma más o menos imprecisa.

Valores literarios de la prosa de Cela. El autor elige la tercera persona narrativa -y no la primera, como suele ser habitual en los libros de viajes-, y utiliza como tiempo verbal, fundamentalmente, el presente de indicativo -haciendo coincidir tiempo de lo narrado con tiempo del narrador-, con lo que logra un objetivismo narrativo indiscutible. En efecto, esa impresión de realismo objetivista la proporcionan frases como “El viajero no sabe de quién será hoy este palacio [...], pero piensa que será de alguien que debe tener escasa simpatía por Pastrana [...];El viajero sale a caminar la ciudad y anda por las calles de los viejos nombres [...]”; “El viajero, en la plaza de los Cuatro Caños, se encuentra con una fuente esbelta [...]”; “El sacristán y el viajero recorren la iglesia [...]”; “El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan”; “el viajero piensa que el ermitaño gastaba un nombre sobrecogedor de romance de ciego [...]”. Este objetivismo es, no obstante, compatible con un cierto lirismo, que asoma de manera inopinada; como, por ejemplo, en la descripción de las puertas y los balcones de esas “calles de nombres hermosos, llenos de sugerencias”, y que Cela reproduce por su capacidad evocadora: “calle de las Damas, del Toro, de las Chimeneas, calle de Santa María, del Altozano, del Regachal, calle del Higueral, del Heruelo, de Moratín”.

Y, engastada en la sobria narración objetivadora, la enorme expresividad de unas frases de extraordinarios efectos rítmicos, obtenidos por medio de estructuras paralelísticas de dos -e incluso tres- elementos:

“[...] la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval (i), en una gran ciudad medieval (ii)”.

“[...] es una plaza curiosa (i), una plaza con solo tres fachadas (ii), una plaza abierta a uno de sus lados (iii) por un largo balcón que cae sobre la vega (i), sobre una de las dos vegas del Arlés (ii)”.

“[...] donde estuvo encerrada (i) y donde murió (ii) la princesa de Éboli”.

“en el suelo se ven montones de cereal (i) y una báscula para pesar sacos (ii).

“La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos (i), de históricos azulejos (ii) [...]”.

unas gallinas pican la tierra (i) y otras escarban en un montón de estiércol (ii).

“[...] unos le dicen que de la familia de los duques (i), otros que del Estado (ii), otros que de los jesuitas (iii).

La [plaza] de la izquierda [...] lleva al barrio morisco del Albaicín (i); la de la derecha da paso al barrio cristiano de San Francisco” (ii).

“El viajero [...] anda por las calles de los viajos nombres (i), por las calles alfombradas de guijarros menudos (ii), ante las casas de puertas claveteadas de gruesos hierros (i) y de balcones adornados con macetas (ii) [...]”.

“[...] cubierta por una losa hendida por los años (i) y rematada por un peón de ajedrez (ii) [...]”.

“el ermitaño gastaba un nombre sobrecogedor de romance de ciego (i), un nombre más propio de un bandolero (ii) o de un señor de horca y cuchillo (iii) [...]”.

“lo más hermoso que tiene [la iglesia] es su pórtico (i) y su rosal de rosas de té (ii)”.

“[Pastrana] con Toledo tiene puntos de contacto ciertos, evidentes (i) [...] Con Santiago de Compostela tiene cierta vaga semejanza en el sentir (ii)”.

Y gran relieve rítmico aportan a la frase, asimismo, los adjetivos; unas veces antepuestos al nombre, por lo general con valor literario (epitheton ornans): “largo balcón”, “artística reja”, “históricos azulejos”, “largas esperas”, “noble artesonado”, “escasa simpatía”, “famosa colección”, “viejos nombres”, “gruesos hierros”, “presunto beato”, “pasadas grandezas”, “vaga semejanza”; otras, pospuestos al nombre, con carácter especificativo, pero cuyo significado suele estar cargado de subjetivismo y, por tanto, potencia los aspectos connotativos que aportan cierto lirismo: “mañana siguiente”, “ciudad medieval”, “plaza abierta”, “plaza curiosa”, “planta principal”, “ala derecha”, “azulejos bellísimos”, “parte media”, “gesto aburrido”, “material suficiente”, “barrio morisco”, “barrio cristiano”, “calles alfombradas”, “guijarrillos menudos”, “puertas claveteadas”, “balcones adornados”, “nombres hermosos”, “fuente esbelta”, “yerbajos desgarbados”, “nombre sobrecogedor”, “manera imprecisa”; también hay ocasiones en las que se combinan de manera simultánea la anteposición y posposición de adjetivos al nombre, en cuyo caso el primero de los adjetivos tiene carácter enfático y el segundo ha atenuado su valor calificativo (“gran ciudad medieval”, “gran tradición eclesiástica”) o aporta valores de imprecisión (“cierta vaga semejanza”). También advertimos la presencia de un quiasmo formado por “adjetivo+nombre/nombre+adjetivo”, combinaciones sintagmáticas unidas mediante nexo prepositivo (puertas claveteadas de gruesos hierros”). Y no faltan parejas de adjetivos pospuestos al nombre (“losa hendida [...] y rematada”, “puntos de contacto ciertos, evidentes”), e incluso triadas de adjetivos (“plaza cuadrada, grande, despejada”). Son, en cambio, escasos los adjetivos en función copulativa (“la habitación es inmensa”, “el sacristán es muy erudito”, “la iglesia es muy histórica”) o semicopulativa (“un perro está tumbado al sol”, “la iglesia está cerrada”, “el coro está vacío”, “Pastrana está casi despoblada de clérigos”).

La escasa pero eficaz sufijación apreciativa añade al texto unos matices de afectividad que no conculcan en modo alguno el objetivismo descriptivo en el que se sitúa Cela, compatible -insistimos- con ciertos remansos líricos. Así, Cela repara en un “friso de azulejos bellísimos”, en los “dos niños que juegan con unos palitos”, en las “calles alfombradas de guijarrillos menudos”, en los “hierbajos desgarbados” de la fuente de los Cuatro Caños, en ese “pasito” que se da el cura”, en una “callecita” de Pastrana que le recuerda a Toledo... Por otra parte, figuran en el texto, repetidos, adjetivos y adverbios que tienen un valor ponderativo, tales como gran/grande (“en una gran ciudad medieval”, “es una plaza cuadrada, grande, despejada”, “ciudad de gran tradición eclesiástica”); muy (“el sacristán es muy erudito”, “la iglesia es muy histórica”), mucho (“con mucho aire”, “ya faltan muchos [azulejos]”, “después de mucho buscar y mucho preguntar”); más (“más o menos” -locución adverbial-, “cada día que pase faltarán más [azulejos]”, “un nombre más propio de un bandolero […] que de un presunto beato”, “lo más hermoso que tiene es su pórtico”).

Y pese al carácter culto del léxico, Cela no tiene reparos en incluir expresiones coloquiales (del tipo “dar pena”, “estar hecho una ruina”, “sentar sus reales”, “venirse abajo”, “una porción de cosas”, “ser todo un personaje”); y confunde, en tres ocasiones la construcción “deber+infinitivo” (que tiene carácter obligativo) con la perífrasis verbal hipotética “deber de +infinitivo”, que es la que corresponde en los contextos siguientes: “piensa que será de alguien que debe [de] tener escasa simpatía”, “debió [de] tener su importancia”, “debió [de] ser todo un personaje”. Con todo, nos hallamos ante un ejemplo de la mejor prosa castellana del siglo XX -la de Viaje a la Alcarria-; prosa aparentemente fácil -el lector tiene la impresión de estar ante el lenguaje corriente-; pero esta sencillez es el resultado de la más exigente elaboración literaria, con la que se ha logrado una alta capacidad de expresión artística.

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Fuente de los Cuatro Caños, en Pastrana
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Fuente de los Cuatro Caños, en Pastrana
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