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Luciano Canfora: "La biblioteca desaparecida"

Siruela, Madrid, 2025
jueves 04 de septiembre de 2025, 21:20h
La biblioteca desaparecida
La biblioteca desaparecida

Los libros son una intriga per se (consultese, al respecto, el valor de tal acepción en la RAE, fondo de información no incólume reputación consensuada) y, --en este caso-, el sentido de estimación cultural o aprecio de la inteligencia es significativamente definidor.

Hecateo tal vez iba por ahí cuando -¿por osadía personal? ¿por información privilegiada?- describe ‘la` Biblioteca, en genérico, cuando, relata el recorrido que conducía hasta el sarcófago de Ramsés (en Tebas); escribe: “A continuación se encontraba la biblioteca sagrada sobre la cual se hallaba escrito: ‘Lugar del nacimiento del alma’ Y seguían las imágenes de todas las divinidades egipcias; a cada una ofrecía los dones apropiados, como si pretendiese demostrar a Osiris y a los dioses inferiores que había vivido de modo pío, tanto con los hombres como con los dioses”.

Aun a sabiendas de que Szentkuthy (en su extraordinario libro ‘Renacimiento negro’) atribuye la función del alma más a un código de cultura oriental que occidental, el caso es que esos ‘dones ofrecidos a las divinidades’, podrían querer representar lo que más adelante daría lustre a la fama de la muy ponderada Biblioteca de Alejandría como símbolo y culmen de contener y representar todos los bienes del alma, teniendo en cuenta el destinatario: el hombre.

¿Fue en realidad Julio César, en el año 47 a.C. quien la redujo a cenizas? ¿O tal vez el califa Omar, en el año 640, al conquistar la ciudad? En tal sentido nos previene la introducción de este libro donde, al poco, podemos leer, dando prueba de su importancia y valor representativo: “Demetrio había sido el plenipotenciario de la Biblioteca. Cada poco tiempo, el rey pasaba revista a los rollos, como a manípulos de soldados. ¿Cuántos rollos tenemos?” -entendiendo por rollos los cilindros guardando en papel de papiro los textos más valorados de las culturas de la época. Y se nos explicita: “Habían establecido que, para recopilar en Alejandría ‘los libros de todos los pueblos de la Tierra’, serían necesarios quinientos mil rollos.

Ptolomeo concibió una carta ‘a todos los soberanos y gobernantes de la Tierra’ en la que pedía que ‘no dudasen en enviarle’ las obras de cualquier género de autores, ‘poetas o prosistas, rétores o sofistas, médicos y adivinos, historiadores y todos los demás’ Ordenó que fuesen copiados todos los libros que se encontrasen en las naves que hacían escala en Alejandría; que los originales fuesen retenidos y a sus poseedores se les entregaran las copias. A este depósito se llamó después, ‘el fondo de las naves’.

He aquí donde, de una manera virtual, alma y conocimiento podrían interpretarse como un fin necesario al destinatario, al hombre, al lector No obstante, como toda obra humana, no podría estar exenta de críticas más o menos mordaces –así se consolida paradójicamente en ocasiones la fama. “En la populosa tierra de Egipto –se burlaba un poeta satírico- se crían algunos garabateadores de libros, que picotean aternamente en la jaula de las musas”. La crítica provenía de Timón el escéptico quien sabía que en Alejandría estaba el fabuloso Museo custodia de sabiduría. Lo llama ‘la jaula de las musas’ aludiendo a la semejanza de sus moradores con los pájaros raros, remotos y preciosos. De ellos dice que se crían aludiendo a los privilegios materiales que les concedía el rey: el derecho a las comidas gratuitas, el sueldo y la exención de tasas. Espíritu y materia unidos, como siempre. ¿Un centro privilegiado del saber?

“Del palacio real de Alejandría –escribe Estrabón- forma parte también el Museo. Este comprende el peripato, la exedra y una sala grande. El autor no nombra la biblioteca por la simple razón de que no era un edificio ni una sala independiente. Biblioterca quiere decir ante todo ‘estanterías’ en cuyas baldas se depositan los rollos. Solo por traslación, la sala en la que se colocaban ‘las bibliotecas’. La biblioteca sagrada del mausoleo no es, pues, una sala, sino una estantería, o más de una estantería instaladas en uno de los laterales del peripato: ‘la sala suntuosa tiene el muro en común con el peripato en el punto en el cual está instalada la biblioteca’.

Toda la descripción parace un trasanto imaginario pero, en realidad, considero que debemos entender que un lugar sagrado, mausoleo, es referente prioritario donde museo y biblioteca componen, simbólicamente, ubicación del saber. En el apartado de Conjeturas que nos ofrece este libro tan especulativo como metodo de investigación leemos, al fin, que “en el origen de esta pluralidad de opiniones contradictorias sobre el destino de los libros de Alejandría está la idea poco clara de la topografía del Museo, y concluye: “Dos han sido los puntos de discusión: a) ¿la biblioteca era un edificio exento o se identificaba con el Museo?; b) ¿estaba o no estaba en el interior del palacio real?”

Si, poniendo pié en la actualidad retomamos el recinto del saber aludido, hay un relato de consuelo de un autor hispano que, de vacaciones en Ítaca, desesperado se asoma al balcón en una isla griega aceptando que su ordenador ha borrado todo su trabajo de meses, y su bálsamo literario lo reduce así: ‘Bueno, mas se perdió en Alejandría’, ciudad que muestra, al fondo, su afamado perfil sobre la superficie del mar.

Circunstancia que, mutatis mutandi, describió otro autor actual con precisa brevedad aforística cuando escribió: ‘El libro (el rollo) es como el whisky, compañía inexcusable y beneficio insondable’ y volvió a acariciar de nuevo la botella que, en este caso, permanecía a su lado. Todo por el saber.

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