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Nuestro poema de cada día

Juan Ramón Jiménez
Juan Ramón Jiménez

Juan Ramón Jiménez y el carácter trascendente del paisaje de Moguer

Algo especial tiene el paisaje del Moguer natal de Juan Ramón Jiménez al alba, al mediodía, y a la hora del crepúsculo vespertino, que es capaz de trasladar al poeta una sensación de armonía y sosiego, tan necesario para contrarrestar su permanente desequilibro anímico. Lo vamos a poder comprobar leyendo un poema titulado “Auroras de Moguer”, así como dos cuentecillos de ese monumento al poema en prosa modernista que es la obra Platero, y titulados “El loco” y “La cuadra”.
Poesía en verso
Poesía en verso

Auroras de Moguer

¡Los álamos de plata

saliendo de la bruma!

¡El viento solitario

por la marisma oscura,

moviendo -terremoto

irreal- la difusa

Huelva lejana y rosa!

¡Sobre el mar, por la Rábida,

en la gris perla húmeda

del cielo, aún con la noche

fría tras su alba cruda

-¡horizonte de pinos!-,

fría tras su alba blanca,

la deslumbrada luna!

Juan Ramón Jiménez: Poesía en verso.
(1917-1923). 2, 7. Taurus ediciones, Edición del centenario.

Apoyo léxico. Álamos de plata. Al tener blanquecino el envés, las hojas de los álamos parecen plateadas cuando el viento las sacude. (Guillén, en el poema “Las doce en el reloj”, emplea similar recurso metafórico: “Dije: ¡Todo ya pleno! / Un álamo vibró. / Las hojas plateadas / Sonaron con amor. / Los verdes eran grises, / El amor era sol. […]”). Bruma. Niebla, y especialmente la que se forma sobre el mar. Marisma. Terreno bajo y pantanoso que inunda las aguas del mar. En el texto, se alude a la marisma onubense. Difuso. Vago e impreciso.

Juan Ramón Jiménez recoge en este poema, y en actitud básicamente impresionista, las sensaciones -y emociones- que en él suscita una de sus muchas contemplaciones de las auroras de Moguer, el pueblecito de la provincia de Huelva, cercano a la zona costera de La Rábida; una descripción de las auroras de Moguer, que tantas veces ha contemplado -de todas las auroras de Moguer-; momentos del día y paisajes de los que forman parte los álamos (versos 1-2), el viento (versos 3-7) y la luna (versos 8-14).

El paisaje se describe sin intención fotográfica: el autor recoge solamente aquello que más impresiona su sensibilidad; y, por eso, las sensaciones cromáticas -y también las táctiles- se difunden por todo el texto, para plasmar ese amanecer radiante de luz y frescor mañanero. En efecto, el poeta describe la luz del amanecer con bellísimos epítetos que encierran sugestivos efectos cromáticos: “la difusa / Huelva lejana y rosa” (versos 6,7), “en la gris perla húmeda / del cielo” (versos 9,10), “aún con la noche / fría tras su alba cruda” (versos 10,11), “fría tras su alba blanca, / la deslumbrada luna” (versos 13,14); y en un estilo nominal que ha prescindido de verbos personales -tan solo dos gerundios figuran en el poema acompañando a “álamos” y a “viento”- y que viene a reflejar la emoción del autor ante el paisaje descrito; emoción que manifiestan, asimismo, los signos de admiración reiteradamente usados: tres oraciones exclamativas componen el poema. Tres son, en efecto, las frases exclamativas -sin verbos personales- que componen el poema: versos 1-2, versos 3-7, y versos 8-14; en las dos primeras, el sujeto las inicia (“Los álamos de plata…”; “El viento solitario...”); y, en la tercera, el sujeto se coloca al final, retrasado hasta el último verso de la composición: “la desulmbrada luna”. Los signos de admiración reiteradamente usados no hacen sino subrayar la actitud emocionada con que el autor evoca estéticamente una de las muchas auroras que ha tenido ocasión de contemplar realmente en su Moguer natal; y de ahí el carácter exclamativo de las frases.

Adviértase, por otra parte, que los adjetivos están simultáneamente antepuestos y pospuestos a los respectivos nombres, lo que facilita sinestesia de alta eficacia estética. [Con esta estrofa comienza Juan Ramón Jiménez el poema "Nocturno", perteneciente a Arias tristes; estrofa cuyo segundo verso es un claro ejemplo de delicada sinestesia, si bien en este caso la triada adjetival va pospuesta al nombre: “Y no volveré. Y la noche / tibia, serena y callada, / dormirá el mundo, a los rayos / de su luna solitaria.”].

Catorce versos heptasílabos, con rima asonante en ú-a (versos 2, 4, 6, 9, 11, 14), conforman este poema, en el que algunas de las unidades significativas exceden los límites del verso, originándose los correspondientes encabalgamientos: “moviendo -terremoto / irreal- la difusa / Huelva lejana y rosa” (versos 5, 6, 7), “en la gris perla húmeda / del cielo, aún con la noche / fría tras su alba cruda” (versos 9, 10, 11).

La presencia de palabras esdrújulas ayudan a conferir al poema una grata musicalidad; y, algunas de ellas, por su ubicación, tienen cierta trascendencia en el cómputo silábico e incluso en la rima. Nos referimos a las palabras esdrújulas “Rábida” y “húmeda” situadas al final de los versos 8 y 9 y que, dada su condición de esdrújulas, convierten a los versos en heptasílabos (y, en el caso concreto del verso 9, facilita la rima /ú-a/). La otra palabra esdrújula figura en el primer verso -“álamos”-; y las tres aportan una cierta musicalidad al conjunto del poema.

Los encabalgamientos de los versos 3-7 (“¡El viento solitario / por la marisma oscura, / moviendo -terremoto / irreal- la difusa / Huelva lejana y rosa!”) ayudan a sugerir una visión casi fantasmagórica de Huelva, que va surgiendo de la oscuridad en la lejanía, entre neblinas que hacen aún más borrosos sus confines... De igual manera, la masa negra de pinos se va haciendo cada vez más perceptible “-¡horizonte de pinos!-” por la luz paulatina del amanecer.

El conjunto es de una gran sencillez métrica, que responde, también, a la autoexigencia de Juan Ramón Jiménez de componer una poesía cada vez mas desnuda, de anécdota y de artificio retórico.

El medio día: “La cuadra”, de Platero y yo.

La cuadra

Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su lomo.

Bajo su barriga, por el oscuro suelo, vagamente verde, que todo lo contagia de esmeralda, el techo viejo llueve claras monedas de fuego.

Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene a mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho, anhelando lamerme la boca con su lengua rosa. Subida en lo más alto del pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de un lado y de otro, con una femenina distinción. Entre tanto Platero, que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un levantado rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo.

Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego, subiéndome a una piedra, miro al campo.

El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y en el azul limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y dulce, una campana.

Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, XIV. Barcelona, Castalia Ediciones, 2015.
Colección Castalia didáctica, núm. 30. Antonio A. Gómez Yebra, editor literario.

Apoyo léxico. Irisado. Que brilla o destella con colores semejantes a los del arco iris. Idilio. Relación amorosa, especialmente si es romántica y muy intensa. (El vocablo está usado, en el contexto, en sentido figurado). Lumbrarada. Lumbre grande con llamas. Astroso. Desaseado, sucio o roto.

Coincidiendo con el mediodía, Juan Ramón Jiménez entra en este habitáculo y puede gozar de la compañía de tres animales por los que siente gran afecto -como lo demuestra por medio de una emotiva adjetivación con la que les otorga características humanas-: el burro Platero, la perra Diana y la cabra, animales que lo reciben con alegres saludos, en tanto que el sol del mediodía irradia su luminosidad a la cuadra -a través del tragaluz-, al propio Platero y al paisaje exterior; una luminosidad que el poeta describe en una prosa revestida de extraordinarios efectos sensoriales.

En este texto pueden apreciarse muchas de las características del estilo moderrnista de Juan Ramón Jiménez:

por un citar un ejemplo de intensidad en el lenguaje metafórico empleado: “el techo viejo llueve claras monedas de fuego”. Y, en efecto, En este texto pueden apreciarse muchas de las características del estilo moderrnista de Juan Ramón Jiménez: la originalidad de unas imágenes cargadas de sugestiva belleza (nos quedamos con esta: “el techo viejo llueve claras monedas de fuego”); el predominio de las sensaciones de tipo cromático, elaboradas con exquisita delicadeza, y expresadas con un léxico culto y refinado y una original adjetivación que adquiere ribetes fuertemente caracterizadores (el paisaje y los animales); impresiones de sonido muy bien logradas (en particular, el de la campana); una selección léxica que denota el uso continuado de vocablos de gran eufonía; un ritmo musical claramente perceptible al oído, que se logra no sólo a través de procedimientos fónicos, sino también de tipo sintáctico; etc.

El crepúsculo vespertino en “El loco”, de Platero y yo.

El loco

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.

Cuando yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros chillando largamente:

-¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!

… Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos -¡tan lejos de mis oídos!- se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte...

Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos:

-¡El lo...co! ¡El lo...co!

Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, VII. Op. Cit.

El asunto del texto es fácil de seguir: las burlas que el escritor recibe, a causa de su aspecto físico, por parte de unos gitanillos con los que se cruza, cuando se dirige a las afueras de Moguer para contemplar el paisaje al atardecer; contemplación que le extasía. Y mayor interés tiene el tema: el equilibrio anímico que la Naturaleza de Moguer traslada al temperamento adusto del escritor, cuya extremada sensibilidad es capaz de recoger la espiritualidad -“armoniosa y divina”- que rezuma el paisaje campesino al atardecer.

El enrojecido azul oscuro que adopta el cielo andaluz de Moguer cuando se pone el sol queda expresado con ese incendiado añil que se difunde en la infinidad del horizonte, y del que emana una profunda calma y serenidad. La disociación ojos/oídos (ojos muy abiertos, para contemplar toda la luminosidad del ocaso y dejarse contagiar por la placidez que transmite; oídos ajenos a las burlas de los gitanillos que le persiguen insultándole) se manifiesta de esta manera: “mis ojos -¡tan lejos de mis oídos!-”. Los gritos de los chiquillos recalcan, en violento contraste, la identificación del escritor con el paisaje de Moguer -que contempla absorto-, y acentúan un proceso de ensimismamiento, de alta eficacia lírica.

Y es en el párrafo tercero -que coincide con la descripción de un atardecer que proyecta toda su espiritualidad sobre un Juan Ramón Jiménez, que lo contempla extasiado- en donde se acumulan palabras que connotan esa sensación de profunda apacibilidad que el crepúsculo vespertino trae al ánimo del escritor: inmensidad, pureza, nobleza, calma, placidez, serenidad, armonía, divinidad; vida, en definitiva. Así el paisaje de Moguer adquiere para Juan Ramón Jiménez una extraordinaria dimensión humana y trascendente.

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Casa natal de Juan Ramón Jiménez en Moguer
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