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Sor Juana de la Cruz
Sor Juana de la Cruz

Tesis sobre Sor Juana

sábado 30 de mayo de 2015, 08:14h

Aprendió Sor Juana, para agrandar su visión del cosmos, latín, la filosofía de Aristóteles, la hermética, la neoplatónica, la cartesiana y la de Santo Tomás de Aquino. Le abrió el latín quince siglos de disquisiciones quisquillosas, eruditas y profundas, lo cual aguzó su sensorio. Aristóteles puso orden a sus pensamientos, siempre movidos por las pasiones. La hermética, tan cercana a lo esotérico, multiplicó su credulidad, postura intelectual necesaria para la poesía. El neoplatonismo, que es mística y teología, la avezó a la reflexión constante y alta, a la que pocos resisten sin desorientarse. Descartes, que con sus yerros sobre la substancia inauguró el solipsismo, le dio términos suficientes para metodizar cualquier ciencia. Y el Aquinate, merced a sus lucubraciones escolásticas, le enseñó a discernir las esencias, desde las divinas hasta las terrenales. Tal fue la torrentosa educación que Sor Juana, a fuer de tesón, se regaló.

Quien pretenda conocer las batallas espirituales que en Sor Juana tuvieron cabida tendrá que leer, además de su obra literaria entera, la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, encaminada al jesuita Antonio Vieyra, que reprobó la Carta Atenagórica, donde la musa mexicana explica lo que sobre Jesucristo opinaba. Sor Juana, vista de lejos, fue más poeta que filósofo, mas lo fue sin desearlo. Quien hace lo que no quiere acaba siendo esclavo, y los esclavos no ponen su alma en sus actos. El hombre libre, en cambio, sí. Libre es quien acata su sensibilidad vital. Sor Juana, por verse obligada a escribir sobre lo que detestaba, heredó a la posteridad una obra hermosa, sí, pero con resabios mortuorios. Por tal razón es imperioso recordar que la esencia de Sor Juana, su substancia, no está totalmente en su obra poética, pero sí en sus textos de alegato.

Conocía Sor Juana, por ser lectora de Aristóteles, al que sabía a pies juntillas, que las substancias tienen una esencia y que ésta, para ser vislumbrada, exige un esfuerzo mental especial, guiada por el amor a la sabiduría. Todo objeto tiene una esencia y toda esencia tiene un momento en el que emerge. Toda mente puede captar esencias, pero no siempre. Cuando la esencia no emerge, como acaece en el malogrado hombre que nace en país de mediocres, y cuando la mente no está apta para hacerla emerger, como vemos pasa en el ignorante, el saber no nace. Saber es distinguir entre lo necesario y universal, esencial, diría Santo Tomás, y lo contingente y lo particular.

Todos sabemos que la erudición, además de darnos infinitos objetos, es decir, infinitas posibilidades para conocer las esencias, sirve para encontrar la esencia de las esencias, lo que une a las esencias, sus relaciones. Saber es separar lo que es absoluto, unívoco, de lo equívoco o relativo, y determinar reciprocidades y conocer causas y efectos. Saber es torcer lo imbricado sin romperlo. Quien rompe lo imbricado cae fácilmente en lo particular, pierde visión. De aquí que Sor Juana, en laRespuesta, de las muchas y buenas letras y ciencias diga: “quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia a que no sólo no estorban, pero se ayudan dando luz y abriendo camino las unas para las otras, por variaciones y ocultos engarces – que para esta cadena universal les puso la sabiduría de su Autor –, de manera que parece se corresponden y están unidas con admirable trabazón y concierto”.

Lo que es dificultad en el metro es fácil tarea en la aritmética, y lo que es complejidad en la física es gracia en la pintura. Es la erudición, en pocas letras, como el Verbo que dio origen a nuestro mundo. Desconocer la multitud de palabras que gobiernan, sin que lo veamos, el mundo, es ignorar su orden, o por mejor decir, es vivir en un lugar caótico. María Zambrano, en su libro Filosofía y Poesía, ponderando la relación entre el cristianismo y a filosofía griega, con atino dijo: “En el principio era el verbo, el logos, la palabra creadora y ordenadora, que pone en movimiento y legisla. Con estas palabras, la más pura razón cristiana viene a engarzarse con la razón filosófica griega. La venida a la tierra de una criatura que llevaba en su naturaleza una contradicción extrema, impensable, de ser a la vez divino y humano, no detuvo con su divino absurdo el camino del logos platónico-aristotélico, no rompió con la fuerza de la razón, con su primacía. A pesar de la locura de la sabiduría flagelante de San Pablo, la razón como última raíz del universo seguía en pie”.

Cuando fe y razón se unen, es decir, cuando poesía y filosofía se juntan, lo claro se hace profundo y lo oscuro se hace denso. Razón poética es credulidad prudente y poesía razonadora cuestionamiento perenne y audaz. Sor Juana, sin dejar a un lado los libros de Santo Tomás, imaginaba con Platón cavernas, espeluncas fantásticas, y sin despreciar las gracias de Marcial allegaba contentos recorriendo las líneas de Job. Tales luchas, finalmente, desgarran al que les sirve de palimpsesto. Fue Sor Juana sitio de batallas descomunales entre lo poético, carnal, y lo filosófico, espiritual.

Andar poseído por la poesía, afirma Zambrano, es andar diciendo grandes cosas, saturado de ser, inepto para acotar el pensar de lo pensado. Pensar es reflexionar, un movimiento del saber, no de la conciencia, ha dicho Zubiri. Reflexionar lo universal, así las cosas, es reducirlo, sin que nada se pierda, a entidad manejable, a objeto que siendo pequeño amerita inacabables tesis. El filósofo, cuando ignora, calla, y el poeta, cuando no sabe, improvisa. El silencio es vacío, espacio para las esencias, y la palabra es saturación, preparación para poder captar lo esencial. El poeta, siempre esenciando, es imprudente, y el filósofo, siempre abierto, es esclavo.

La que escribió la Respuesta, confusa entre la razón y el verso, para amenguar las iras de los que la circundaban, que querían escribiese sobre lo que no quería, plasmó: “aquellas cosas que no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es no haber qué decir, sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir”. Decir que somos indoctos para hablar es poetizar y callar para no zaherir a los doctos es filosofar. Grandeza, grandeza había en Sor Juana, pero no sabemos si filosófica o poética. Sigamos discurriendo.

¿Era Sor Juana, recordando los distingos de Zambrano, mujer incompleta y conciente, filosófica, o completa e inconciente, poeta? El Filósofo de España, Cervantes, cual Platón nos da una respuesta. Sancho Panza, para engañar a su amo, aseguró que tres vulgares mujeres eran tres altas damas, y preguntó (Quijote, II, 10).: “¿Por ventura tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no ve que son éstas las que aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a medio día?”. Y don Quijote respondió: “Yo no veo, Sancho – dijo don Quijote –, sino a tres labradoras sobre tres borricos”. La mente de don Quijote sólo podía filosofar cuando recordaba. Filosofar, para Platón, era recordar, y todo recuerdo trae nostalgia, poesía.

Filosofar es saber que se poetiza. Jesucristo, que fue poeta y filósofo, dijo (San Juan 12: 8): “Pauperes enim semper habetis vobiscum, me autem non semper habetis”. Cosas siempre habrá en la tierra, pero no siempre esencias. Labradoras siempre habrá, pero no siempre serán vistas cual elegidas damas. ¿Y no son las groseras labradoras elegantes mujeres cuando un filósofo sabe contemplarles la esencia? ¿Y no es ver esencias no dejarse caer en el vacío, en lo aparente? ¿Cuándo don Quijote sintió el frío de la Nada? ¿Cuándo el hastío del Nunca? ¿Cuándo la crueldad del Nadie?

Locura es acomodar la realidad a nuestros afanes, o en palabras de Kant, hacer que la naturaleza se acomode a nuestros fines. Dicho quehacer es luchar y quien lucha siempre sale herido, presto al canto, a lanzar el “llanto al cielo abierto”, como el can del soneto XXXVII de Garcilaso, o a usar el bálsamo de Fierabrás, que según la leyenda antigua era el bálsamo con que embalsamaron a Jesucristo. Tal vez Sor Juana era excelsa poetisa porque era más versada, a decir de Cervantes, en dolores que en metros, en los dolores provocados por ser docta e inteligente y estimadora de la estoiquez, como decía nuestro Gracián.

Ella, entendedora cual Aristóteles y poeta como Platón, dijo: “Sufrirá uno y confesará que otro es más noble que él, que es más rico, que es más hermoso y aun que es más docto; pero que es más entendido apenas habrá quien lo confiese: Rarus est, qui velit cedere ingenio”. No nos afrenta la obra del artista superior porque su arte, sabemos, es deuda, ni nos martiriza la perspectiva siempre nítida del filósofo porque le ha costado, nos dicen, lágrimas de sangre. Mas no toleramos que otro entienda más, que eche mano con más pericia del entendimiento, que a todos fue dado. Entender es saber vivir y vivir es guardar memorias, desvivirse de cuando en cuando para vivir más. Rica es la vida del memorioso y pobre la del olvidadizo.

Sor Juana dijo que Aristóteles, de haber sabido guisar, hubiera escrito más. Guisar, a buen seguro, hubiera hecho que Aristóteles no sólo usara altos e insulsos conceptos, sino también terrestres, sazonados, fáciles de aprehender para el palurdo, siempre gustoso de ejemplos, necio que prefiere la “simple aprehensión” a la “aprehensión simple”, citando a Zubiri. Pero la “simple aprehensión” se hace captación de esencias en las cabezas de los filósofos poetas, que saben escandir lo que con su espíritu han cosechado rápido, tanto como el viento.

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