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06/06/2021@12:00:00

Gastón Segura hubiese querido para la presentación de su libro “Los invertebrados” tener a su lado a Esperanza Aguirre, personaje de su novela que no queda bien parada en sus páginas, esta ex política madrileña que tiene una gran visión cómica como demostró en un antiguo programa del Gran Wyoming al ponerse aquellas gafas de sol, no quiso presentarse al evento y los editores tuvieron que encontrar un sustituto de altura, Héctor de Miguel, salmantino de cuna y amante de los madriles, muchos lo conocerán como Quequé, persona de gran vis cómica, como demostró en la presentación, y lector atento y documentado.

Autor de Los invertebrados

Ahora que se cumplen diez años del movimiento 15-M, Gastón Segura publica la novela sobre lo que ocurrió en aquellos días. Los invertebrados es un retrato sobre unos acontecimientos que pudieron haber cambiado la historia de nuestro país, pero que al final se han quedado en agua de borrajas, aunque nuestro novelista opina que el espíritu del 15-M todavía anima “de alguna manera” al partido Más Madrid.

En tanto nos conducimos hacia el cincuentenario de la muerte de Picasso, que se anuncia ya con jugosas exposiciones, me encuentro con un par de noticias, casi simultaneas y con bastante guasa, sobre ese singular grafitero llamado Banksy.

Sin pretenderlo me hallaba ante el televisor viendo Un hombre para la eternidad (1966). Recordaba haberla disfrutado hace décadas, en el cine de mi pueblo, seguramente en sesión doble, y que era una película de Fred Zinnemann, a quien debemos también la excepcional Solo ante el peligro (1952); con la que ineludiblemente guarda enormes concomitancias, porque en ambos films su protagonista —sea el marshall Will Kane en el western o sea Tomás Moro en esta recreación histórica— opta, contra los ruegos de todos cuantos le rodean, por una decisión sumamente arriesgada; incluso fatídica para el santo católico —y muy posteriormente, también anglicano—.

El próximo 27 de mayo, si no lo impide cualquier percance, Henry Kissinger cumplirá cien años. Por supuesto, los veteranos editorialistas de las grandes cabeceras mundiales se anudarán el windsor doble para escribir con su prosa más circunspecta sendos artículos donde recordarnos las anécdotas más señaladas de este hombre tan determinante durante el último tercio del s. XX.

El pasado día uno, festividad de Todos los Santos, se cumplía una década de la muerte de Agustín García Calvo, uno de los más señeros intelectuales de este país. De aquella fecha, recuerdo unas cuantas necrológicas en los principales periódicos que desmerecían por su brevedad casi de compromiso lo extraordinario de su figura, siempre incómoda para el poder, circunstancia a la que la prensa suele ser harto sensible.

Según noticias, este año, la reposición en el Festival de Bayreuth de la tetralogía El anillo del Nibelungo (El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, estrenada en su integridad, allí mismo en 1876) ha sido un absoluto desastre en su faceta dramática y atrezzo; en cuanto a la musical, ha ido transcurriendo, conocidas las colosales dificultades que presenta cada una de las piezas, con una discreta dignidad.

Ignoro si ha sucedido con toda intención o, como parece, por mera coincidencia, pero ciertamente presentaba algo de celebración de la Diada, aunque carente de las suspicacias, de los agrios desafíos en los discursos y de los pitidos y gritos insultantes que suelen envolver en la actualidad a los actos de esta conmemoración en Barcelona; pues, por el exacto solapamiento de las fechas, lo acontecido en Madrid no podía escamotear un ineludible eco a esta fiesta; sin embargo, en sosegada, en espléndida y, sobre todo, en merecida; ni más ni menos que, tras ciento veinte años desde que el entonces empresario del Liceo, Alberto Bernis, se negase al estreno de La Celestina (1902), el Teatro de la Zarzuela subía a escena esta tragicomedia lírica de ese gran y siempre memorable catalán, que fue Felipe Pedrell; de quien, por otra parte, este agosto, se ha cumplido, bajo el más ominoso silencio oficial, el centenario de su muerte.

Nos hallamos sofocados por la canícula, llamada así por el rutilante destello, durante la aurora, de la estrella Sirio —también conocida como la Ardiente—; la más eminente de la constelación de los Canes Mayores, cuando Roma se estremecía porque los miasmas germinados en las lagunas y marismas circundantes solían propagar alguna que otra temible epidemia.

Ya lo sabrán, ha muerto Peter Brook; uno de los investigadores más extraordinarios de la dramaturgia contemporánea. Nos quedan sus libros y, sobre todo, sus experiencias con actores llegados de todas partes a su parisino Centro Internacional de la Creación Teatral, donde, desde 1971, se empeñó con denodado y admirable afán en indagar una constante renovación de la expresión escénica.

Como sabrán, el domingo pasado, los franceses le renovaron la presidencia a Emmanuel Macron, natural de Amiens, capital del Somme —tradicionalmente llamado La Picardía—; departamento donde ha vencido Madame Le Pen, con el 51 % de los votos emitidos; aunque, en muy versallesca correspondencia, dicha señora haya perdido —obteniendo solo el 20 % de los sufragios ejercidos— en su departamento natal, el Alto Sena.

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El libro estará a la venta el próxima 5 de mayo
Próximo a cumplirse los diez años del movimiento 15-M Gastón Segura publica "Los invertebrados", una novela sobre los hechos que asombraron a España y que se atisbaba como un posible cambio generacional que ha quedado en agua de borrajas.

De sobra lo sé; ya llevo, en estas páginas, tres centenarios seguidos, con cuanto de museístico, con su ineludible tufillo a naftalina, comporta; pero en el quehacer literario conviene siempre atenerse a las normas del género —en este caso, del artículo, tan dependiente de la volandera actualidad—; de modo que, a pesar de lo mucho que hayan leído y escuchado durante estos días, porque ayer mismo se cumplieron los cien años de su muerte, no podía —ni quería, claro está— sustraerme a echar mi cuarto a espadas sobre esa figura tan determinante del s. XX: Vladímir Ilích Uliánov, Lenin.

Cuando estaba remitiendo a esta revista mi anterior artículo quincenal sobre los chismorreos que, desde hace algunos años, intentan afear la formidable contribución de Pablo Ruiz Picasso al arte de s. XX, me enteré de la muerte de mi gran amigo Carlos Tena. Cambiar urgido por la tajante noticia aquellas líneas por cuanto pretenden estas, hubiese resultado precipitado y, por tanto, sumamente desconsiderado con Carlos. De modo que decidí posponer su homenaje hasta esta entrega.

Tomo como asunto de estas líneas la reproducción que guardo del retrato perdido durante la guerra de Pío Baroja, por Pablo Ruiz Picasso —observen que aún mantiene el Ruiz en la firma—, pues este día de los Inocentes se cumplirán ciento cincuenta años del nacimiento de don Pío en San Sebastián, bajo un bombardeo carlista, orquestado por el canónigo Manterola. Hecho que Baroja consideró signo y empresa de su vida, y ahí nos legó, como indudable prueba, las veintidós novelas del ciclo Memorias de un hombre de acción (1913-35) donde, usando a su pariente Aviraneta, se dedicó escurrirse entre y contra la maldición que padeció y aún padece este país; pues basta con contemplar ahora el rostro y el tono de los independentistas, para percibir la hedentina a turbio desván y a cerril venganza del carlismo.

Espoleado por el reciente alboroto armado por la aplicación de esa ley que unos amigos míos llaman sarcásticamente “La del hombre de los caramelos”, porque exonera de culpa a tan sórdida práctica siempre que el o la menor consienta —en román paladino: que despenaliza la pederastia—, me sumergí en Internet para indagar si este chafarrinón forense era otra manifestación del esperpento nacional o solo era el síntoma de una más profunda alteración de nuestra civilización, cuando me tropecé con la intellectual dark web o “red oscura intelectual”.

Huyendo de los espantosos y fundados rumores de quiebra del Credit Suisse —una repetición de la colosal caída de Lehman Brothers, pero a la europea, y por tanto, capaz de devolvernos a aquellos terribles días del expresionismo alemán, cuando un canasto de billetes apenas daba para un bollo de pan—, acompaño a mi amigo Santiago Martín Bermúdez al concierto de Maria João Pires, en el Auditorio Nacional.

Ojeando los periódicos me sorprende la mención al último Boletín del Museo Arqueológico Nacional, donde la historiadora Marta Arcos García ha publicado, siguiendo con su anterior y muy extenso trabajo Patrimonio en Guerra (2017), un artículo titulado “Palmira 2011-2021. Diez años de destrucción en el reino de Zenobia”.

Sobre estas fechas, hace cien años, publicó la editorial neoyorquina Harcourt and Brace, en su sucursal de Londres, el Tractatus Logico-Philosophicus, de Ludwig Wittgenstein; uno de los títulos cruciales del s. XX. Era la traducción inglesa de Logisch-philosophische Abhandlung, aparecido durante enero del año anterior en la revista Annalen der Naturphilosophie, editada en Leipzig, por el premio nobel de Química Wilhelm Ostwald. La impresión alemana ya traía el célebre prólogo de Bertrand Russell —que matizaría y fecharía en esta inglesa—, liminar imprescindible para la divulgación y, sobre todo, para la ponderación de este singularísimo texto entre la comunidad académica del momento.

El pasado diecisiete de mayo moría en París Evángelos Odysséas Papathanassíou, conocido por Vangelis; el último de los tres músicos griegos, con Mikis Theodorakis y Iannis Xenakis, más reconocidos del siglo XX. Pero he aquí que a los doce días de la muerte de este compositor, popularísimo por sus bandas sonoras (Carros de fuego [1981], El año que vivimos peligrosamente o Blade Runner [ambas de 1982]), se cumplía el centenario del nacimiento en Brăila, Rumanía, un importante puerto sobre el Danubio y donde hubo una nutrida comunidad griega durante al menos dos siglos, de Iannis Xenakis, cuyo apellido podemos traducir graciosamente por el “extranjerito” (de xenos: extranjero); es más, hasta se podría decir que este patronímico signó su vida.

Durante los dos años que hemos estado sometidos a esta pútrida epidemia, hemos ocupado muchos ratos sueltos especulando en cómo sería el porvenir cuando hubiese desaparecido —o al menos, cuando hubiese quedado reducida a una infección habitual, como la gripe o como cualquier otra de esas enfermedades estacionales y más o menos controladas—; pero, de pronto, ha estallado la guerra en un extremo de Europa; más allá de la Besarabia, en las inmensas llanuras del Dniéper, y ha borrado, como si fuese un estruendoso sortilegio, a la Covid-19 de nuestras mentes; por más que en nuestros hospitales siga matando a un centenar de personas por día.