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02/03/2017@20:19:28

El poeta habrá de aguardar un poco más; habrá de ser el último, el que cierre la puerta (como hace la muerte, para nuestra armonía).

La melancolía había nacido ya, había llegado antes que él. De hecho, le esperaba a la sombra de un árbol antiguo y esbelto. Rostro de expresión serena; ¿un rictus de complacencia, de aceptación, de ironía en los labios? Sus ojos reflejaban el hábito de quien ejerce la reflexión como una forma de ser. Todo lo cual resultaba reconocible salvo su sexo, que era incierto.

Álvaro Arbina nos cuenta en exclusiva lo que le ha supuesto el éxito de su novela "La mujer del reloj"

Siempre he fantaseado con lo que se oculta tras los libros. Cuando era niño solía quedarme absorto, con la historia detenida, abierta sus fauces ante mí. Acariciaba la piel encuadernada, el ocre ancestral de las páginas, me dejaba seducir por el olor a polvo, a viejo, a magia. Contemplaba los rostros de aquellos escritores, que parecían vivir con sus personajes, en el mismo universo de ensueño que me seducía tanto y ocupaba mi pensamiento incluso cuando no leía.


Hojeando la magnífica revista “Letras Libres”, portentoso índice de restaurantes, aburguesadas biografías y bibliotecas, me topé con un artículo del académico Christopher Domínguez Michael que trata de la muerte del bardo Yeats, texto minucioso que ostenta la erudición del más alto guía turístico y que me movió a ponderar e inquirir las razones que hacen que los literatos piensen que poseen la rara habilidad de leer lo que otros no pueden leer.

Decía el clásico Emerson que todos los grandes libros han sido escritos por una misma persona, pues en todos se nota, aunque sea imposible de conocer, una inteligencia superior. Inteligencia es la capacidad de abstraer de una realidad un contenido y de éste una interpretación, la cual deberá, para sernos útil, encajar con otras interpretaciones de otros contenidos, correspondientes, a su vez, a otras realidades que también se manifiesten a través de notas, es decir, por medio de imágenes.

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Por Margarita Melgar, autora de "El verano de nunca acabar"

A la gente le extraña muchísimo que Margarita Melgar seamos dos (Ana Sanz-Magallón y Montse Ganges), y que escribamos novelas. También escribimos guiones, pero esto no sorprende tanto: como espectadores ya sabemos que las películas son cosa de muchos. Pero como lectores, seguimos esperando que el autor sea esa Sherezade que se sienta a nuestro lado para susurrarnos solo a nosotros una historia, así que una novela escrita a cuatro manos suscita más preguntas. Por lo menos dos: cómo y por qué.

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La novela histórica seduce, conquista y cautiva a muchos lectores porque les complace filtrarse a hurtadillas en la vida secreta y en la privanza de las grandes figuras de la historia, y en ese viaje retrospectivo deslizarse en las alcobas de los palacios, en las ágoras de las vetustas plazas de Atenas, Roma, Aviñón, Tebas, Londres, París, Toledo o Cartago, o en los yermos páramos donde se dirimieron batallas que cambiaron el curso de la Historia.

Impertinente, filosófico lector, sabed que el palique que lees quiere ser el andamio de una monografía, trabajo recto, duro e imparcial no idóneo para cabezas como la mía, tan dada a las diversiones poéticas, bagatelas históricas y husmeos biográficos. Los amedrentamientos de la academia donde calculo el ir y venir de la fama de los poetas y de sus libros me han movido a releer la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, quien de acuerdo a los juicios del perito don Marcelino Menéndez y Pelayo es juglar superior a muchos de los de España.

Por José María Guelbenzu
El esperado era el primer libro de una trilogía proyectada para desarrollarse en el tiempo; en consecuencia, la novela presentaba una serie de líneas abiertas que deberían de permitir su continuidad en los dos libros siguientes, pero estos nunca se llegaron a escribir. Así, la novela quedó a la expectativa, como una serpiente que alza la cabeza para dejarse ver, pero mantiene el cuerpo enrollado sobre sí misma a la espera de cumplir con su acción.

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Por Eva Losada Casanova

Cuando hablo de la intencionalidad de la escritura, mi memoria regresa una y otra vez, como niño hambriento, a uno de los grandes personajes del escritor madrileño Luis Landero. Recuerdo como, a lo largo de la lectura de El guitarrista, este personaje se pasea por los rincones de su vida exclamando a los cuatro vientos que está escribiendo una novela, lo hace con una mezcla de altanería y desasosiego. ¡La novela del eterno novelista! Aquella que no solo nunca se acaba sino que comienza cien veces, quizá mil. La edad temprana es ese campo de cultivo en el que la romántica idea de ser escritores va y viene como una cometa. Colorida y libre. Queda muy bien hacer volar nuestra cometa mientras compartimos unas tapas en un bar o bajo un hipnótico y peligroso cielo estrellado. El problema es que llega un momento en el que ese trozo de tela se hace pequeño en un cielo limpio y azul o bien cae en picado y descompuesto a nuestros pies.