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"El monasterio de San Vicente", de Francisco Javier Fernández Conde

Ed. Trea. 2024
viernes 10 de octubre de 2025, 21:20h
El monasterio de San Vicente
El monasterio de San Vicente
El presente libro es uno de los documentos bibliográficos esenciales para el conocimiento del patrimonio eclesiástico del Reino de Asturias. Su labor es encomiable y sobresaliente. Su titulación doctoral universitaria lo acredita, ya que el profesor Francisco Javier Fernández Conde es Doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad Gregoriana de Roma.

Comenzaremos indicando que el monasterio de San Vicente presenta un primer documento ya en el año 781, que define el de su fundación. En este año el Rey de los Ástures o de Asturias o del Asturorum Regnum es Mauregato (¿791?-Rey de Asturias entre 783 y su muerte en 789). Las primeras referencias al monacato en las tierras de la Asturia, dividida en dos gentilidades, prerromanas: transmontana y cismontana-augustana, se refieren, claramente, a la tradición de los eremitas y de sus cenobios del mundo religioso del orbe político de los visigodos de Toledo. Por todo lo que antecede, no es nada extraño que, en la ciudad de Oviedo, que luego será caput regni del Ovetao Regnum, se pudiese crear y organizar un monasterio tan eximio como el de San Vicente, inspirado en los ritos de la época visigoda o godos del oeste.

La información sobre el monacato peninsular durante el período arriano de los visigodos, anterior a la muerte de Leovigildo (586) no es muy abundante (Orlandis, 1977, 227-230; Linage Conde, 1973, 211 y ss.; Freire Camaniel, 1998, 83 y ss.; Díaz Martínez, 2007, 568 y ss.). Si prescindimos de las noticias relacionadas con el fenómeno del Priscilianismo (Conde, 2007), se sabe que desde el siglo VI puede documentarse la existencia de un monacato peninsular influido por el de las vecinas regiones de la Galia, en el que se revaloriza paulatinamente en cada monasterio la figura de los obispos locales y la autonomía patrimonial de los mismos. La disciplina monástica se ajustaría a normas particulares o a una compilación de diferentes reglas que, andando el tiempo, formarían el conocido Codex Regularum (Velázquez Soriano, 2008, 532-567), sin que falten referencias a fuentes del ascetismo oriental que podían conocerse por diferentes conductos. También es conocida la influencia del ascetismo africano. Por Ildefonso de Toledo tenemos noticias de la llegada del monje Donato (c.570) con setenta compañeros y numerosos códices, huyendo de los vándalos, instalándose en el Levante peninsular y fundándose el famoso Servitano con una regla: A lo que parece, Donato’. […] había construido el monasterio Servitano. Y se decide que fue el primero en España en adoptar una regla para la observancia monástica”.

Cuando muere el poderoso monarca visigodo Leovigildo, el agotamiento del clericalismo arriano, y la brillantez indubitable de sus homónimos católicos, no deja más opción al primogénito del anterior soberano que convertirse al cristianismo católico, el Rey será Recaredo I “el Grande”, y con ello se afianzará la iglesia católica de rito latino, en Hispania, muy vinculada al papado de Roma, lo que permitirá la consolidación de todas sus instituciones, y una de ellas de capital importancia es la del monacato en sus muy diversas formas. El monacato entra en una nueva estructura de conformación, con la plena incorporación de sus manifestaciones socio-económicas, culturales y ascéticas a la rica sociedad que habita en el final del siglo VI y del siglo VII d.C. Para todo ello, aparecen diversas reglas monásticas, de las que es preciso y necesario destacar tres paradigmáticas: la de San Isidoro de Sevilla (luego traído a la Basílica de San Isidoro de León, por los Reyes Sancha I y Fernando I de León), la de San Fructuoso de Braga o del Bierzo, y la RCA o Regla Común de Abades o de Obispos. Dentro del monacato visigodo son trascendentales los pactos que se producen entre monjes y abades para la creación primero, y luego consolidación de los monasterios en el alba de la Edad Media. Este tipo de pactos era realizado por un grupo de monjes que se colocan bajo la autoridad de un abad, prometiéndole santa y rigurosa obediencia, entregándose a él y a la iglesia católica que representaba, sus cuerpos, sus almas y todos sus bienes. El abad utilizaba la fórmula de reciprocidad y ponía a disposición del grupo monacal sus propios bienes y sus pertenencias, existiendo, por lo tanto, una auténtica comunión de deseos y de efectos. Este tipo de pactos nace en el siglo VIII, tras el 711 con la entrada del Islam en Hispania, y llegan en su duración hasta mediados del siglo XI.

«Los monasterios fueron una realidad importante en la historia del Medioevo occidental desde que Benito de Nursia compuso en el siglo VI la Santa Regla para sus monjes, inspirándose en las de Casiano, San Basilio y la Regula Magistri. Aquellas comunidades monásticas constituyeron un factor decisivo para la economía, la sociedad, la cultura y la religiosidad. Nada tiene de extraño que los historiadores se ocuparan de las casas de ‘monjes negros’, de monjas y de las diferentes instituciones influidas por esa disciplina monástica. Esa historia monástica estuvo muy de moda en España en la segunda parte del siglo pasado, tomando como marco de referencia la historia del monasterio de San Millán de la Cogolla de J. A. García de Cortázar (1969). Más o menos conscientemente, aquellas monografías, que leyeron a la letra los importantes núcleos documentales de cada cenobio, los describían prácticamente como un ‘señorío colectivo de producción’ en el contexto general del feudalismo. Con el paso del tiempo, los medievalistas que admiraban y seguían dichos modelos, se fueron dando cuenta y poniendo de relieve en sus monografías que aquellos centros de poder, además de dominios feudales, estaban también formados por hombres o mujeres que vivían, estudiaban y rezaban como una comunidad religiosa que adaptaba su vida a una ‘Regla’. Así fueron apareciendo numerosas obras, en las que se pueden seguir la ‘vida completa’ de muchos monasterios, aunque las dimensiones económico-sociales sigan ocupando una parte fundamental de los respectivos trabajos. La historia del monasterio de San Pelayo d’Uvieu llevada a cabo por Torrente Fernández (2019) y la de San Salvador de Cornellana, realizada por Miguel Calleja-Puerta con ocasión del milenario de su fundación (2024), son los últimos y espléndidos ejemplos de monografías históricas sobre la materia en Asturias. Con este trabajo sobre el monasterio de San Vicente, en el que nos hemos esforzado para no perder de vista la realidad completa de lo que fue uno de los más importantes monasterios de la historia medieval asturiana, tratamos también de aumentar, un poco más, ese capítulo bibliográfico. En principio, nos propusimos abarcar toda su historia medieval. La enorme masa documental (conservada en su mayoría en el Archivo de San Pelayo), nos obligó a terminar en torno a 1300. En una segunda obra, trataremos -o tratarán- de hacer realidad dicho proyecto hasta la incorporación de los monjes d ‘Uvieu a la Congregación de la Observancia de San Benito de Valladolid a comienzos del siglo XVI».

Tanto en la Galicia lucense como en la Asturias ovetense existe una importante pléyade de cenobios, que proceden del fervor religioso nacido del indubitable peligro mahometano, que supuso para la cristiandad la derrota del Rey Rodrigo en Guadalete (año 711), y luego en Écija sobre su sobrino Bancho o Sancho, por parte de las tropas del liberto de Musa ibn Nusayr, valí de África, Tarik ibn Ziyad, y la rápida ocupación del territorio del Reino visigodo de Toledo, con el apoyo indiscutible de los judíos, y la inhibición de los mayoritarios hispano-romanos. Estos monasterios proceden de la iniciativa de un paterfamilias laico o eclesiástico, que será el presbítero-abad. Estos cenobios serán el centro riguroso, para que a su alrededor comiencen a nacer los poblamientos altomedievales, núcleos urbanos que serán cualificados como pueblos, villas y ciudades, con regla ulterior sociopolítica de abadengo o de realengo. Muchas de aquellas reuniones cenobíticas conllevaron la aparición de poblaciones, cuando se transformaron, a posteriori, como si fuesen algún tipo de aventuras primigenias pseudoascéticas. Un ejemplo paradigmático del hecho, pero ad contrarium, se encuentra bien subrayado en el cenobio de San Tisu de Nalón, creado por el presbítero Leminio a partir de una villa llamada Legulie, hacia el año 800 d. C. Este libro presenta una importante y esclarecedora bibliografía, y una serie de textos magníficos sobre los pactos cenobíticos de los que hemos escrito anteriormente. Deseo, asimismo, destacar dos capítulos de una gran riqueza expositiva, dedicados el primero a la distribución geográfica de las heredades de San Vicente, y el segundo referido a la exposición de documentos singulares. Por consiguiente, estamos ante una obra maestra del profesor Fernández Conde, que recomiendo sin ambages, y vivamente. Libro riguroso, preciso, justo y necesario. ¡Inimitable! «Errare humanum est, sed perseverare diabolicum. ET. Medice, cura te ipsum».

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