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La Mesta madrileña
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La Mesta madrileña

XXXII FIESTA DE LA TRANSHUMANCIA

(Madrid, 19 DE OCTUBRE DE 2025)
domingo 19 de octubre de 2025, 17:16h

Sírvanos como pretexto esta celebración para recordar y comentar un texto de Azorín, titulado “En la Meseta”, y publicado en La Vanguardia (el miércoles 4 de enero de 1911).

En la Meseta

En los días de rebullicio ciudadano, he venido a pasarlos a un pueblecillo de la alta meseta castellana. Estoy en una ancha sala de paredes desnudas. Ante mí tengo una mesa de recio y negruzco nogal. Por la ventana se columbra un paisaje llano, seco, desmantelado; a lo lejos se divisan unas montañas con las cimas blanqueadas por la nieve. No llega hasta mí ningún rumor del pueblo; todo es silencio, y paz; de cuando en cuando una ráfaga de viento huracanado hace un ruido sonoro, como el de un largo lamento; los árboles, los pocos árboles de la llanura, inclinan sus copas, sus ramajes negros y esqueléticos. Cerca, veo el balcón, unas techumbres pardas, techumbres humildes de viejas tejas; más lejos, la torre bermeja, casi dorada, de una iglesia, se recorta en el cielo de azul intenso, brillante. Más lejos, aparece la llanada rasa, limitada en la lejanía por los montes de color vario. Son las tres de la tarde. Hace tres días que he llegado a la diminuta ciudad: una ciudad donde un tiempo se aposentaron durante una breve temporada Isabel de Castilla y Femando de Aragón. Cuando llegué, por la noche, una viejecita, después de reposar un momento ante el fuego de la ancha cocina, puso en mis manos un candil; subí por las empinadas escaleras, llegué a esta desmantelada sala y me quedé solo. En mi maleta no tenía más que un libro: un libro que resume todo el espíritu de Castilla, un libro representativo, un libro que me dice más del genio y de la raza castellana que todas las historias y todas las obras literarias. Dice así la portada: Vida pastoril por don Manuel del Río, vecino de Carrascosa, provincia de Soria, ganadero trashumante, [i] y hermano del honrado Concejo de la Mesta [ii].

Durante toda la noche del primer día dormí con un sueño no interrumpido y profundo. A las siete comencé a ver una claridad indecisa en las maderas de la ventana; una campana tocaba con cristalinos sones de tarde en tarde. Me levanté y bajé a la cocina; se percibía en la casa un aromático olor de ramaje quemado. Dos labriegos, con sus gabanes pardos de burda hilaza, bebían unas copas de aguardiente; la viejecita se hallaba cocinando al lado del fuego.

—¿Quiere algo, señor?— me preguntó al verme.

Comí algo y salí a la calle; por el centro de las callejas se ven unos hondos y fangosos regatos; hociquean en ellos unos cerdos, que se detienen un momento y luego parten ligeros en breves y nerviosas carreras. Unas vecinas se asoman a las puertas al ruido de mis pasos. Las casas son sórdidas y bajas; de trecho en trecho aparece un vetusto caserón con un escudo sobre la puerta; las anchas maderas de los balcones están cerradas, carcomidas; en algunos de los salientes balcones nacen altas matas de hierba. He llegado hasta las afueras del pueblo; me he detenido ante un cortinal en que un asno escuálido daba vueltas en torno de una noria. Se oía el chirrido dulce, suave, del viejo artificio. A lo lejos se extendían los bancales de verdes sembrados; manchas de negruzcos barbechos rompían acá y allá el alegre tapiz del temprano alcacel. Han comenzado a sonar en la iglesia las campanadas lentas y tristes de un funeral; por un caminejo retorcido, amarillento, llegaba un viejo detrás de un jumento cargado con cuatro cántaros llenos de agua.

—¿Se ha muerto alguien en el pueblo? —-le he preguntado.

—La misa de don Juan Manuel Mendoza, señor, que murió aquí hace un año —me ha contestado, llevándose levemente la mano a la parda montera.

Me he quedado solo ante la vasta y silenciosa llanura. Las campanas han cesado de tañer. Me he sentado en el alterón del camino y he tendido la vista por los anchos sembrados, he contemplado las copas gráciles, enhiestas, de dos álamos que asoman por encima de las bardas del cortinal, he atalayado las lejanas blanquiazules montañas. Eran las nueve de la mañana; he tornado a entrar en el pueblo; de cuando en cuando pasaba por las callejas algún labriego. Nada turbaba el reposo y el silencio de la vieja ciudad. Los minutos se deslizaban lentos, interminables, eternos. Toda la vida, la escasa vida del pueblo, está en esas lejanas montañas; allá en sus valles hondos y abrigados, en sus recuestos, en sus oteros, los ganados de los vecinos van pastando sosegada y tranquilamente. ¿Qué hacer en esta minúscula ciudad donde no pasa nada, donde no se oye ningún ruido, ni el más ligero rumor? De vuelta en el hostal donde me hospedo, he sacado de mi maleta el libro que traía y he comenzado a leer: «Un rebaño de mil y cien cabezas debe tener un rabadán, un compañero, un ayudador, un sobrado (que también se llama persona de más) y un zagal». He aquí toda la organización social, toda la jerarquía, toda la vida de esta vieja y pequeña ciudad. He vuelto, durante tres días, a salir a la calle, a ver el paciente asno dando vueltas a la noria del cortinal, a recorrer las callejas y a entrar en la sala desmantelada del mesón y a comenzar a leer una vez más el libro peregrino de don Manuel del Río, hermano del honrado Concejo de la Mesta: “Un rebaño de mil y cien cabezas...”.

Para los cortesanos, el reposo de unos días en una de estas muertas y solitarias ciudades castellanas es un descanso para los nervios y una cura para el espíritu. Aquí en estos parajes, donde hace tres, cuatro o cinco siglos hervía a borbotones la vida, al presente no hay más que silencio y paz. Estos caserones con escudos fueron habitados por hidalgos, por guerreros, por conquistadores de países allende el mar; esta iglesia fue fundada acaso por alguna de aquellas damas rígidas y duras que el bachiller Juan Pérez de Moya [iii] ha retratado sumariamente, con cuatro rasguños, en su libro Varia historia de santas e ilustres mujeres [iv]; las callejas, ahora desiertas, estarían llenas de tiendecillas de plateros, de guadamacileros, de fabricantes de paños y de harinas; a las ferias populosas de Medina del Campo [v] saldrían todos los años caravanas de mercaderes y de caballeros ostentosamente arreados. A lo largo del tiempo, en el correr de los siglos, la vida agitada y fastuosa de la rica ciudad se iría apagando, amortiguando; los viejos caserones quedaron cerrados, abandonados; los mercaderes y menestrales huyeron a otras tierras más prósperas. Solo en la llanura y en las distantes montañas quedaron las cabañas de los merinos, con sus rabadanes, sus compañeros, sus ayudadores y sus sobrados.

Todo el silencio, toda la rigidez, toda la adustez de esta inmoble vida castellana está concentrada en los rebaños que cruzan la llanura lentamente y se recogen en los oteros y los valles de las montañas. Mirad ese rabadán, envuelto en su capa recia y parda, silencioso todo el día, durante todo el año, contemplando un cielo azul, sin nubes, ante el paisaje abrupto y grandioso de la montaña, y tendréis explicado el tipo del campesino castellano castizo, histórico: noble, austero, grave y elegante en el ademán; corto, sentencioso y agudo en sus razones. Los poetas, los novelistas, los dramaturgos clásicos han retratado en sus obras una Castilla brillante y artificiosa; hay mucho de verdad en la sociedad que ellos describen; pero la sociedad que ellos retratan y nos han transmitido en sus obras es la sociedad fugitiva, deleznable, de las grandes ciudades. El alma de Castilla, el fondo de la raza, lo que no pasa, lo que perdura, está en estos libros raros, obscuros, desconocidos, que no son literarios, en que no existe retórica ninguna, y que, sin embargo, nos dicen más de Castilla que todas las comedias y todas las novelas.

En la soledad de esta diminuta ciudad de la meseta castellana he leído y releído el libro de don Manuel del Río, vecino de Carrascosa, provincia de Soria, ganadero trashumante y hermano del honrado Concejo de la Mesta; en mi lectura, el silencio profundo de la llanura castellana se asociaba a la visión del pastor solitario, envuelto en su capa secular, trasmitida de padres a hijos, como una herencia sagrada. Y en estas horas, surgía, clara, radiante, toda la tenacidad, todo el silencio altivo y desdeñoso, toda la profunda compasión, toda la nobleza del labriego castellano, raíz y fundamento de una patria.

[En el artículo de Azorín, las palabras hostal y jerarquía figuran escritas sin h y con g, respectivamente. Se ha suprimido la tilde en la preposición a, en las conjunciones e y o, así como en el adverbio solo. Por otra parte, Azorín ha preferido la forma etimológica obscuro < obscūrus].

Referencia históricas.

[i] Vida pastoril... La obra de Manuel del Río Alcalde, ganadero trashumante soriano, se publica por la Imprenta de Repullés, en Madrid, en 1828, y trata de cuantos aspectos se refieren al pastoreo con ovejas. Fue reeditada en 1978 por José Luis Gozálvez Escobar (Almazán, Soria). En su introducción, escribe Gozálvez: “Este breve tratado constituye uno de los testimonios más importantes sobre las prácticas ganaderas trashumantes en un período que trasciende los límites cronológicos de su edición. Pues, las curiosas noticias, que nos da Manuel del Río son válidas, en lo esencial, para casi todo el siglo XVIII. […] La obra presenta “un panorama bastante amplio de lo que debió de ser la vida diaria de los pastores y de los ganados castellanos y leoneses. El valor testimonial de sus páginas, por ello, estriba en el intento -a nuestro parecer, conseguido- de rescatar para la ganadería trashumante la tradición de unas técnicas de experimentada utilidad que, de otra manera, ante la adversa coyuntura política y económica, muy posiblemente hubiesen desaparecido con los años”.

[ii] Honrado Concejo de la Mesta. Primer gremio ganadero, creado en 1273 por Alfonso X el Sabio, coincidiendo con el desarrollo masivo de la ganadería trashumante, y que encuentra en el reinado de los Reyes Católicos su momento de máximo apoyo oficial. Fue disuelto en 1836 por Isabel II -en realidad por su madre, la Regente María Cristina-, aunque tuvo una continuidad simbólica en la llamada Asociación de Ganaderos del Reino, que funcionó hasta 1936.

[iii] El jienense Juan Pérez de Moya (¿1512?-1596) fue un célebre matemático, autor del conocido libro -el de mayor importancia en el ámbito de las Matemáticas del siglo XVI- Diálogos de aritmética práctica y especulativa (Salamanca, 1562). Como mitógrafo, escribió un libro, muy reimpreso en su época: Philosofía secreta (Madrid, 1585), en el que al tratar diferentes mitos grecorromanos, extrae consecuencias morales de cada uno de ellos.

[iv] La obra de carácter moral Varia historia de Sanctas e ilustres mujeres, de Juan Pérez Moya, se publicó en Madrid, 1583.

[v] Las ferias de Medina del Campo (en Valladolid) se instituyeron a principios del siglo XV, y a instancias de Fernando I de Antequera -el futuro rey de Aragón, salido del Compromiso de Caspe-, que por aquel entonces era señor de esta villa. Hasta tal extremo cobraron importancia -por la presencia de mercaderes y de transacciones comerciales- que los Reyes Católicos las consideraron, en 1491, “ferias generales del reino”. Se celebraban dos veces al año -en mayo y en octubre- y duraban cincuenta días.

Apoyo léxico.

Rebullicio. Ruido muy grande que causa la concurrencia de mucha gente. Recio. Fuerte, robusto. Columbrar. Divisar o ver desde lejos algo, sin distinguirlo bien. Desmantelado. En el contexto (paisaje desmantelado), despojado de árboles. Llanada. Campo llano, sin altos ni bajos. Rasa. Plana, libre de estorbos. Trashumante. Referido al ganado y a sus conductores, que pasa desde las dehesas de invierno a las de verano, y viceversa, cambiando periódicamente de lugar. Desmantelada. En el contexto (desmantelada sala), despojada de muebles. Gabán. Capote con mangas (que se pone sobre las demás prendas de vestir cuando hace frío). Burda. Tosca, áspera. Hilaza. Tejido de hilo grueso y desigual. Hociquear. Hocicar: levantar la tierra con el hocico. Sórdida. Mísera, en estado de abandono. Cortinal. Pedazo de tierra cercado, inmediato a un pueblo o a casas de campo, que ordinariamente se siembra todos los años. Artificio (en referencia a la noria). Máquina o artefacto (para subir agua de pozos). Barbecho. Tierra labrantía que no se siembra durante un año o más. Alcacel. Alcacer: cebada verde y en hierba. Montera. Prenda para abrigo de la cabeza, que generalmente se hace de paño y tiene diferentes hechuras. Alterón. Muro. Barda. Vallado o tapia. Atalayar. Observar (el campo) desde una altura. Recuesto. Lugar en declive. Rabadán. Mayoral (pastor principal) que cuida y gobierna todos los hatos (porciones) de ganado de una cabaña (conjunto de cabezas de ganado), y manda a los zagales (pastores jóvenes) y demás pastores. Ayudador. Pastor que tiene el primer lugar después del mayoral y cuida de las ovejas y conduce las piaras de ganado. Sobrado. Persona que sobra. Desmantelada. En el contexto (sala desmantelada del mesón), mal cuidada. Peregrino. Raro o pocas veces visto. Allende. Mas allá de. Con cuatro rasguños. En el contexto, en unas pocas líneas y de forma esquemática. Guadamacilero. Fabricante de cuero adobado y adornado con dibujos de pintura o relieve (guadamecíes). Arreado. Adornado, arreglado. En el correr de. En el transcurso de. Menestral. Persona que tiene un oficio manual. Inmoble: Inmovible, constante. Deleznable. Despreciable. Secular. Que dura desde hace siglos. Altivo. Orgulloso, soberbio. Desdeñoso. Que manifiesta una indiferencia y despego que denotan menosprecio.

Reflexiones sobre el texto.

La clave del artículo de Azorín, escrito con indiscutible calidad literaria, reside en la asociación que establece entre el paisaje castellano -“toda la adustez de esta inmoble vida castellana”-, con sus pueblos, sus campos, sus ciudades, y nuestro pasado histórico, cuya continuidad fija nuestra propia identidad colectiva: “Mirad ese rabadán -escribe Azorín-, envuelto en su capa recia y parda, silencioso todo el día, durante todo el año, contemplando un cielo azul, sin nubes, ante el paisaje abrupto y grandioso de la montaña, y tendréis explicado el tipo del campesino castellano castizo, histórico: noble, austero, grave y elegante en el ademán; corto, sentencioso y agudo en sus razones”. Y completa con estas otras palabras sus reflexiones: “el silencio profundo de la llanura castellana se asociaba a la visión del pastor solitario, envuelto en su capa secular, trasmitida de padres a hijos, como una herencia sagrada. Y en estas horas, surgía, clara, radiante, toda la tenacidad, todo el silencio altivo y desdeñoso, toda la profunda compasión, toda la nobleza del labriego castellano, raíz y fundamento de una patria”.

Azorín pasa unos días -tres- en un “silencioso pueblecito” -una “diminuta ciudad”- de la alta meseta castellana, en el que pasaron una “breve temporada” los Reyes Católicos.

[Durante la primavera de 1496 resultaron frecuentes las visitas de Isabel y Fernando -y de sus cuatro hijos: Juan, Juana, María y Catalina- a Soria y a algunas de las localidades de su provincia: Almazán, Morón de Almazán, Monteagudo de las Vicarías, Medinaceli..., en busca del apoyo de los señores feudales para reforzar el poder real. De hecho, Almazán se convirtió ocasionalmente en el lugar en que se estableció la Corte, y los reyes se alojaron en el Palacio de Altamira, propiedad de la familia de los Hurtado de Mendoza; y fue en tierras sorianas donde Isabel y Fernando recibieron el título de “Reyes Católicos”, otorgado por el papa Alejandro VI. Un año después, en 1497, se fundó la Real Cabaña de Carreteros, que se mantuvo en vigor hasta su hasta su abolición, en 1836. Los grandes rebaños de ovinos de la provincia y el comercio de lana por ellos generado hizo que la Mesta alcanzara su máximo esplendor bajo el reinado de los Reyes Católicos].

En la noche de su llegada, y en una “desmantelada sala” del hostal en que se aloja y en la que se encuentra solo, abre un libro, el único que llevaba en la maleta, titulado Vida pastoril por don Manuel del Río, vecino de Carrascosa, provincia de Soria, ganadero trashumante, y hermano del honrado Concejo de la Mesta; libro que, según Azorín, “resume todo el espíritu de Castilla”, y en el que queda patente, más allá que en cualquier otra obra histórica o literaria, “el genio y la raza castellana”, cuya identidad es, precisamente, la base de su artículo. Y en sus tres días de estancia, Azorín lee y relee el citado libro, lectura que combina con sus paseos por el pueblo y sus alrededores y con la descripción de unos paisajes y unas labores ganaderas que le permiten captar la esencia misma de la “inmoble vida castellana”, esa “nobleza del labriego castellano, raíz y fundamento de una patria”.

En el texto Azorín establece un marcado contaste entre un pasado en que la “rica” ciudad quedaba envuelta por el torbellino de una “vida agitada y fastuosa” -con “hidalgos, guerreros, conquistadores de países allende el mar” que habitaban caserones identificados por escudos nobiliarios; con calles repletas de comercios artesanales que indicaban prosperidad- y un presente, en el que se sitúa Azorín, caracterizado por la falta de actividad que el silencio ambiental delata, donde solo hay casas “sórdidas”, caserones “vetustos, cerrados, abandonados”, balcones cerrados con maderas “carcomidas”, ahogados por la hierba; donde reina “el reposo y el silencio”; donde “no pasa nada”; donde “no se oye ningún ruido, ni el más ligero rumor”; en definitiva, donde los minutos se deslizan “lentos, interminables, eternos”; y donde “la escasa vida del pueblo” hay que ir a buscarla “en la llanura y en las distantes montañas”, allí donde las cabañas de merino están a cargo de austeros pastores, ajenos al trasiego “deleznable” de las grandes ciudades. Símbolo de la monotonía con que transcurre la vida de esa pequeña ciudad que languidece es el “asno escuálido que daba vueltas en torno de una noria”, con el que Azorín se topa el primer día en las afueras del pueblo: tres días después, al salir a la calle, vuelve a ver “el paciente asno dando vueltas a las noria del cortinal”. Lo dice el libro de Manuel del Río: “«Un rebaño de mil y cien cabezas debe tener un rabadán, un compañero, un ayudador, un sobrado (que también se llama persona de más) y un zagal». Y lo refrenda Azorín: “He aquí toda la organización social, toda la jerarquía, toda la vida de esta vieja y pequeña ciudad”. Porque ese rabadán “envuelto en su capa recia y parda, silencioso todo el día, durante todo el año, contemplando un cielo azul, sin nubes, ante el paisaje abrupto y grandioso de la montaña” es el símbolo del campesino castellano castizo, histórico: “noble, austero, grave y elegante en el ademán; corto, sentencioso y agudo en sus razones”; y en él está representada, -en “la tenacidad”, en el “silencio altivo y desdeñoso”, insistimos- “toda la nobleza del labriego castellano, raíz y fundamento de una patria”.

Cuando Azorín escribe este artículo (a principios de 1911), hace ya un lustro que han publicado Los pueblos y La ruta de don Quijote -ambos ensayos son de 1905- y está próximo a aparecer uno de sus libros fundamentales: Castilla (1912); y ya están sobradamente perfilados los rasgos que caracterizan su peculiar forma de escribir: un estilo caracterizado por la sencillez, precisión y sobriedad. Frases muy breves, con predominio de oraciones simples que se suceden con fluidez y soltura; lenguaje llano, que rehuye la retórica y la afectación para ir directamente a la expresión del pensamiento de la manera más natural; y léxico increíblemente rico, extraído tanto de la lengua de los campesinos y artesanos de los distintos rincones de Castilla que recorre como de las obras de los escritores clásicos y modernos, que nos acerca a través de personalísimas interpretaciones que manifiestan su exquisita sensibilidad. Y el artículo “En la Meseta” es buena prueba de ello.

Observamos, además, una adecuada combinación -tan del gusto de Azorín- de sensaciones visuales y auditivas, sabiamente entremezcladas. Y así, por ejemplo, ponen una nota cromática la mesa de recio y negruzco nogal; las cimas blanqueadas por la nieve de las montañas; los ramajes negros y esqueléticos de los pocos árboles de la llanura; las techumbres pardas; la torre bermeja, casi dorada, de una iglesia; el cielo de azul intenso, brillante; el color vario de los montes; la claridad indecisa que penetra por la ventana al amanecer: los gabanes pardos de los labriegos; los bancales de verdes sembrados; las manchas de negruzcos barbechos; el caminejo amarillento; la parda montera; las lejanas blanquiazules montañas; la capa recia y parda del rabadán; el cielo azul... Y junto a este cromatismo ambivalente -sobras y luces en el paisaje y en el paisanaje- aparecen en el texto leves sensaciones auditivas que apenas rompen el silencio que envuelve el ambiente: “de cuando en cuando una ráfaga de viento huracanado hace un ruido sonoro como el de un largo lamento” (símil enormemente expresivo); “una campana tocaba con cristalinos sones de tarde en tarde” (el tañido cristalino de la campana reviste tonos sinestésicos); “unas vecinas se asoman a las puertas al ruido de mis pasos” (que deshacen momentáneamente la paz reinante); “se oía el chirrido dulce, suave, del viejo artificio [la noria]” (nueva sinestesia de lo más sugerente); “han comenzado a sonar en la iglesia las campanadas lentas y tristes de un funeral” (ese funeral permite trasladar al tañido de las campanas las notas de lentitud y tristeza); “las campanas han cesado de tañer” (y se hace de nuevo el silencio)... Porque frente al “rebullicio ciudadano”, lo que distingue a estos parajes urbanos y rurales es el silencio: “no llega hasta mí ningún rumor del pueblo; todo es silencio y paz”; “me he quedado solo ante la vasta y silenciosa llanura”; “nada turba el reposo y el silencio de la vieja ciudad”; “¿qué hacer en esta minúscula ciudad donde no pasa nada, donde no se oye ningún ruido, ni el más ligero rumor?”; “aquí, en estos parajes, al presente no hay más que silencio y paz”; “todo el silencio, toda la rigidez, toda la adustez de este inmoble vida castellana está concentrada en los rebaños que cruzan la llanura lentamente y se recogen en los oteros y los valles de las montanas”; “mirad ese rabadán, silencioso todo el día”; “en mi lectura, el silencio profundo de la llanura castellana se asociaba a la visión del pastor solitario”; “y en estas horas, surgía, clara, radiante, toda la tenacidad, todo el silencio altivo y desdeñoso”... Silencio y más silencio, unido a la sensación de soledad.

Otro de los aciertos de Azorín estriba en la originalidad de su forma de adjetivar; una adjetivación tan rica como expresiva, que confiere a sus descripciones un ritmo lento. Y no se conforma con acompañar al nombre con un solo adjetivo -lo que también hace-, sino que prefiere añadirle dos y hasta tres, ya sean pospuestos o antepuestos, en función atributiva o predicativa, y siempre expresando delicados matices de la realidad descrita que no escapan a su atenta observación; así:

Combinación sintagmática “nombre+adjetivo+adjetivo”: ramajes negros y esqueléticos; torre bermeja, [casi] dorada; azul intenso, brillante; sueño no interrumpido y profundo; casas sórdidas y bajas; maderas cerradas, carcomidas; campanadas lentas y tristes; caminejo retorcido, amarillento; copas [de dos álamos] gráciles, enhiestas; valles hondos y abrigados; damas rígidas y duras; vida agitada y fastuosa; viejos caserones cerrados, abandonados; capa recia y parda; paisaje abrupto y grandioso: campesino castellano castizo, histórico; Castilla brillante y artificiosa; sociedad fugitiva, deleznable; silencio altivo y desdeñoso. (Los adjetivos figuran, indistintamente, coordinados por la conjunción copulativa y, o bien yuxtapuestos, en relación asindética. Los adjetivos sórdidas -aplicado a casas, callejas-, cerrados y abandonados -en referencia a viejos caserones-, deleznable -referido a los ambientes cosmopolitas- son frecuentes en los escritos de Azorín).

Combinación sintagmática “adjetivo+adjetivo+nombre”: recio y negruzco nogal; hondos y fangosos regatos; vasta y silenciosa llanura; lejanas blanquiazules montañas; vieja y pequeña ciudad; muertas y solitarias ciudades castellanas.

Combinación sintagmática “nombre seguido de más de dos adjetivos”: paisaje llano, seco, desmantelado; minutos lentos, interminables, eternos (hábil gradación ascensional para reflejar que el tiempo parece que se ha detenido y la monotonía de apodera del ambiente); campesino castellano noble, austero, grave y elegante [en el ademán]; campesino castellano corto, sentencioso y agudo [en sus razones]; libros raros, obscuros, desconocidos.

En ocasiones Azorín -que no considera que la repetición de vocablos sea un atentado contra la variedad léxica- repite un mismo adjetivo; tal es el caso de pardo, que, empleado hasta cuatro veces en el texto, califica indistintamente -y ajustando la concordancia de género y número, a techumbres, gabanes, montera y capa. Y tres veces usa el adjetivo desmantelado, aunque su carácter polisémico le permite adoptar distintas significaciones según el contexto: paisaje desmantelado alude a la “ausencia de vegetación”; desmantelada sala hace referencia a la “falta de muebles”; y de nuevo desmantelada sala -en otro contexto diferente- puede referirse no solo a la falta de muebles, sino al hecho de que está “mal cuidada”.

Y uno de los procedimientos de gran eficacia estilística a los que recurre Azorín a la hora de combinar nombres y adjetivos es el quiasmo (es decir, en la repetición de una estructura sintáctica en la que los elementos que se repiten figuran primero en un orden y luego en el contrario); por ejemplo: “techumbres humildes de viejas tejas”; “aromático olor de ramaje quemado”; “gabanes pardos de burda hilaza”; “chirrido dulce, suave, del viejo artificio [la noria]”; “sociedad fugitiva, deleznable, de las grandes ciudades”; “diminuta ciudad de la meseta castellana”; “pastor solitario, envuelto en su capa secular”. Esta disposición facilita un ritmo sintáctico equilibrado, muy adecuado para reflejar ese ambiente donde “todo es silencio, y paz”, que Azorín pretende reflejar. A la morosidad descriptiva se suman varios adverbios en -mente (levemente -repetido-, tranquilamente, sumariamente, ostentosamente).

Al margen de la adjetivación, en el texto se recogen palabras que Azorín salva del olvido por parte de quienes viven en los grandes núcleos urbanos; palabras añejas, como llanada, hilaza, hociquear, cortinal, alcacel, alterón, barda, atalayar, recuesto, peregrino, guadamacilero, rabadán..; unas palabras que son las más apropiadas, porque Azorín sabe llamar a las cosas por su nombre.

Y otra característica muy propia de Azorín es la de emplear los verbos en primera persona (he venido, estoy, tengo, veo, he llegado, llegué, subí, me quedé...), que es una forma de lograr una comunicación altamente expresiva, en especial porque muchos de estos verbos están en presente de indicativo y, también, porque Azorín tiene muy en cuenta al lector, interpelándolo para acercarlo más a su intimidad (“Mirad este rabadán, envuelto en su capa recia y parda, silencioso, durante todo el año, contemplando un cielo azul, sin nubes, ante el paisaje abrupto y grandioso de la montaña, y tendréis explicado el tipo de campesino castellano castizo, histórico...”). A todo lo cual habría que añadir alguna que otra interrogación retórica que sirve para subrayar la falta del vida de la ciudad que visita Azoran: “¿Qué hacer en esta minúscula ciudad donde no pasa nada, donde no se oye ningún ruido, ni el más ligero rumor?”. Por otra parte, con la habilísima combinación del presente de indicativo y de los tres pretérito -el perfecto, el imperfecto y el perfecto simple-, según que predomine la intencionalidad puramente descriptiva, o haya que introducir elementos narrativos y brevísimos diálogos interrumpiendo emocionadas descripciones- se logra una prosa que singulariza el personalísimo arte de Azorín. Sirva un ejemplo de sintaxis fluida, desprovista de todo retoricismo: “Son las tres de la tarde. Hace tres días que he llegado a la diminuta ciudad: una ciudad donde un tiempo se aposentaron durante una breve temporada Isabel de Castilla y Femando de Aragón. Cuando llegué, por la noche, una viejecita, después de reposar un momento ante el fuego de la ancha cocina, puso en mis manos un candil; subí por las empinadas escaleras, llegué a esta desmantelada sala y me quedé solo. En mi maleta no tenía más que un libro: un libro que resume todo el espíritu de Castilla, un libro representativo, un libro que me dice más del genio y de la raza castellana que todas las historias y todas las obras literarias”.

Y hemos dejado para el final la referencia a la forma estructural con que Azorín concibe su texto. La descripción que efectúa Azorín de la ciudad que visita y del paisaje de sus aledaños es todo menos caótica: más bien al contrario: es una descripción metódica, bien ordenada, que ubica espacialmente cuanto describe; por ejemplo: “Ante mí tengo […]. Por la ventana se columbra […]. A lo lejos se divisan […]. Cerca veo el balcón, unas techumbres pardas […]; más lejos, la torre bermeja, casi dorada, de una iglesia, se recorta […]. Más lejos aparece la llanada rasa [...]”. Y no olvida Azorín, junto al marco espacial, las referencias temporales a lo largo del texto: “Son las tres de la tarde. Hace tres días que he llegado a la diminuta ciudad” [...]. “Cuando llegué, por la noche […]. “Durante toda la noche del primer día dormí con un sueño no interrumpido y profundo. A las siete comencé a ver una claridad indecisa [...]”. “Eran las nueve de la mañana; he tornado a entrar en el pueblo [...]”. “He vuelto, durante tres días, a salir a la calle […]”.

Así es, pues -y lo reiteramos una vez más-, el estilo de la prosa azoriniana, fielmente reflejado en el texto: sintaxis sencilla, a base de oraciones simples; preferencia por las enumeraciones, con predominio de la relación asindética; vocabulario amplio y variado, preciso y apropiado; atención prioritaria a los pequeños detalles y a las realidades que suelen pasar desapercibidas, y que Azorín describe con tierno lirismo; ritmo retardado que traduce la impresión de “lentitud psíquica”; etc. etc.

JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ, 'AZORÍN' (1873-1967)
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JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ, "AZORÍN" (1873-1967)
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