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"Refugio", texto y dirección de Miguel del Arco: La palabra como enemigo de la esencia del hombre

martes 13 de junio de 2017, 16:58h
Refugio
Refugio

En ocasiones, las palabras pierden el sentido para el que fueron creadas, y dejan de ostentar el valor y el simbolismo que en sí mismas poseen. Su contrario y su máximo enemigo ese el silencio, o eso al menos es lo que podríamos suponer antes de ver la obra de teatro Refugio, donde su autor, Miguel del Arco nos expone con buenas dosis de brillantez que no es así, pues el ruido (esa carga de decibelios que en sí mismas poseen las palabras —y su abuso—, tanto en el uso que de ellas hacemos como el volumen de su ejecución sonora), produce en nuestros sentidos una confusión tan alevosa como la del propio silencio cuando se comporta como una carga insoportable para nuestras conciencias, pues ese parece ser el antídoto contra el pensamiento, la racionalidad o la coherencia de los arquetipos de seres humanos que salen a escena en Refugio.

Seres pensantes que emplean la palabra como mecanismo de huida de sí mismos, y por ende, de la sociedad, pues es a quien representan. El discurso político, el discurso familiar, el discurso del pasado, del futuro, de la violencia o del remordimiento, son parte de esos tipos de arengas que nos inventamos para no afrontar nuestra propia realidad. Del Arco nos los presenta en la época actual, y nos lo vomita en pequeñas esencias con frases muy bien traídas que nos someten, justo al contrario que a sus personajes, a un espacio para la reflexión. Así, asistimos a la pérdida del poder de las palabras, pues todo deja de tener valor y sentido, como si esa expresión tan valiosa en otros tiempos como era: «Te doy mi palabra», o esta otra de: «Mi palabra vale más que cualquier documento escrito», ya no fueran de este mundo, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué es la verdad si la palabra que nos sirve como mecanismo de expresión deja de tener valor y sentido? En ese viaje a la deriva que nos propone su autor en Refugio, la religión, la familia, la política o el amor, dejan de tener su propia esencia para convertirse en otras cosa, pues el refugio representado como un inmenso cubo de cristal, es el símbolo de la autodestrucción y no de la defensa. «Mi lugar es el no lugar; mi huella es la no huella», nos recuerda Del Arco por boca de uno de sus personajes, para de ese modo, partir hacia un lugar en el que buscar palabras que nos unan y no nos separen. La carga intergeneracional del texto presente en la representación es ambiciosa y profunda, pues su autor da vida y da la palabra en su texto al antes, al ahora y al futuro, a través de las tres generaciones de una misma familia, y de las distintas necesidades vitales y verbales de cada una de ellas, siendo muy dura, por ejemplo, por lo agresiva que se nos presenta la visión del futuro a través del video juego cargado de violencia que nos representa Mario, como si el alegato punk de los Sex Pistols: «No future», estuviese más en boga que nunca. Pero con todo, este no es el único disparo fratricida sobre el ser humano presente en la obra, pues hay otro que no podemos obviar, por lo bien traído que está a nuestra sociedad actual, como es la clara y nítida crítica a la prensa, gran culpable del disparatado punto de mira al que dirigimos nuestros sueños, porque, quizá, si los medios de comunicación hicieran otro uso y empleo de las noticias que nos proporcionan, y sobre todo, del lenguaje con el que nos las cuentan, sería posible salvar esa barrera que cada vez más nos lleva a la dualidad presente en la obra: REFUGIO = SILENCIO.

Al otro lado, un recién llegado; un refugiado que no entiende las palabras de la familia que le ha acogido, pero que sí cuenta con las suyas propias. En esa tierra de nadie que para él representa la familia del refugio, él enseguida entiende que se acabó el perdón, pues él también es víctima de las palabras, las suyas, las propias que, en este caso, son las de su mujer que, como un eco procedente del túnel del tiempo, le recuerda que ella y su hijo murieron en ese trágico periplo hacia un mundo mejor al que asistimos en la actualidad. Aquí, está presente, de una forma prodigiosa, la fusión de las tragedias de Oriente y Occidente, pues el ser humano en general, no puede estar más cerca en cuanto a la percepción de su infelicidad y sus desgracias. El personaje de Farid, en la obra de teatro, tiene una doble función, pues por un lado es el aglutinador de los sentimientos no expresados del resto de los personajes, que lo emplean como destinatario de las palabras que nos son capaces de pronunciar sino a un interlocutor del que saben que no tendrán respuesta; y de otra, representa a ese viaje a las estrellas en el que se pierden los desamparados del mundo, pues fijan su miradas en estrellas que no llevan a ninguna parte. Para él, el refugio también es símbolo de autodestrucción, la que tiene que afrontar él ante sí mismo y su conciencia; una conciencia que busca refugio en el silencio y no lo encuentra.

Comentario aparte merece la escenografía de Paco Azorín, portentosa en la concepción, e impetuosa en la materialidad sobre el escenario y en el simbolismo que se impregna sobre el imaginario de cada uno de los espectadores. La transparencia como accesibilidad y a la vez como muro. La idea de bloque y tribu, de eco y noche, o de posibilidad de cambio y transformación la hacen única y muy acertada, pues nos parece decir a cada momento: tan cerca de los demás y sin embargo tan lejos de nosotros mismos, o viceversa. En esa ambivalencia disfrutamos de las imágenes que se proyectan sobre ese cubo mágico que, al igual que la música, se hacen omnipresentes en la narración de esta tragedia sobre la palabra, cuya máxima expresión —la de la palabra— está perfectamente resuelta por un elenco de actores que está a la altura del texto, y que representan muy bien aquello que nos cuentan. Seguros en sus discursos, potentes en su puesta en escena, creíbles en su percepción de sus respectivos abismos: Carmen Arévalo (Alicia), Israel Elejalde (Suso), Marina Morales (Ana/Sima), Raúl Prieto (Farid), Macarena Sanz (Lola), Beatriz Argüello (Amaya) y Hugo de la Vega (Mario), nos llevan y nos traen por ese mundo de locos que no paran de hablar sin darle ningún valor al poder intrínseco de las palabras, quizá, porque la palabra se esté convirtiendo en el mayor enemigo de la esencia del hombre.

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