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El murmullo acusador

Reseña de la novela "Enjambres", de Edgar Borges
Por José Antonio López Nevot
jueves 21 de mayo de 2020, 16:00h
Enjambres
Enjambres

El 3 de junio llegará a las librerías “Enjambres”, la esperada novela del escritor venezolano Edgar Borges. López Nevot, narrador y catedrático de Historia del Derecho, presenta su lectura de un libro que parece destinado a estremecer los cimientos de las realidades del siglo XXI.

Enjambres (Altamarea Ediciones, 2020) es el título de la última novela de Edgar Borges, escritor venezolano residente en España. La novela viene a incorporarse a un ambicioso ciclo narrativo iniciado con la publicación de La ciclista de las soluciones imaginarias (2014), y proseguido con El olvido de Bruno (2017) y La niña del salto (2018), ficciones que, en palabras del propio autor, “están atravesadas por tres temas que me obsesionan: la muerte de la infancia, la memoria como peso o liberación y el abandono”. A todos aquellos hipotéticos lectores que aún no se hayan adentrado en el singular universo literario de Edgar Borges, yo les invitaría a empezar justamente por Enjambres.

Como objeto, el libro llama la atención en seguida por su atractiva portada y su audaz diseño gráfico, incluida la turbadora imagen interior de una plaga de langosta. Como novela, Enjambres fascina al lector desde la primera página. Borges domina sabiamente el tiempo narrativo, urdiendo una tensión dramática que mantiene su magnetismo hasta el final. La división en breves capítulos, cuyos epígrafes sugieren el contenido de cada uno de ellos, presta agilidad a la narración, servida en un lenguaje conciso y austero, pero pródigo en indicios y vislumbres de algo inefable que subyace a la corteza del texto.

La acción discurre entre el martes y el sábado de una semana de comienzos de diciembre, en un espacio geográficamente impreciso: un no lugar. A pesar de la estación, la temperatura es tórrida, aunque según se advierte al lector, “últimamente nada era normal en la naturaleza ni en la vida de las personas”. Al sofocante calor se une el zumbido de unos extraños y agresivos insectos voladores, y el envilecimiento de una sociedad que enfrenta a vecinos contra vecinos, a hijos contra padres, a todos contra todos. La ola de calor ha desatado un torrente de inédita violencia: brigadas populares recorren las calles de la ciudad buscando imaginarios enemigos con quienes librar encarnizadas batallas. Vivir en otro edificio, pertenecer a una etnia distinta, profesar una religión o sostener una opinión diferente, cualquier excusa sirve para identificar a un grupo enemigo y desear su exterminación inmediata. Menudean los suicidios. La humanidad parece haber regresado al estado de naturaleza hobbesiano.

En ese escenario distópico, Borges examina, con la minuciosidad de un entomólogo, las complejas relaciones entre cinco amigos de la infancia, recluidos (como insectos entre paredes de cristal) en el microcosmos de una casa aislada en el bosque, presuntamente para ser salvados del caos global. Pero que, contagiados del horror circundante, terminan convirtiéndose en monstruos. Porque los insectos invasores han llegado al bosque: apenas iniciada la narración, se nos describe el acoso y derribo de unas libélulas por un belicoso enjambre volador.

Hay dos protagonistas: María José, una joven de dieciocho años, grandes ojos y piel morena, personaje con el que probablemente se identificará el lector, pues es la única moradora de la casa que aún parece conservar la lucidez (a despecho de sus alucinaciones y de un inquietante drama interior), y ocasionalmente asume la voz narradora; y su implacable antagonista, Adolfo —personaje que recuerda en su vileza al Dicxon de La niña del salto—, quien convertirá la reclusión en un juego perverso. Adolfo siente rabia e indignación hacia sus padres y desprecia a cualquier persona que haya engendrado un hijo. Los demás personajes —Eduardo, Diego y Verónica—, tras algunas vacilaciones, acaban girando en la órbita de Adolfo, el cínico líder del grupo.

Si en un principio Adolfo ha decidido elegir al azar a sus compañeros de encierro, publicando a tal fin un anuncio en la prensa, la rápida intervención de los servicios de inteligencia frustra sus designios, y son los padres del chico, de acuerdo con los demás progenitores, quienes deciden que los cuatro elegidos sean sus antiguos amigos. No era la primera vez que los cinco se reunían en la casa del bosque. Siendo niños habían vivido laberínticas aventuras en aquella casa, propiedad de los padres de Adolfo. Ahora han vuelto a reunirse para huir de las guerras urbanas, pero también de sus familias. Cada día de la semana corresponde al padre de uno de los amigos —la pseudoempresaria dominante, el rezandero, el caminante, el insomne y la fracasada—, llevar provisiones a la casa, pero bajo la condición de no ver nunca a sus respectivos hijos. María José es siempre la encargada de recibir al progenitor de turno, y de impedir, urdiendo mentiras piadosas, que vea a su vástago.

María José ha crecido en un ambiente familiar dominado por el duelo y la tristeza, compartiendo su soledad con un padre silencioso y rezador, a quien su mujer abandonó nueve años atrás, y que se revela incapaz de proteger a su hija de la adversidad, pues siempre acude en su auxilio cuando ya es demasiado tarde. En cierta ocasión, María José había confesado a Adolfo la desdicha que significaba vivir con su padre; su amigo le respondió con una sarcástica invitación: matar al progenitor, pues él tenía “un plan para eliminar a los padres”. ¿Acaso no era un suicida potencial? Sin embargo, María José recuerda que, en otro tiempo, había compartido con su padre momentos sutiles, como cuando le narró la película Los muertos, de John Huston (adaptación cinematográfica del relato homónimo de James Joyce incluido en Dublineses), o le recitó Moscas de largas zancas (el mismo poema de William Butler Yeats que encabeza La niña del salto). El padre seguía conservando cierta actitud romántica, en contraste con el escepticismo de su hija, para quien “en el mundo actual la única opción de los justos era asumir un pragmatismo estratégico”, lo que significaba “cuidar el fuego del romanticismo con armadura de samurái”, una de las más bellas frases de la novela.

Una y otra vez, María José regresa con el pensamiento a la calle 11, donde vivían los cinco amigos con sus familias, y allí presencia, o imagina presenciar, escenas de violencia y de muerte. En una de esas revelaciones apocalípticas, llega a ver a su madre capitaneando una brigada de mujeres que buscan a su padre para matarle; en otra, escucha en una calle muy oscura un ominoso zumbido, metáfora de un murmullo acusatorio que interroga: “Y tú, ¿con quién estás?”. Para escapar de todo y de todos, María José abandona con frecuencia la casa y se refugia en un paraje del bosque que ejerce sobre ella una extraña fascinación: el lago del Universo, custodiado por siete árboles gigantes. A María José le gustaría que las aguas del lago tuvieran la profundidad suficiente como para tragarse a todos sus compatriotas, dominados por la estupidez y el provincianismo.

A escondidas, la muchacha vierte en un cuaderno sus pensamientos e impresiones. Incluso llega a esbozar una pieza teatral, Los cínicos no se suicidan, cuyos protagonistas, Manel y Lenam (dos anagramas del mismo nombre), debaten cómo escapar al falso dilema entre cinismo y suicidio. En ocasiones, Borges interrumpe el discurso en tercera persona para insertar algunos pasajes del cuaderno de María José. Así pues, en la novela se entreveran dos textos distintos: la narración propiamente dicha, y el cuaderno de la protagonista.

María José había sido siempre la reina de los juegos: la rayuela, el escondite, correr por correr, cualquier juego que pudiera alejar a sus amigos del hastío o del conflicto, era bienvenido. Porque “de cada cosa creaba una posibilidad, una historia”. Siempre le había gustado fantasear. Cuando era niña había representado ante el grupo el papel de la ciclista de las soluciones imaginarias, título, como sabemos, de otra novela de Borges. Su imaginario viaje en bicicleta era una invitación a explorar las posibilidades del mundo irreal. En opinión de su padre, María José inventaba espacios gracias a la lectura de Especies de espacios, de Georges Perec, su libro de cabecera. Es ella quien propone a sus compañeros de clausura poner en práctica “el juego del presente”. Aunque María José sabe que el presente no es sino la “resta de un todo inmenso que irremediablemente hemos perdido”.

Paradójicamente, la reina de los juegos acaba sucumbiendo a un juego siniestro, maquinado por Adolfo, en el que ella es la víctima propiciatoria que los demás necesitan para romper abruptamente con la infancia. Su suicidio en el lago del Universo, rodeada de los árboles custodios, es otro símbolo: la muerte como purificación (“la necesidad de agua”).

La novela insinúa cómo es la nueva organización política que emerge del caos social: las instituciones del Estado han sido enajenadas o arrendadas en pública subasta a corporaciones privadas. El poder se ha privatizado y vuelto invisible. La ausencia de un poder público que asuma el monopolio legítimo de la violencia y la seguridad de los ciudadanos, contribuye a intensificar aún más el estado permanente de guerra. Sin embargo, sus esbirros, personificación humana o monstruosa de los insectos voladores, siguen hormigueando sobre la tierra.

En medio del caos, las únicas opciones parecen ser el cinismo de Adolfo o el suicidio de María José. Ahora bien, ¿cabe la posibilidad de no militar en bando alguno, y defender al mismo tiempo la dignidad de la persona y el valor irrenunciable de la vida? Esta es una de las preguntas que suscita la lectura de Enjambres. Uno de sus personajes, Diego, en un rapto de lucidez, pronto satirizado por Adolfo, defiende la diversidad de las personas frente a la uniformidad de los bandos:

En el mundo hay aproximadamente tres billones de árboles; cada árbol, aunque forme parte de una especie, es distinto a otro. No existen dos árboles exactamente iguales. Con las mujeres pasa igual, y también con los hombres. ¿A quién le interesa que escojamos un bando? Macho o hembra; negro o blanco; europeo o africano. ¿Y quién pregunta por la persona? A mí eso de creer que todas las personas forman parte de un mismo sindicato no me interesa.

Pero la novela es susceptible de interpretarse también como una descarnada alegoría sobre las relaciones entre padres e hijos. En última instancia, el mundo de los padres, el mundo de los adultos, es el responsable de la tragedia que está arrasando la civilización. No obstante, los adultos creen que sus hijos aún pueden salvarse en la incontaminada soledad del bosque. A cambio, los hijos imponen como regla del juego que el contacto con sus padres se reduzca a lo indispensable. Aunque dependen de los padres para sobrevivir —son ellos quienes han proporcionado la casa donde refugiarse y quienes llevan las provisiones necesarias para el sustento diario—, no soportan la presencia de sus progenitores. Quizá porque han llegado a la convicción de que no quieren ser salvados de la hecatombe. Al final, el lector puede preguntarse dónde anida el verdadero horror, si en la ciudad o en la casa del bosque.

No quisiera caer en la fácil tentación de buscar en Enjambres paralelismos y concordancias con el convulso presente; pero el ruido y la furia con que hoy se expresan determinadas opiniones, convertidas en certezas absolutas, el necio zumbido ensordecedor que pretende ahogar cualquier atisbo de duda inteligente, el retroceso a la cultura bélica de la dialéctica amigo-enemigo, confieren al libro de Borges una inquietante actualidad.

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Edgar Borges
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