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Manifesfación negacionistas
Manifesfación negacionistas

Del elixir al veneno oriental

lunes 24 de agosto de 2020, 07:00h

No sé si recordaran que hace un año, en esta misma revista, publicaba un artículo titulado “El elixir oriental”, donde me burlaba —aunque no sin cierta amargura— de la penetración, so pretexto del yoga y otras prácticas más o menos tonificantes, de las creencias orientales en nuestra sociedad, fenómeno que ya sucedió en la Roma del s. I y II d. C., para lo que les mencionaba como acreditados ejemplos de lo acontecido entonces El asno de oro de Apuleyo y El asno de Luciano de Samósata, novelas humorísticas de aquel tiempo y a tal punto gemelas en el argumento que ni tan siquiera sus autores se molestaron en variarle el nombre al protagonista, el pobre Lucio, que se descubrió convertido en borrico por sortilegio de una hechicera de Isis.

Pues bien, el domingo pasado, aquí, en Madrid, se congregó una curiosa manifestación de los llamados “negacionistas”. Se reunieron varios miles de personas para mostrar tanto su enojo por las medidas profilácticas impuestas por las autoridades para contener la epidemia, como para proclamar su convencimiento de que esta infección mundial es producto de una conjura plutocrática —qué menos que eso— para acabar con nuestra independencia individual y someternos, con pócimas secretas —es decir; la futura vacuna—, a los omnímodos designios de sus poderosísimos conspiradores. Es más; según me susurró uno de sus convencidos, días antes y con el pergenio de quien me iba a desvelar un terrible arcano, se hallaba Bill Gates a la cabeza de tan gigantesco y criminal complot.

No asistí a esta concentración y es lástima porque hubiese nutrido mi acervo de desvaríos con alguna nueva gema y hasta hubiese capturado algún portentoso iluminado para mis novelas; ah, pero acabo de descubrir que uno de sus destacados organizadores es un maestro de yoga. De pronto, me ha brotado una sonrisa al constatar cómo se cumplía lo que más o menos les insinuaba en aquel artículo de hace un año: que este tipo de prácticas orientales, bien adobadas de creencias como sucedió en la Roma imperial, no propagan sino la estulticia y una repugnancia inmediata por la ciencia y el conocimiento, por más disfrazadas de miríficos conceptos como espiritualidad, meditación o armonía universal con que se presenten.

Y a pesar de esta bochornosa idiocia, desde el auge de la contracultura norteamericana en los años Sesenta, todo cuanto suene a orientalismo cuenta con un avasallante predicamento contra el que está perdida toda disputa, porque estas prácticas orientales dispensan una consolación a la angustia individual, como sucedió en aquella Roma, y, sobre todo, una adaptación a nuestra opípara sociedad, que la cultura oficial, regulada e impartida por los sistemas educativos, es incapaz de ofrecer. Encima, nuestros sucesivos gobiernos —desde incluso antes de la Transición— han abonado con sus planes de estudios el terreno a esta barbarie tan reputada como a otras que pudieran surgir. Baste con que reparemos en su menosprecio, durante décadas, de la memoria; una facultad que requiere del ejercicio y cuyo desuso ha sumido a los individuos, inmersos en una sociedad como la actual, saturada de mensajes perecederos, en una peculiar amnesia —como ejemplificaron esperpénticamente los manifestantes del domingo— de cuanto debieran de ser más o menos conscientes: su formidable herencia científica y filosófica. A esa postergación de la memoria habría que sumar el desprestigio —si no es ya persecución— del Latín y del Griego, hasta arrumbarlos a un rincón de la enseñanza media; cuando la práctica escolar de la traducción de ambas lenguas impone al alumno, lenta pero constantemente, la perfecta comprensión y el depurado manejo de nuestra sintaxis —por la mera translación al castellano de los casos de sus declinaciones—, que evitaría, como consecuencia, los horrísonos anacolutos a los que nos someten diariamente los medios de comunicación y la publicidad. Un hecho nada baladí, pues germina la irreparable putrefacción de la lengua y, en consecuencia, de nuestra capacidad de razonar. Defiendo, por estos argumentos, su ampliación a toda la enseñanza media, incluso a los últimos cursos de la primaria; además, como un imperativo de cualquier gobierno democrático, para que el alumnado conociese y usase con soltura los espléndidos fundamentos de nuestra civilización, pues en Grecia se alumbró no solo el concepto de libertad sino además la ciencia por la sagaz y continuada crítica de la creencia, y Roma concibió el Derecho por el que hoy nos constituimos como ciudadanos.

Sin embargo, nos encontramos con que el gobierno actual, con un afán de puntillero de cuanto dejaron sus predecesores moribundo, pretende promulgar otra nueva ley general de educación —LOMLOE la llaman—, que excluirá definitivamente al Latín y al Griego de la enseñanza media, paso previo a desterrar la Filosofía; disciplina íntimamente unida a las anteriores lenguas, pues de ellas nació, se nutrió y desde ellas se forjó como la médula y razón de ser de Occidente. ¿De modo que quién puede escandalizarse ante la estrambótica manifestación del domingo pasado, cuando tantos gobiernos y desde hace décadas se han empleado en sepultar la Ilustración y en germinar una nueva Edad Media, que tal como aquella se anuncia despótica, crédula y ágrafa?

Y si cualquiera me replicara que estas líneas son solo bravatas de agorero, le recordaría que, en este mismo momento, a quince días del inicio del curso escolar, nadie en el país sabe cómo se procederá, ni tan siquiera si lo habrá; tal es la consideración que les merece a nuestros gobiernos.

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