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Menéndez Pidal firmando la cesión del Cantar de mío Cid a la Biblioteca Nacional
Menéndez Pidal firmando la cesión del Cantar de mío Cid a la Biblioteca Nacional (Foto: Archivo)

La estrafalaria torre de Babel

lunes 16 de noviembre de 2020, 06:56h

Me resulta sumamente enojoso dedicar este par de páginas, que deberían explayarse sobre asuntos literarios, por ejemplo, a propagar y a elogiar la decisión del ayuntamiento lisboeta de consagrar un museo a ese enorme novelista —para mí, el más notable de los vivos en nuestro continente—, António Lobo Antunes, pero como hombre que lleva más de veinte años atareado con nuestra lengua no podía sustraerme ante el suceso ignominioso que ha acontecido en las Cortes a propósito de la LOMLOE —ya saben, la nueva ley general de educación—. Según parece, han aprobado el grupo socialista, el de Unidas Podemos y el de Esquerra Republicana la supresión del status de “lengua vehicular” de la enseñanza en España para el idioma que le es propio y generado por su pueblo durante siglos: el español.

Sobre ese feote e inmerecido adjetivo, “vehicular”, con que calificaba la anterior ley a nuestra lengua, la enmienda aprobada hace un par de semanas se torna un insulto para el pueblo sobre el que se promulga, pues el español no es ni posesión de alguien ni restrictivo de grupo alguno, sino obra —y repito— de la nación; es decir, de cuantos habitaron y habitan esta zaherida península —incluidos galaicos, vascos y catalanes— desde las postrimerías del siglo X hasta hoy, y cuya grandeza literaria y su asunción por más de dieciocho países lo convierten en el gran patrimonio de una comunidad que supera con creces los límites de su origen, para prodigarse vivo y prodigiosamente variado por la inabarcable América. Y en lugar de alentar su aprecio, nos encontramos con esta medida legislativa, que no es sino el útil instrumento con el que los independentistas catalanes —en primer lugar; luego, se sumarán los otros— pretenden privar a las generaciones futuras de su gobernación regional del correcto manejo y buen conocimiento de la lengua común, para seguir fomentando la extrañeza, en su empeño de desgajar a Cataluña del cuerpo de la nación.

Dicho esto, precisaré que no creo que nadie sensato —y mucho menos yo, que la considero un extraordinario patrimonio de España, dado que le ofrece otra acendrada forma expresiva con todo lo que ello supone— se oponga a que la lengua catalana sea enseñada en los centros educativos tanto del Principado como de las otras dos autonomías donde le es propia, Valencia y las Baleares —y quizá también como optativa en los del resto del país—, para su correcto conocimiento y su mejor y más extenso manejo; y sin embargo, desde su “oficialización” en estos territorios, se ha ido arrastrando una venenosa pugna con el español o castellano alimentada por los políticos, que en absoluto reflejaba la cotidianidad bilingüe que se disfrutaba en las calles y que, no obstante, ha acabado disturbada mezquina e innecesariamente por las diferentes facciones, cuando tomaron a ambas lenguas —en lugar de lo que son: dúctiles medios de comunicación cuanto depositarias de una cultura milenaria, como es la hispánica— por instrumentos para la imposición y la demarcación de su poder, extrayendo así toda la discordia que pudiera encerrar la célebre apreciación de nuestro primer gramático, Elio Antonio de Nebrija: “la lengua fue compañera del imperio”.

Pero, en este momento, tras los turbulentos y bochornosos sucesos del uno de octubre de 2017, con aquel falso referendum y la posterior proclamación durante ocho segundos de la República catalana, los acontecimientos se han remontado hasta un punto demasiado agrio para la convivencia nacional, pues vivimos sobre una larvada hostilidad —que se agudiza, naturalmente, en Cataluña— entre los “indepes” y el resto de los españoles, en el que la enmienda de hace un par de semanas en las Cortes, ya no permite ser sino interpretada como netamente lesiva para el español, en primer lugar, y disgregadora del país, en segundo; más aún, cuando esta ley, la LOMLOE, favorece una libertad curricular y una arbitraria elección de los inspectores educativos que, si algo garantiza, es la discordante disimilitud entre los conocimientos impartidos por las distintas comunidades autónomas. Con lo que, desgraciadamente, cobran vigencia las palabras de don Ramón Menéndez Pidal, padre de la moderna filología e historia hispánicas, a propósito del voto particular de Gabriel Alomar y Antoni Xirau para suprimir “nación Española” de la Constitución republicana de 1931: “se quiere borrar la idea de nación española, dejar sólo el Estado español, y se producen negaciones hasta de las cosas que tienen evidencia de peso y medida” (El Sol, 27 de agosto de 1931), por supuesto, con el fin de disecar a España en un áspero corpus legislativo, carente de toda emoción compartida, paso previo y natural a su disolución.

Y aunque esta ley, por sí sola, no aboque a España a ese catastrófico suicidio, sí promueve, en cambio, su mutación en una estrafalaria torre de Babel, pues no ignoro que en la actualidad la enseñanza oficial constituye solo una parte de la instrucción de un individuo, mientras el mayor y más potente instrumento educativo —por mucho que nos pueda repugnar— es la televisión, y sus canales, por meras razones mercantiles, emitirán siempre en la lengua mayoritaria. Este hecho, por supuesto, no obsta para que, de prosperar esta enmienda tan perniciosa para el conocimiento del español, germine, en Cataluña y en otras regiones del país, un curioso analfabetismo, donde los jóvenes se manejen a la larga oralmente en el idioma común, en tanto tengan dificultades de comprensión para su lectura; no digo ya, para su escritura.

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