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ANIMAL FARM (O EL TRISTE VOTO DE LAS OVEJAS)

jueves 12 de enero de 2023, 07:00h

Por si todavía no lo saben, permítanme sorprenderles con la noticia: 2023 es un año electoral en España. Eso significa que nos van a estar machacando varios meses con el taladro político-informativo, que horadará primero nuestro parietal y luego, sin compasión, penetrará con su broca mediática hasta las íntimas entretelas de nuestro córtex; pero no teman, porque si siguen leyendo estas líneas pueden evitar la trepanación. Me propongo analizar la política nacional a partir de uno de los más rotundos clásicos literarios del siglo XX.

Rebelión en la granja
Rebelión en la granja

La ocurrencia se la debo a mi hijo, quien durante su reciente viaje de estudios a Londres tuvo la hermosa idea de comprarse tres libritos; y uno de ellos resultó ser la célebre alegoría de George Orwell acerca del totalitarismo. Lo ha leído esta Navidad, con asombrosa voracidad, en dos o tres días. Yo he tardado el doble, recurriendo a menudo al móvil para los vocablos ignotos, lo que me ha obligado a admitir, con renuencia, que su inglés es ya bastante mejor que el mío. Había leído la novela en castellano un par de decenios atrás y esta relectura, en su versión original, ha confirmado con creces mi admiración por ella. Como la fábula es bastante popular no vamos a explicar aquí el argumento, más allá de consignar en un sucinto y único trazo lo que sabemos todos: que Orwell escenificó en una granja inglesa, producto de su feraz imaginación, la revolución soviética que acabaría llevando al poder a Stalin, representado por el cruel y ladino cerdo Napoleón.

George Orwell vino a luchar del lado de la República durante nuestra Guerra Civil y sus simpatías por la Rusia soviética empezaron a declinar al asistir en primera línea a la represión que los comunistas españoles, a instancias de sus camaradas soviéticos, desataron contra los disidentes de similar orientación política; hasta alcanzar los límites de la extrema sevicia, como en el caso de Andreu Nin (líder del POUM), a quien desollaron vivo en un chalet a las afueras de Madrid antes de asesinarlo. El escritor inglés venía del laborismo británico y estaba dispuesto a morir plantando cara a los fascistas españoles, italianos y alemanes. Una bala que alcanzó su cuello, hiriéndolo de gravedad, estuvo a punto de hacer efectivo el martirio político que parecía dispuesto a aceptar. Pero sobrevivió. Aunque no por mucho tiempo, ya que lo acabaría matando la tuberculosis que había contraído en París durante el decenio anterior (trágica ironía: si hubiera aguantado sólo dos años más, lo habrían salvado los antibióticos); pero vivió lo suficiente para dejarnos sus dos excelentes distopías contra el totalitarismo, 1984 y Animal Farm, cuyo mérito literario y alcance moral desborda con mucho los límites específicos y concretos del proceso histórico que constituye la materia prima de esta brillante ficción literaria. Lo que Orwell representa en su granja son tipos humanos universales, conductas recurrentes y mezquindades indelebles de nuestra naturaleza que se reproducen generación tras generación. Él pretendía alertar sobre los peligros y las ominosas consecuencias del estalinismo a quienes habían sido sus camaradas en la guerra española, pero más allá de esto nos legó una fábula poderosa sobre los vicios del poder y las patologías de sumisión social, estupidez de las masas e ignorancia culpable que hacen posible cualquier forma de abuso o tiranía.

Alguna eficacia cabe atribuir a su arte, y al de algunos otros autores –me viene a la mente Camus, por supuesto, entre los grandes críticos del régimen de Stalin-, en el sentido de que probablemente sirvió para despertar a no pocos durmientes utópicos. El siempre imperfecto, pero tolerablemente humano, “mundo libre” logró al fin imponerse a los sueños totalitarios de derechas e izquierdas que prometían la felicidad a los enardecidos proletarios o a los no menos enfervorizados patriotas, según la atribulada nación europea de la que hablemos. Hacia el final del siglo pasado incluso Rusia despertó de su pesadilla de extenuantes avenidas jalonadas por lóbregos rascacielos burocráticos, que en vano trataban de competir con los hipnóticos neones y las torres acristaladas de Broadway. Por desgracia, la Federación Rusa lleva camino ahora de deslizarse con ciego fanatismo hacia el extremo opuesto, ya que el inefable exdirigente del KGB con cara de emoticono está a un milímetro de convertirse en Führer.

En los tiempos de Orwell la literatura servía a veces para eso: para despertar a los sonámbulos antes de que siguieran caminando hacia el precipicio. Pero, ¿y si tratamos de conectar Animal Farm con nuestros tiempos y con la situación política nacional? La cosa es sencilla. A mí, al menos, no me plantea la menor duda. Ni por los cerdos ni por los humanos, no… nuestra granja está dirigida por las ovejas, los animales más estúpidos de la fábula orwelliana. Esto es exactamente lo que sucede cuando la gente deja de leer literatura, o lee literatura de ínfima calidad. Con el pienso compuesto que dispensan unas editoriales y una prensa en descomposición las ovejas se vuelven cada vez más necias, y cuanto más necias son demandan un pienso más adulterado que las vuelve todavía más tontas... ¿Habré logrado explicar con suficiente claridad el bonito feedback al que asistimos en nuestra granja? Para mis lectores creo que sí; y a estas alturas del artículo supongo que no me estará leyendo ya ninguna oveja.

Un primer paso para despertar del sueño ovino sería no ir a votar. Entiéndanme: está muy bien que haya elecciones, como está bien que haya fútbol los domingos. No me opongo en absoluto. Yo soy, más o menos, lo mismo que era Orwell: un liberal de izquierdas. Creo primero en la libertad, pero no me da la gana de olvidar la justicia social. No obstante, en una democracia liberal sana –de los belgas sólo me interesa Tintín- no se puede obligar a la ciudadanía a ir a votar. Sería completamente absurdo. Hay otras formas de participación política y social, y además los países occidentales han alcanzado tal punto en su perfeccionismo meritocrático secular que la trascendencia real del voto es casi marginal. Ya hemos explicado otras veces cómo el gobierno actual ha implementado la reforma laboral del anterior, con mínimos retoques, y el partido que aspira a relevarlo propone medidas casi idénticas a las que ahora se están aprobando. Entonces, ¿por qué tanta crispación? ¿Por qué la reciente crisis institucional? Pues… porque las ovejas necesitan eslóganes fáciles de repetir, y, sobre todo, hay que tenerlas entretenidas. De hecho, la prensa en España, mermada, casi anulada en su capacidad crítica y fracasada en su papel de contrapoder, se ha integrado plenamente en la industria del entretenimiento, al igual que la literatura. Todo es ocio y espectáculo, nada es de verdad verdadera. Recordemos a Macbeth una vez más: nothing is serious in mortality, all is but toys.

Incluso para los países que son realmente poderosos y, en cierta medida –aunque cada vez menos-, todavía son capaces de generar su propio contexto, como Estados Unidos o, a duras penas, Gran Bretaña, cada vez es más difícil perfeccionar aquello que alcanzó hace tiempo su equilibrio óptimo. Y si un país intenta salirse del juego por un extremo populista, pasa lo que ha ocurrido con esas dos potencias anglosajonas: Trump y su golpe de estado carnavalesco, Boris Johnson llevando el galeón inglés hacia el arrecife con una mano en el timón y una lata de cerveza en la otra. Si eso les sucede a las grandes naciones, imaginen lo que pasaría aquí si intentáramos echarnos al monte. Por fortuna, estamos sometidos a las directrices europeas, a cambio de las subvenciones que necesitamos; así que el margen para cambiar lo-que-hay es casi insignificante. Es verdad que no es lo mismo que haya Obama-care o que no lo haya; es cierto que no da igual que se invierta más o que se invierta menos en servicios públicos… pero si echamos un vistazo a la historia, son diferencias mínimas. En España, por ejemplo, ninguna coalición de derechas se atreverá a desmantelar por completo la sanidad pública –ni siquiera lo lleva VOX en su programa- y, por otra parte, en la coalición gobernante de izquierdas el papel de Podemos oscila entre el ridículo y la irrelevancia.

No es que no acudiendo a votar se consiga algo mucho mejor, claro está, pero como mínimo emplearemos la mañana del domingo electoral en cosas más beneficiosas para nuestro cuerpo o para nuestro espíritu, y, además, estaremos lanzando el esperanzador mensaje de que las ovejas ya no quieren el pienso político-mediático con que las ceba el sistema que ellas mismas dirigen de forma inconsciente. Si el partido de los no votantes se expresa en número significativo, querrá decir que algunas ovejas empiezan a ser un poco más iguales que otras. No es mucho, pero es algo. Hasta puede que esto funcione como revulsivo social. No ir a votar es situarse realmente en un extremo de la campana de Gauss, allí donde les da miedo estar a la mayoría de los animales de la granja. En cambio, votar a un partido ficticiamente extremista, cuando lo hacen millones, no es de ser una oveja valiente, sino una de las más retrasadas.

Esa toma de conciencia –no el timorato voto en blanco, sino la renuncia al voto-, sería el primer paso para cambiar algo más importante que una coalición de gobierno por otra. Tal vez podría llegar a convertirse en el principio del despertar de las ovejas. Un primer paso para entender que hay asuntos mucho más decisivos si quieren conferir sentido a sus vidas que votar a uno o a otro ridículo partido, con sus santos de escayola aupados por los costaleros de la prensa afín. Ya verán cómo unos y otros claman que la abstención les perjudica más que a los del otro lado. Y dado que ya no tengo ovejas lectoras en este punto, sino en todo caso algún escéptico burro Benjamin –mi personaje favorito de Animal Farm-, se lo digo a las claras: no voten, por favor. Hagan deporte ese domingo. Hablen con sus hijos. Intenten recordar cómo se rezaba. Quédense en casa follando, poliamando, meditando, leyendo algún libro que valga la pena; pero no otra hamburguesa editorial sobre los templarios; no una estúpida novela de detectives o algún panfleto progre. Lean, por ejemplo, “Rebelión en la granja”, de Orwell. Será una buena manera de empezar a vivir lejos de ovejas y cerdos.

Rafael Balanzá

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