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Michel Houellebeq
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Michel Houellebeq (Foto: cedida)

HOUELLEBECQ, TIERNA ANIQUILACIÓN

Por Rafael Balanzá
martes 14 de marzo de 2023, 14:55h
Alguna vez ya lo he dicho. O por lo menos lo he pensado. La trayectoria de Michel Houellebeq es diametralmente opuesta a la mía, aunque en ciertos aspectos resulte semejante. Su estreno como novelista fue tardío, como también me ocurrió a mí. Aquel primer libro suyo, Ampliación del campo de batalla, obviado por la crítica de su país, interesó sin embargo muchísimo a algunos obstinados lectores; un club que ya no ha dejado de crecer nunca, rebasando las fronteras galas y extendiéndose hasta el mismo alfoz de nuestra superpoblada aldea global.
Aniquilación
Aniquilación

La mayoría de los mandarines de la academia y de los intelectuales franceses hicieron todo lo posible para ningunear al autor de la isla de La Reunión, pero ese grupo creciente de fieles seguidores, impulsados por una impresionante convicción colectiva -rayana en el fanatismo de los juramentados-, lo aupó contra viento y marea. A mí en cambio me ocurrió casi todo lo contrario. En cierto modo, mi presentación resultó más brillante que la suya. Gané un legendario premio de novela, uno de los más prestigiosos de mi país, y conté desde el principio con las bendiciones de la crítica. Los asesinos lentos vendió bien en España y fue traducida pronto al italiano; pero con mis siguientes libros he sido conducido, a base de caricias en el lomo, hasta el establo hediondo y mal ventilado en el que se revuelcan en paja y estiércol los llamados escritores de culto, como el legendario H. P. Lovecraft, tan admirado por Houellebecq. Y lo malo de los escritores de culto, como ustedes saben, es que terminan su vida en una vetusta casa de Providence, nadando en la pobreza, o en alguna inmunda oficina postal, como le ocurrió a Charles Bukowski.

En las tardes álgidas de este invierno demorado que ahora dejamos atrás he terminado de leer la novela más larga, hasta el momento, de Michel Houellebecq. Pero el lector perseverante y conmovedoramente fiel que ha superado la prueba del primer párrafo ya se habrá dado cuenta de que esto no es una reseña al uso de Aniquilación, sino en todo caso la divagación literaria de un egocéntrico impenitente, remotamente apoyada en el texto del autor francés. Cuando en 2010 nos ventilamos juntos dos botellas de Ribera del Duero en un bar de la plaza de Santa Isabel de Murcia (acompañados por Nico y Antonio Ballesta, además de por mi mujer) le dije que sus tres primeras obras lo habían situado, a mi parecer, en la cima de la narrativa contemporánea. Sigo pensando que no fue una afirmación exagerada. No sé si esta última me ha gustado tanto, pero eso es pura anécdota que deja incólume la categoría. Cuando un artista se ha ganado nuestra fidelidad incondicional, sus inevitables altibajos no merman apenas el interés que suscita en nosotros la esencia intangible y magnética de su arte, su visión personal de la vida y de las cosas; y que consiste en este caso, sobre todo, en su condición de habitante forzoso del mundo. En la novela, esa percepción básica queda nítidamente expresada por su protagonista, Paul, convertido en evidente portavoz del “implied author” y probablemente del autor real:

“Siempre había visto el mundo como un lugar donde él no debería haber estado, pero que no tenía prisa en abandonar, simplemente porque no conocía otro.” (Aniquilación, pag. 328).

Esto que digo sobre el crédito ilimitado para ciertos autores que me interesan, es un principio que se ha verificado durante casi cuatro decenios con respecto al poderoso y adictivo cine de Woody Allen, otro humorista de la miseria humana, al que me siento igualmente vinculado por esa fraternidad hosca y distante que nos une a los misántropos divertidos aunque amargados; los miembros reluctantes del club marxista-grouchista en el que nos resistimos a integrarnos.

Antes de hablar de la novela vamos a indagar un poco más sobre la raza de su autor. Se lo ha llamado nihilista. Vale, si asumimos que hay mucha moradas en la casa de la putrefacción. Nihilista-vitalista lo fue Nietzsche, por ejemplo. Apologista del suicidio (pero de terceros, siempre de terceros) el cínico y algo tedioso Cioran. Estos dos nunca han sido de mis preferidos, aunque Nietzsche me fascina. Leopardi, Kafka, Camus… con estos otros, en cambio, sí me identifico. Yo diría que simpatizo con todos los seres dolientes, “humillados y ofendidos” (aunque Dostoyevski no era, por cierto, nihilista, sino cristiano), que rechazan de corazón esta vida, este mundo, por mucho que se sientan lamentablemente obligados a soportarlo y a compartirlo, y ese rechazo implique además su –nuestra- propia condena y una invencible repugnancia hacia nosotros mismos. Si miramos otra vez al cine, tendría que citar enseguida a Ingmar Bergman, otro de mis venerados. Considero que Houellebecq pertenece a esta triste raza. Entre los nihilistas hay algunos que albergan una tenue esperanza de sentido –con razón, sin razón o contra ella, como decía Unamuno y suscribo yo- y otros tan irredimiblemente desesperados como Samuel Beckett o Cesare Pavese. En el momento de nuestro encuentro, aquel lejano 2010, M. H. se declaraba ateo, pero creo que últimamente prefiere la cautelosa y más escéptica etiqueta de agnóstico. Quizá por eso entre los nubarrones de su prosa se filtran ahora tibios rayos de amor y ternura.

Y ya que hemos mencionado a Cioran, podemos traer a colación una frase suya claramente oportuna para Aniquilación. “Sólo es verdaderamente subversivo el espíritu que pone en tela de juicio la necesidad de existir”. Según este apotegma, en realidad toda la literatura de nuestro autor es la de un auténtico subversivo, el último de una estirpe de poetas de la aniquilación que podríamos remontar hasta el sabio Sileno de la mitología griega: “Para ti lo mejor de todo sería no haber nacido.”

La verdad es que me sorprende que Houellebecq tenga lectores en España. Fíjense que me sorprende casi tanto como tenerlos yo. Las cuestiones que a él le preocupan son ajenas a la mayor parte de mi lerda generación. Dios, la muerte, el cristianismo, el sufrimiento humano... ¿A quién le importa todo eso por aquí? La gente no se para a pensar en estas cosas. Cuando ven que no pueden pagar Netflix o que no tienen dinero para reponer la pila del vibrador algunos y algunas se suicidan, pero sin darle muchas vueltas al asunto. A nadie le preocupan cosas tan viejunas como el sentido de la vida. Son como cabras en el aprisco: no ven más allá del murete de mampuesto de la política.

La literatura nacional que triunfa es catecismo progre o pura evasión. Detectives hermafroditas y cosas por el estilo. Como mucho, alguna pareja lesbiana de la policía municipal. Algún episodio histórico recreado con más o menos fortuna, con mejor o peor atrezo. Franco, la Guerra Civil… Ya saben, no damos para más. Somos un país de minusválidos mentales y espirituales, aupado en los 80 a la Premier League europea por nuestros primos alemanes, que querían venir a jubilarse a Mallorca con garantías sociales y políticas que no les podía ofrecer un país del tercer mundo. Si Houellebecq tiene algunos lectores entre nosotros es porque viene de fuera, donde está permitido abordar estos asuntos, donde todavía quedan algunos ciudadanos inteligentes que impulsan a sus autores a contracorriente de los dictados de la crítica puritano-globalista.

A mí en esta novela me sobra un poco la trama de intriga internacional, el asunto del terrorismo esotérico. También la veo muy desnuda de tropos, de retórica, pero eso no es un defecto. Creo que a Houellebecq ya le da igual escribir bien. No se toma la molestia. (Lo comprendo, voy por el mismo camino). Lo que hace que a mí me interese siempre es que los dos vemos el mundo con la misma repugnancia y casi exactamente desde el mismo rincón, compartiendo botella de vino. Me regocija lo que dice de Spinoza, por ejemplo, y de su “asquerosa” filosofía; o su burla de la política y de la prensa, de la patética gesticulación en busca de votantes, de lectores, de espectadores... Porque, si bien el núcleo de la historia es el relato de una agonía –de la misma estirpe que La muerte de Iván Ilich, de Tolstói-, hay que destacar que estamos también, y acaso sobre todo, ante una novela de ideas; de ideologías en pugna: la frivolidad pop frente a la humana gravedad de la teología, el Romanticismo contra la Ilustración, la frialdad científica del positivismo ante la irracional pero necesaria esperanza. Aunque también me importa mucho señalar que nada de esto implica que yo comparta todos los puntos de vista y opiniones del escritor francés. (En absoluto pienso como él, por ejemplo, en relación con la necesaria acogida de inmigrantes en Europa; estoy hablando más bien de una afinidad emocional, anímica, en absoluto política). Antes de ponerme a escribir esta reseña o loquesea, he echado un vistazo a lo que se ha publicado en España sobre la obra. Un conspicuo profesor de Barcelona (Javier Aparicio Maydeu) considera que Houellebecq ha entregado “una obra infructuosa lastrada por el exceso y el lugar común”. No he podido leer el resto del artículo porque hasta el día de hoy me viene librando Dios de estar suscrito al antiguo diario independiente de la mañana, pero desde luego estoy en desacuerdo con tal afirmación. Y veo que un innominado piojo prensil (de la prensa ínfima) decreta la “imparable decadencia de Houellebecq”. Yo creo que debería preocuparse exclusivamente de su propia y piojil decadencia. En fin… lean o no lean a Houellebecq –créanme, a él no le importa mucho lo que prefieran leer los españoles, ya que vende sus libros por cientos de miles en muchos países, desde Japón a los Estados Unidos-, pero si no lo hacen, sepan que se pierden algo.

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