Declaraba Vargas Llosa no hace muchos años que el deseo se ve mitigado con la edad, pero sin llegar a desaparecer del todo. En mi caso, lo que puedo decir por ahora es que un matrimonio milagrosamente afortunado en este aspecto me ha ayudado a desligar el sexo del abigarrado conglomerado de mis preocupaciones cotidianas. Así que el otro asunto, la religión, ocupa desde hace años el centro de mi escenario anímico. Para explicar esto tendría que hablar un poco de mi padre. Él procedía de una familia cristiana, pero su paso por Madrid para estudiar periodismo lo puso en contacto con el más riguroso y cáustico ateismo de la época (Albert Camus, Jean Paul Sartre) y también con el de tiempos anteriores: Shakespeare, Nietzsche… Se aficionó al cine de Ingmar Bergman y a la literatura de Dostoievski, y sufrió la típica crisis de fe de un joven estudiante, sensible y atribulado, que hacía lo que podía para mantener –como el perro semihundido de Goya- la cabeza y el alma fuera de la asfixiante grisalla española de los 50. Leyó a Unamuno y fue para él como atravesar el espejo y fundirse con otro que era él mismo, pero no lo era; esa paradoja axial que sólo se da en el amor, en la música y en la lectura profunda.
Mi padre era un cristiano agnóstico y de izquierdas; sin embargo, mis hermanos y yo estudiamos en el colegio de los Jesuitas de Alicante. Creo que él llegó a dudar más tarde del acierto de aquella decisión, pero dejemos eso a un lado. El caso es que aunque tanto mi padre como mi madre pertenecían a la clase media trabajadora, querían que nosotros recibiéramos una educación cristiana. Epígono previsible de quien me había engendrado, hacia los diez años viví mi propia y precoz crisis de fe. Vi en televisión una extraña película española de ciencia ficción titulada “Largo retorno” que me situó ante una pregunta devastadora, de vertiginosas consecuencias: ¿dónde estarían la mente y el alma de una persona durante un largo proceso de criogenización? Esa cuestión puso en marcha un mecanismo filosófico que me arrojaba ineluctablemente (aunque yo en aquel momento aún no conocía la terminología) al viejo problema del dualismo.
Llegué precipitadamente a la lancinante conclusión de que la mente es producto del cerebro y que cuando el cerebro muere ningún alma puede sobrevivir separada del cuerpo. Entonces, mi padre estaba equivocado en una convicción crucial… Crucial en todos los sentidos. Así que todo era mentira. Jesús había muerto para siempre, como le pasa a todo el mundo. Ese era mi destino y, probablemente, ni siquiera existía Dios. Supongo que todos recordamos aquella escena de Annie Hall en la que un Woody Allen niño se niega a estudiar y, cuando el rabino y sus padres le preguntan por su conducta, sólo dice: “El universo se expande.” Lo que le reporta una borrasca de pescozones. Esas eran mis circunstancias cuando algo hizo eyectar el pus de ese grano moral con violencia. Al padre Bernal, el joven jesuita que nos impartía la asignatura de religión, se le ocurrió proferir en clase un tremendo anatema contra la filosofía platónica que tan importante (yo lo sabía) era para papá. El culpable de esa monstruosidad fui yo, por supuesto. Fue una pregunta mía la que lo incitó a lanzar su terrible dicterio: “Los griegos están superados”, sentenció. Y yo, claro, volví con el cuento a casa. Como buen liberal, con más curiosidad que disgusto, mi padre invitó al cura a cenar para hablar “del asunto”; y así pudo comprobar, pocos días más tarde, que el padre Bernal, lejos de ser un tonto, era en realidad un hombre inteligente y pertrechado de vastas lecturas.
Ahorro al lector mi evolución filosófica posterior, que registran en filigrana en mis novelas y que he contado expresamente en algún lugar. Sólo diré que me costó años de lectura y reflexión entender que el dualismo platónico de mi padre, patente también en Unamuno, se apartaba bastante de la antropología cristiana original. Descubrí a Atenágoras leyendo a Étienne Gilson y años más tarde hablé de todo esto con Javier Gomá, en el curso de una conversación que los interesados encontrarán fácilmente.

Hace unas semanas la “periodista” Marta Nebot tuvo un mediático encontronazo con Javier Cercas a propósito de la cuestión del cristianismo, en relación con su reciente libro “El loco de Dios en el fin del mundo”. Comenté en mi cuenta de X que Cercas se había equivocado tratando de justificarse y de aclarar su posición. “A los niños estúpidos que no se dejan cambiar –dije- lo mejor es dejarlos dormir con el pañal sucio.” Sucede que a los no creyentes inteligentes y cultos –Houellebecq, Oriana Fallaci o el propio Cercas- no hay que explicarles la relevancia de esta cuestión en relación con nuestra civilización y con nuestro destino, tanto individual como colectivo. Ateos y creyentes sensatos merecen siempre nuestro respeto. Y si alguien manifiesta curiosidad por el asunto, basta con remitirlo a la clarificadora “Dominio” de Tom Holland. Pero a los discapacitados y discapacitadas que, como Marta Nebot, simplemente quieren enterrar el tema y hasta prohibir que se hable o escriba de ello, vale con dejarlos en compañía de sus propios excrementos; indefinidamente escocidos, por así decirlo.
No voy a desgranar ahora las razones por las que me parece que la defenestración del cristianismo en Occidente se parece mucho a un suicidio cultural y moral, porque ya lo he hecho otras veces. Tampoco voy a detenerme a explicar por qué no me parece irracional la opción de la fe. (Cualquiera puede leer a Leszek Kolakowski, por ejemplo). Puesto que el planteamiento de esta pieza es marcadamente testimonial y autobiográfico, seguiré en esa línea.
Hace años mis preocupaciones espirituales parecían condenarme a una irredimible soledad en medio de mi generación. Tenía la impresión de estar rodeado de niños que se dedicaban a masticar Tigretones a dos carrillos mientras ardían las cortinas del comedor escolar. He pasado días enteros chillando en mi interior: ¿¡Pero es que no veis que os vais a morir todos, gilipollas!? A nadie más parecía importarle el asunto. Sin embargo, en estos últimos años he empezado a conocer a algunos interesantes compañeros y compañeras de viaje, no tan alejados de mi propia sensibilidad: el ya mencionado Javier Gomá, Marcos Giralt, Rafael Narbona, Ana Iris Simón…
¿Y cómo están para mí las cosas ahora? Pues superada -más o menos- hace años la cuestión del dualismo, así como otros problemas relacionados con la soteriología y la escatología, después de varias pilas de libros de filosofía y epistemología de la ciencia (por ejemplo, el debate John Searl / Daniel Dennett de los primeros años 2000) y algunos tratados teológicos de Gerd Theissen y otros autores, mi principal problema para abrazar la fe ya no viene de supuestas interdicciones racionalistas o cientificistas, como las de Richard Dawkins, sino de mi ominosa valoración de la condición humana. Para expresarlo con sencillez, me parece que Dios es una hipótesis plausible en la convergencia de la filosofía con la física; pero no veo nada fácil identificar a ese Dios de la filosofía con el de Jesús. El mandamiento principal del cristianismo consiste en amarnos a nosotros mismos y a los demás, ya que el Dios de Jesús es, esencialmente, amor. Sin embargo, después de lo vivido todos estos años me parece imposible llegar a creer que nosotros merezcamos la ternura de un Dios infinitamente misericordioso. Por otra parte, ¿debería yo intentar amar a individuos como Cerdán, o como Mazón? ¿Incluso a seres como Putin o Trump? Por no hablar de mí mismo, que –a mi modesta escala- también soy un soberbio rencoroso y miserable.
La pregunta sigue ahí: ¿por qué no tirar de una vez a Cristo a la basura? Y creo que para quienes somos padres y madres, nuestros hijos e hijas son la respuesta más obvia. Porque si ya me parece imposible soportar la vida propia sin esperanza, considero aberrante engendrar otra vida en esas condiciones. ¿Qué sentido tiene traer al mundo a alguien de tu sangre para decirle, en cuanto tenga entendederas, que todo es una broma grotesca que desemboca en la muerte? O para no decirle nada, que es todavía más repugnante. Tener un hijo, si se lo quiere, supone encadenarse a la esperanza, y nos veda la fácil salida de Petronio o de Stefan Zweig. Con razón Buda llamó a su hijo Rahula, que significa grillete, o cadena. Tener un hijo es, en sí mismo, un acto de fe. Este es, por cierto, el tema de “Muerte de atlante”.
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