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Ana María Matute
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Ana María Matute (Foto: Archivo)

Ana María Matute, una de las mejores novelistas de posguerra

viernes 29 de agosto de 2025, 07:56h

La novelista barcelonesa Ana María Matute (26 de julio de 1925/25 de junio de 2014)es una de las escritoras con una de las personalidades más originales en el panorama de la narrativa del siglo XX. Elegida miembro de la RAE en 1996 [1], completó con el Cervantes -en el 2010- [2] una trayectoria literaria jalonada de premios. [3]

[1] En el bosque. Discurso leído el día 18 de enero de 1998 en su recepción como académica.

https://www.rae.es/sites/default/files/Discurso_Ingreso_Ana_Maria_Matute.pdf

[2] Discurso de Ana María Matute en la recepción del Premio Cervantes.

https://www.youtube.com/watch?v=CoKJP7lLd2Y

[3] El primer galardón obtenido por Matute fue el del Café Gijón, en 1952, con Fiesta al noroeste; y a este premio siguieron el Planeta, en 1954, con Pequeño teatro -su primera novela, escrita cuando solo tenia 17 años-; el de la Crítica de Narrativa Castellana, en 1959, con Los hijos muertos -que en el mismo año obtuvo el Nacional de Literatura-; el Nadal, en 1959, con Primera memoria; el Lazarillo (de creación literaria infantil), en 1965, con El polizón de Ulises; el Fastenrath de la Real Academia Española, en 1968, con Los soldados lloran de noche; el Premio Ministerio de Cultura al Libro de Interés Juvenil, en 1976, con Paulina, el mundo y las estrellas; el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, en 1984, con Solo un pie descalzo; el Ciutat de Barcelona de Literatura en Lengua Castellana, en 1995, con El verdadero final de la Bella Durmiente; el Ojo Crítico de Narrativa, en 1997, con Olvidado Rey Gudú -voluminosa novela de desbordante fantasía que tenía escrita desde hacía muchos años y que se decidió a revisar-; el Premio Nacional de las Letras Españolas (al conjunto de su obra), en 2007... Y el Premio Cervantes, en 2010, pone el broche de oro a una intensa vida dedicada a la creación literaria.

RTVE le dedicó un programa de la serie Los imprescindibles con el título “La niña de los cabellos blancos. Vida y obra de Ana María Matute”. (27 de junio de 2014)

http://www.rtve.es/television/20140627/nina-cabellos-blancosvida-obra-ana-

maria-matute/591220.shtml

Una parte importante de la obra de Matute se inscribe en el ámbito de la narrativa breve, que ciertos sectores de la crítica han valorado por encima de sus novelas. La escritora está especialmente dotada para la composición de cuentos [4], más ajenos a los enfoques realistas de sus narraciones extensas; unos cuentos en los que sabe dosificar la intriga y en los que, por lo general, centra su interés en los niños, hacia los que nuestra sentimientos de ternura capaces por sí mismos de envolver sus relatos en un halo poético que no pasa desapercibido para cualquier lector sensible, que descubre la carga ética que sirve de trasfondo a la emoción estética. Porque, en efecto, lo ético juega un papel importante: muchos de esos niños se encuentran desvalidos, instalados en un mundo de incompatible con el de los adultos -que está lleno de egoísmos feroces-; son criaturas inocentes e incomprendidas a las que en demasiadas ocasiones ronda la muerte..., y a las que la autora se acerca con un afecto que prevalece en una atmósfera de pesimismo...

[4] Con el título de La puerta de la luna, la Editorial Destino (Barcelona, 2011. Colección Clásicos Destino) ha publicado los cuentos completos de Ana María Matute. En este volumen se incluyen, además, relatos cortos y artículos periodísticos.

https://www.planetadelibros.com/libro-la-puerta-de-la-luna/47778

Dejando, pues, aparte sus novelas [5], nos vamos a centrar en la escritora de cuentos, para retratar a algunos de sus personajes protagonistas. Y los extraemos de un libro singular, Historias de la Artámila [6], que no es sino el pueblo riojano Mansilla de la Sierra. [7]

[5] Libros imprescindibles de Ana María Matute para conmemorar su centenario. [En los enlaces se obtiene una sinopsis de cada uno de ellos].

https://www.planetadelibros.com/blog/actualidad/15/articulo/ana-maria-matute-mejores-libros

[6] Matute, Ana María: Historias de la Artámila. Barcelona, Editorial Destino, 2000. Colección Destinolibro núm. 339. [Obra también publicada en la Colección Áncora y delfìn, núm, 211, 5.ª edición, 1990]. El original es de 1961.

[7] Cuando Ana María Matute apenas tenía cuatro años cayó enferma y su familia la llevó a vivir al pueblo de sus abuelos: Mansilla de la Sierra, que se convertirá en Artámila, en la ficción literaria, y cuyas historias conforman un libro -Historias de la Artámila- con cierto carácter autobiográfico. Es el espacio de su infancia, y su relación con el mundo campesino, mitificado a través de los recuerdos cargados de nostalgia.

Son numerosas las obras de Matute destinadas a los niños con finales felices, y con los que la autora, instalada en la esperanza, pretende abrir las puertas a un mundo mejor. Recordemos algunos de esos títulos: El país de la pizarra (Barcelona, Editorial Lumen, 1987; publicado también por Ediciones Destino, Barcelona, 2014. Colección Áncora y delfín); Paulina, el mundo y las estrellas (Barcelona, Garbo Editorial, 1960), El saltamontes verde (Barcelona, Editorial Lumen, 1994; publicado también por Ediciones Destino, Barcelona, 2013. Colección Áncora y delfín); El aprendiz (Barcelona, Ediciones Destino, 2013. Colección Áncora y delfín); Caballito loco (Barcelona, Editoria Lumen, 1982; publicado también por Ediciones Destino, Barcelona, 2015. Colección Áncora y delfín); El polizón de Ulises (Ediciones Destino, Barcelona, 2015. Colección Áncora y delfín); Solo un pie descalzo (Barcelona, Editorial Lumen, 1987; publicado también por Ediciones Destino, Barcelona, 2013. Colección Áncora y delfín)…

Y vamos a analizar el ciento titulado “Los de la tienda”, un cuento que envuelven al lector en una atmósfera de amargura compatible con cierta dosis de poesía. Sea como fuere, Matute ha sido siempre consecuente con el camino literario que emprendió desde sus primeras obras: contar la realidad con extraordinario lirismo, y a través de la fantasía y de sus propios recuerdos.

Los de la tienda

El aire del mar levantaba un polvo blanquecino de la planicie donde se elevaban las chavolas. A la derecha estaba la montaña rocosa y a la izquierda se iniciaba el suburbio de la población, con los primeros faroles de gas y las tapias de los solares. Luego, las callejas oscuras, de piedras resbaladizas y húmedas; las tabernas, las freidurías, las casas de comidas.

Allí empezaba el barrio marinero, con la capilla de san Miguel y san Pedro. Después el mar. Desde las chabolas, en las mañanas claras, se oía a veces la campana de la capilla.

La tienda de comestibles se abría justamente en el centro de aquel mundo. A medias en el camino de las chavolas y de las primeras casas de pescadores. Era una tienda no muy grande, pero abarrotada. Embutidos, latas de conservas, velas, jabón, cajas de galletas, queso, mantequilla, estropajos, escobas... Todo se apilaba en orden, en estantes o pirámides, en torno al mostrador de madera abrillantada por el roce. Detrás del mostrador se abría la puerta de la vivienda de Ezequiel, de Mariana, su mujer, y del ahijado.

Al ahijado lo trajeron del pueblo de Mariana, cuando desesperaron de tener hijos propios. Se llamaba Dionisio y era hijo de una cuñada viuda y pobre, que aún tenía cuatro hijos más pequeños. La madre se avino desde el primer día a la adopción, y ahora, a veces, le escribía cartas breves, de letra ancha y palabras extrañamente partidas, donde hablaba de la huerta, de sus hermanos y de la gran calamidad de la vida. Seis años tenía Dionisio cuando dejó el pueblo, y otros seis llevaba de ahijado con Ezequiel y Mariana. De su madre tenía una idea triste y borrosa; de su pueblo, el recuerdo de las casas con sus porches, de la plaza y de la huerta en primavera, con el olor ácido y hermoso de la tierra mojada. Ahora, en cambio, conocía bien el olor a pimentón, jabón y especias de la tienda; el aire salado que subía de allá detrás, arrastrando el polvo blanco, reseco, en la planicie de las chabolas.

Dionisio no recibía sueldo, pero Ezequiel le decía siempre que el día de mañana, suya y de nadie más sería la tienda. Dionisio comía a dos carrillos, como Ezequiel. Como él, al comer, se untaba de aceite la barbilla y el borde de los labios. Y como él se preparaba, a media mañana y a media tarde, grandes bocadillos de jamón, de sobrasada, de queso o de membrillo. Dionisio podía comer todo cuanto quisiera, a todas horas.

Además, de siete a nueve, subía a peinarse con colonia de la de a granel, que olía fuertemente a violetas. Se quitaba la bata, y, con las manos bien limpias, se iba a la Academia a estudiar Contabilidad.

Todo hubiera ido bien para Dionisio, que no deseaba nada, a no ser por Manolito y su pandilla. Manolito y su pandilla vivían en las chavolas. Eran una banda de muchachos tostados por el sol, delgados, duros y rientes, que le subyugaban. Manolito y su pandilla se reunían en el descampado, tras la planicie de las chavolas; y tenían secretos, y salvajes y fascinantes juegos. Manolito y su pandilla hicieron pensar a Dionisio en los amigos. Amigos, juegos, aventuras. Todo aquello que aún desconocía.

Dionisio intentó muchas veces su amistad. Pero Manolito y su pandilla raramente le toleraban. Dionisio era “el de la tienda”.

La tienda era un lugar codiciado y aborrecido, a un tiempo, por los de las chavolas. Así lo comprendió Donisio, poco a poco. En la tienda no se fiaba, y la tienda era necesaria. En la tienda había todo lo que se necesitaba, pero de la tienda no se podían llevar nada que no fuese al contado. (Al contado naturalmente, para los de las chavolas).

-Mira, Dionisio -decía Ezequiel en voz baja a su ahijado-. A don Marcelino y a doña Asunción, sí se les puede apuntar y fiar, porque son ricos. A los de las chavolas, no, porque son pobres. No olvides esto nunca.

Dionisio acabó comprendiéndolo, aunque a primera vista le pareciese una contradicción. También comprendió el despego hacia él por parte de los de las chavolas. Recordaba una tarde que entró Manolito por algo, mientras él se untaba un panecillo con sobreasada. Para esparcirla más convenientemente, la aplastaba con la ayuda de su dedo pulgar. El dedo lo llevaba envuelto en un esparadrapo sucio, porque se dio un tajo al cortar cien gramos de queso. Sintió en la frente algo extraño, como un desazonado cosquilleo. Levantó la cabeza y vio los ojos redondos y escudriñadores de Manolito, fijos en él: en su dedo pulgar envuelto en un esparadrapo sucio, en la sobreasada aplastada contra el pan. Y sintió algo que le hizo volverse de espaldas. Ezequiel, entre tanto, preguntaba desabridamente a Manolito qué quería.

-Un paquete de sal... - dijo Manolito.

Y Ezequiel indagó, aún más seco:

-¿Traes el dinero?

No: no le querían los de las chavolas. No le querían, y por ello, quizá, deseaba aún más pertenecer a su banda. Sobre todo en el verano, cuando bajaban a bañarse a la playa, dando gritos debajo del gran sol. Pero no le querían, estaba visto. Por más que las pocas veces que le admitieron con ellos llegó a casa con la cabeza llena de sabiduría, y casi no pudo dormir por la noche.

Un día Ezequiel le dio veinte duros. Así: veinte duros, como veinte soles. Cierto que él siempre le andaba pidiendo:

-Padrino, que no llevo nunca nada en el bolsillo... Padrino, deme usted algo, aunque sea para no gastar. Mire que todos los chicos de la Academia llevan siempre dinero...

Ezequiel movía negativamente la cabeza y respondía:-Dinero, no Dioni. Ya sabes que la tienda será tuya algún día. Comes hasta reventar, y no te matas trabajando. ¿Qué más quieres? Ante estas razones, Dionisio callaba, porque no sabía qué contestar.

(Podía haber dicho, quizá: “Para presumir.” Pero, claro, no se atrevía.) Y de repente, una mañana, mientras él barría la tienda, Ezequiel le dijo:

-Anda, para que te calles de una vez: ahí va eso. ¡Pero pobre de ti si lo gastas! ¡Lo guardas bien guardado, donde ni lo veas!

Veinte duros. Así: de golpe, en un solo billete. Dionisio se quedó sin respiración.

-Gracias, padrino... ¡Qué bárbaro!

-Pero que no lo gastes, ¿eh? ¡Que no lo gastes...!

Dionisio, efectivamente, lo guardó. La verdad era que, excepto pertenecer a la banda del Manolito, no deseaba nada.

Guardó el dinero en el armario, entre las camisas, y con saber que estaba allí se contentaba. Los primeros días se acercaba a verlo, de cuando en cuando. Recordaba entonces una historia que leyó, de un avaro que guardaba su oro y lo acariciaba. Pero sonreía y se sentía satisfecho.

Fue lo menos quince o veinte días más tarde cuando ocurrió lo imprevisto. Era un lunes por la tarde. Salía de la tienda y decidió hacer novillos y darse una vuelta por la planicie. Ya estaba muy próximo el verano, y aún brillaba el sol, allá lejos, sobre la superficie rizada del mar.

Cuando llegó a la altura de las chabolas, oyó el griterio. Se acercó corriendo, detrás de los muchachos que acudian en tropel.

La desgracia había caído sobre la chabola del Manolito. Su padre, que era albañil, se cayó del andamio, partiéndose tres costillas y una pierna.

Lo habían llevado al hospital, y su mujer salía dando gritos, acompañada por las vecinas. En una esquina, sentado en el suelo, con las manos en los bolsillos, lejano a todos, con su carita dura y pálida, estaba Manolito.

Dionisio se sintió invadido de una gran piedad. Corrió a él, y se le plantó delante, mirándole. Quería decir algo, pero no sabía. Al fin, Manolito levantó los ojos (como aquel día que le vio preparándose el bocadillo).

Ante sus ojos negros, Dionisio se quedó sin habla.

-¡Lárgate, cerdo! -escupió Manolito- ¡Que te largues...!

Se fue despacio. Sentía en la espalda, en la nuca, el peso de una gran desolación.

Aquella noche tomó su resolución. Casi no sentía sacrificio alguno. Se levantó más temprano que de costumbre, y, antes de bajar a la tienda, salió por la puerta trasera y corrió a las chavolas. Iba con la mano metida en el bolsillo y apretaba en el puño el billete de veinte duros.

Cuando llegó a la chavola de Manolito el corazón parecia latir en su misma garganta.

-¡Manolo! -llamó con voz trémula-. .¡Sal, Manolo, que tengo que darte un recado!

Manolo salió, medio desnudo, con los ojos entrecerrados. También la hermana menor, y otros dos más pequeños todavía, asomaron la cabeza.

-¿Dónde está tu madre? -le preguntó Dionisio.

El Manolito se encogió de hombros, y sus labios se doblaron con desprecio:

-Ande va a estar... ¡En el hospital!

Dionisio sintió que toda la sangre le subía a la cara:

-Oye, Manolo..., yo venía a decirte..., vamos, mira: esto he ahorrado yo, pero si tú quieres... yo te lo presto y cuando puedas, vamos, no me corre ninguna prisa... ni siquiera que me lo devuelvas...

Le tendía el billete de veinte duros. Manolo se había quedado quieto, abierta su pequeña boca, oscura y manchada. Miraba el dinero con los ojos fijos, como de vidrio. Avanzó despacio una mano delgada, llena de tierra. Dionisio le puso el dinero en la palma y echó a correr.

El corazón le dolía al entrar en la tienda. Ezequiel le dio un pescozón:

-¡Dónde habrás andado, golfante...! ¡Hala, a barrer!

Estuvo toda la mañana como en sueños. Cada vez que sonaba la campanilla de la puerta sentía flaquear sus piernas.

Pero Manolito no empujó la puerta hasta mediada la tarde. Su figurilla se recortó contra la luz del sol, en el umbral. El corazón le dio un vuelco a Dionisio, y sólo acertó a pensar: “Qué piernas tan flacas tiene Manolito.”

No: no parecía el capitán de la banda. Era como un pájaro, un triste y oscuro pájaro perdido.

Ezequiel le miró con desconfianza. El Manolito, con su voz clara y despaciosa, pidió arroz, azúcar, aceite, velas... A media retahíla, Ezequiel le cortó, como siempre:

-Oye, tú, ¿traes dinero?

Para decir dinero Ezequiel se frotaba las yemas del índice y del pulgar, uno contra el otro. Manolito asintió, con voz firme:

-Sí, lo traigo. Ponga usted, además...

Algo zumbaba en los oídos de Dionisio, y no podía escuchar más. Un ahogo, raro y dulce, le subía por la garganta. Quería esconderse, que no le vieran los ojos del Manolito. Las rodillas le temblaban y se sentó allí, detrás del mostrador, en un cajón de coca-colas vacío. Sólo veía a Ezequiel, de pie, colocando las cosas, con aire aún receloso.

Manolito pagó alargando un billete de veinte duros. Dionisio vio las manos de Ezequiel: rojizas, de uñas rotas. Una mano de Ezequiel cogió el billete: “su” billete de veinte duros. Ezequiel lo palpó, lo alzó y lo miró al trasluz.

-Largo de ahí, golfo! -chilló-. ¡Largo de ahí, si no quieres que te eche de un puntapié!

Dionisio parpadeó, despacio. La luz del sol, en rayos finos, se filtraba a través de los rimeros de cajas de galletas. Una rata gorda, negra, corría por detrás de los montones de jabón.

-¡Que te largues, te digo! ¡Te creerás que me puedes engañar a mí! ¡Ya decía yo! ¡Ya me parecía a mí! Este billete es más falso que el alma de Judas...

Aún dijo Ezequiel muchas cosas más. Dionisio quiso levantarse, mirar por encima del mostrador. Pero algo había en el olor de la tienda -el pimentón, el jabón, las especias...- que aturdía, que se pegaba a la garganta, a los ojos, como un humo. Las rodillas se le volvieron blandas, como de algodón.

Después oyó la campanilla de la puerta. Por fin, Manolito se había marchado.

Apoyo léxico. Planicie. Terreno llano, especialmente de gran extensión. Chavola. Construcción pobre que suele edificarse en zonas suburbanas. (La RAE prefiere la variante chabola, escritura más de acuerdo con su etimología: proviene del vasco txabola, y este del francés geôle). Suburbio. Barrio o núcleo de población situado en las afueras de una ciudad, y que, generalmente, constituye una zona deprimida. Freiduría. Local donde se fríe pescado para la venta. Barrio marinero: capilla de san Miguel y san Pedro. Ambos son santos de marineros y pescadores. A medias. En mitad de. Embutido. Tripa rellena con carne picada, especialmente de cerdo. Ahijado. Persona que recibe protección, favor o asistencia de su valedor. Desesperar. Quedarse sin esperanza. Avenirse. Ponerse de acuerdo. Adopción. Hecho de tomar legalmente en condición de hijo al que no lo es biológicamente. Calamidad. Desgracia, infortunio. Borrosa. Que no se distingue con claridad; confusa, nebulosa. Porche. Espacio cubierto adosado a la fachada de un edificio. El día de mañana. En tiempo venidero. Comer a dos carrillos. Comer con rapidez y voracidad. A granel. En cantidad abundante. (Es de suponer que en la tienda de Ezequiel se vendía a granel el agua de colonia de la marca catalana Parera, llamada Varón Dandy, la fragancia masculina más popular en España durante muchos años; y también la colonia Lucky for men). A no ser por. Por causa de. Tostado por el sol. Con la piel del cuerpo atezada (lustrosa). Subyugar. Embelesar, cautivar los sentidos. Descampado. Terreno descubierto, libre de tropiezos, maleas y espesuras. Salvaje. Poco civilizado. Aborrecido. Odiado, detestado. Poco a poco. Despacio, con lentitud. Fiar. Vender sin tomar el precio de contado para recibirlo en adelante. Al contado. Con pago inmediato en moneda efectiva o su equivalente. Mira. Uso interjectivo, de una forma sin valor verbal, para avisar al alguien. Apuntar. Escribir el nombre de alguien en una lista con un fin determinado (en este caso, llevar el control de morosos). A primera vista. Con ligera observación; sobre la marcha (a bote pronto). Despego. Falta de interés, alejamiento. Tajo. Raja hecha con un instrumento cortante (en este caso un cuchillo). Desazonado. Intranquilo, angustioso. Escudriñador. Que tiene curiosidad por averiguar los detalles menos manifiestos. Desabridamente. De forma áspera, como resultado de la dureza de genio. Seco. Desagradable, poco afable en el trato. Está visto. Es sobradamente conocido. Por más que. Aunque. Veinte duros. Cantidad muy apreciable en la época. Cierto que. En verdad. Padrino. Persona que ampara y protege a otra. Algún día. En un tiempo futuro sin determinar. Reventar. No poder más por estar harto de comida. Martase. Esforzarse con gran intensidad en el trabajo. Anda. Uso interjectivo, de una forma sin valor verbal, para animar a alguien. Para que te calles. Para que no molestes más con exigencias continuas e inoportunas (para que no des más la lata). De una vez. De manera definitiva. (Como locución adverbial, se usa frecuentemente para presentar lo que se dice como una conclusión). Ahí va. En registro coloquial, “ahí lo tienes”. ¡Pobre de ti! Locución interjectiva que se usa como amenaza. De golpe. Súbitamente, de una vez. Sin respiración. Muy asombrado e impresionado. ¡Qué bárbaro! Locución interjectiva para indicar asombro o extrañeza. De cuando en cuando. Algunas veces, de tiempo en tiempo. ¿Eh? Interjección usada para advertir. La verdad es que... Bien es verdad. Se usa contraponiendo algo a otra cosa, como que no impide o estorba el asunto. Historia. Relato. Avaro. Persona con un afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas. Hacer novillos. Dejar de asistir a clase. (La frase procede del lenguaje taurino, y hace referencia a los jóvenes estudiantes que querían ser toreros y se escapaban de la escuela para torear novillos en las dehesas; cf. Alberto Buitrago: Diccionario de dichos y frases hechas. Barcelona, Espasa libros, 2005). Dar alguien una vuelta. Pasear breve tiempo por un lugar. Mar rizada. Mar ligeramente ondulada, con olas de 0 a 0,1 m de altura. En tropel. Yendo muchos juntos, sin orden y confusamente, con movimiento acelerado y violento. Invadido por la piedad. Apoderado por un sentimiento caritativo. Plantarse delante de alguien. Ponerse de pie firme frente a él. Quitar el habla a alguien. Dejarlo tan asombrado que no pueda hablar. Lárgate. Vete con presteza. Cerdo. Ruin (insulto en registro coloquial). Escupir. Hacer escarnio de alguien mediante palabras groseras. Desolación. Aflicción extrema. Tomar una resolución. Adoptar una decisión con rapidez. Voz trémula. Voz temblorosa. El Manolito. Por primera vez en el relato se emplea el artículo delante del antropónimo, lo cual es propio del habla popular. Encogerse alguien de hombros. Mostrarse o permanecer indiferente ante lo que oye o ve. Ande. Adverbio interrogativo, empleado para preguntar por una parte o lugar (dónde, adónde; su uso es vulgar). Subir la sangre a la cara. Sonrojarse. Correr prisa algo. Ser urgente. Pescozón. Golpe que se da con la mano en el pescuezo o en la cabeza. Golfante. Pillo, sinvergüenza. Hala. Interjección para meter prisa. Construcción a+infinitivo. Con valor imperativo, su uso es coloquial: “¡A barrer!”. Flaquear. Ir perdiendo fuerza. Umbral. Parte inferior, por lo común de piedra y contrapuesto al dintel en la puerta entrada a una casa. Dar un vuelco el corazón. Sentir de pronto sobresalto. Voz despaciosa. Voz pausada. Cortar. Impedir que alguien continúe hablando. Oye. Uso interjectivo, de una forma sin valor verbal, para captar la atención del interlocutor. Asentir. Admitir como cierto o conveniente lo que otra persona ha dicho. Receloso. Desconfiado. A puntapiés. Con violencia y poca consideración. Rimero. Montón de cosas puestas unas sobre otras. Aturdir. Desconcertar. Ser más falso que (el alma de) Judas. Se dice de lo que resulta engañoso. (Judas, que había sido uno de sus doce discípulos, traicionó a Jesucristo por treinta monedas de plata, y lo delató en el Huerto de los Olivos dándole un beso, para que lo prendían los sayones del sanedrín).

Ana María Matute ante la marginación de los humildes

Es este un relato que tiene como trasfondo la injusticia y opresión que sufren las gentes humildes, abocadas a la marginación precisamente porque son pobres. Dioni es un niño de doce años que, desde los seis, vive en calidad de adoptado con Ezequiel y Mariana, propietarios de una tienda de productos de primera necesidad, en la que trabaja. La obsesión del niño es entablar amistad con Manolito y su pandilla -“los de las chavolas”- que no sienten por él el menor aprecio, y ante cuya miseria se muestra insensible Ezequiel, el tendero. Un día Dioni recibió de Ezequiel veinte duros, con la condición de que no se los gastara. La desgracia sufrida por el padre de Manolito -que se partió tres costillas y una pierna, al caerse un de andamio- provoca en Dioni un sentimiento de piedad, que le lleva a darle a Manolito el billete de veinte duros. Pero cuando Manolito intenta gastarse ese dinero comprando en la tienda de Ezequiel, se descubre que el billete “es más falso que el alma de Judas”; frase que puede aplicarse con toda justicia al propio Ezequiel, ser egoísta y de conducta mezquina, salvo con los ricos. Este es el resumen de un texto que requiere un análisis más en profundidad para rastrear la intencionalidad última de Matute.

El relato presenta el antagonismo entre dos mundos: el de los que tienen y el de los que nada o poco tienen; el de los ricos -a los que se les puede fiar en una tienda de comestibles: es el caso de don Marcelino y doña Asunción-; y el de los humildes -que no tienen crédito y han de pagar a tocateja, como es el caso de Manolito, hijo de un albañil que malvive con su mujer y sus otros tres hijos más pequeños en una chabola, y que sufre un grave accidente al caerse de un andamio-. Y a medio camino entre la planicie donde se hallan las chabolas y las primeras casas del barrio de pescadores se encuentra la tienda de Ezequiel y Mariana, con productos que pueden cubrir todas las necesidades vitales, y en la que no todos reciben el mismo trato: generosidad para con los ricos; desconfianza hacia los pobres de las chabolas. Y en esa tienda, en calidad de ahijado de los dueños, colabora con su trabajo Dionisio, un niño de doce años, que siente verdaderos deseos de entablar amistad con los niños de las chabolas -con Manolito y su pandilla-, pese al rechazo que les provoca.

Matute se va a servir de un falso billete de veinte duros para oponer la mequindad del tendero -hipócrita hasta con su propio ahijado- a la humanidad de Dionisio -capaz de desprenderse de aquello que más ilusión le hace cuando cree que otros lo necesitan, y aun cuando de esos otros solo reciba insultos y desprecio-. El final del cuento es demoledor para todos los personajes: Ezequiel, el timador que ha estado a punto de ser timado con sus mismas armas, y que sigue maltratando a los humildes: “-Largo de ahí, golfo! -chilló-. ¡Largo de ahí, si no quieres que te eche de un puntapié!”; Dionisio, resignado e impotente, al descubrir que el billete de veinte duros que su padrino le había regalado haciendo gala de magnanimidad era falso y que, engañado por tanto en su buena fe, la presunta ayuda que decide prestarle a Manolito está trufada en origen, y que lo único que causa son problemas: “Dionisio quiso levantarse, mirar por encima del mostrador. Pero algo había en el olor de la tienda -el pimentón, el jabón, las especias...- que aturdía, que se pegaba a la garganta, a los ojos, como un humo. Las rodillas se le volvieron blandas, como de algodón.”; y Manolito, que continúa arrastrando la miseria en su persona, engañado directa o indirectamente por todos -los que gozan de un confortable estatus-, y condenado a seguir sumido en un ambiente de marginación: “Después oyó [Dionisio] la campanilla de la puerta. Por fin, Manolito se había marchado”.

La escritora comienza su relato estableciendo con precisión el entorno físico en el que se van a mover sus personajes, como si de un plano se tratara: la planicie ocupada por las chavolas -y detrás de la cual había un descampado donde se reunían a jugar Manolito y su pandilla-; a la derecha, “la montaña rocosa”; a la izquierda, el suburbio de la población; a continuación, “las callejas oscuras, de piedras resbaladizas y húmedas”, que servían de pórtico al barrio marinero -con la capilla dedicada a los santos de los pescadores, y cuya campana podía oírse desde las chavolas en mañanas claras-. Después el mar -con la playa en la que, en verano bajaban a bañarse Manolito y su pandilla-. Y en el centro de todo, a mitad de camino entre las chabolas y las primeras casas de pescadores, la tienda de comestibles regentada por Ezequiel, y atendida por su mujer Mariana y por el ahijado de estos, Dionisio, un niño de doce años.

Y especialmente detallista es Matute a la hora de describir esa tienda de comestibles que, aun sin ser muy grande, estaba atestada de productos para la venta: “embutidos, latas de conservas, velas, jabón, cajas de galletas, queso, mantequilla, estropajos, escobas...”. La simple enumeración del nombre de los productos no ha necesitado adjetivación alguna; es más, los puntos suspensivos dejan abierta la serie enumerativa, porque, en efecto, hay todavía otros muchos productos: “arroz, azúcar aceite, velas..”; “el pimentón, las especias...” (y de nuevo, en ambos casos, los puntos suspensivos no cierran la enumeración). Y aun cuando había cierta organización (“Todo se apilaba en orden, en estantes o pirámides, en torno al mostrador de madera abrillantada por el roce.”), no parece que la limpieza -que corría a cargo del ahijado Dionisio- fuera algo característico de la tienda, porque en ella había ratas (“Una rata gorda, negra, corría por detrás de los montones de jabón.”, delatada por los finos rayos de la luz del sol que se filtraban en la tienda “a través de los rimeros de cajas de galletas”). El detallismo de Matute la lleva a reparar en que la madera del mostrador se encontraba “abrillantada por el roce”. Finalmente, detrás del mostrador se encontraba la puerta que daba acceso a la vivienda que ocupaban Ezequiel, Mariana y Dionisio. Y en cuanto al concepto que “los de las chabolas” tienen de la tienda... “era un lugar codiciado y aborrecido, a un tiempo.”; porque en ella había todo lo que pudiera necesitarse, pero solo los ricos podían retirar mercancía a crédito; nunca los de las chabolas, que debían pagar al contado. Y de ahí la tremenda advertencia de Ezequiel a Dionisio, distinguiéndolo entre ricos y pobres a la hora de pagar -a crédito o al contado-: -Mira, Dionisio -decía Ezequiel en voz baja a su ahijado-. A don Marcelino y a doña Asunción, sí se les puede apuntar y fiar, porque son ricos. A los de las chavolas, no, porque son pobres. No olvides esto nunca.”

A Matute no le ha hecho falta describir las chabolas: todo el relato encierra una denuncia del chabolismo -y la injusticia que representa esta cruel forma de marginación social-; un chabolismo de la España de mediados del siglo XX, y que todavía no ha sido erradicado del todo en la actualidad.

En cuanto al paisaje, Matute se sirve de una nostálgica contraposición de ambientes: aquel en que vivió Dionisio hasta los seis años, en su pueblo natal, y que le trae “el recuerdo de las casas con sus porches, de la plaza y de la huerta en primavera, con el olor ácido y hermoso de la tierra mojada.”; y este otro en que se desenvuelve ahora, tras seis años alejado de su pueblo y viviendo en una localidad marinera, casi limitado al “olor a pimentón, jabón y especias de la tienda;” y respirando el polvo blanquecino y seco que el aire salado del mar levanta de la planicie donde están enclavadas las chabolas. En cierto modo, hay una añoranza de la vida rural, ajena a los problemas de marginalidad que se perciben en las urbes; y el paisaje hace de eficaz elemento de contraste.

Por lo que a los personajes se refiere, hay algunos que no tienen la menor relevancia en el relato. De Mariana, solo sabemos que es la mujer de Ezequiel; de don Marcelino y doña Asunción, que son ricos, y que por eso les fían en la tienda; de la familia de Manolito sabemos que su padre es albañil y que, en un accidente laboral, “se cayó del andamio partiéndose tres costillas y una pierna.”, que su madre le acompaña al hospital, y que tiene tres hermanos menores que él; pero a nadie se le identifica por su nombre.

De la madre de Dionisio, Matute ofrece un mínimo de información, aunque bastante desgarradora: cuñada de Mariana, “viuda y pobre”, con cinco hijos, el mayor de los cuales, de seis años, es precisamente Dionisio, que fue adoptado en calidad de ahijado por el matrimonio Ezequiel-Mariana, que no había podido tener hijos. Apenas sabía escribir pero, cuando inicialmente le enviaba cartas a Dionisio, siempre aludía a“la gran calamidad de la vida”. Dionisio, tras seis años de separación de su madre, solo conservaba de ella “una idea triste y borrosa”.

Y en relación con la pandilla de Manolito, escribe Matute: “Eran una banda de muchachos tostados por el sol, delgados, duros y rientes, [...]; y tenían secretos, y salvajes y fascinante juegos” en los que, por cierto, Dionisio ansiaba participar, pero ellos a duras penas lo consentían. En cambio, Ezequiel, Manolito y Dionisio están perfectamente retratados, y hay datos suficientes para hacerse una nítida idea del temperamento que todos ellos tienen; aunque el aspecto físico de Ezequiel y de Dionisio haya que imaginárselo, ya que la escritora prescinde de él. En todo caso, de Ezequiel solo apunta que tiene “las manos rojizas, de uñas rotas”.

Ezequiel es un glotón, acostumbrado a comer a todas horas, lo que contrasta con la penuria que sufren “los de las chabolas”: apenas acaba de pedir Manolito que le despache un paquete de sal, por ejemplo, cuando ya le está preguntando en tono seco si tiene dinero para comprarlo. Y es que Ezequiel solo fía a los ricos, no a los pobres, con los que no practica la menor caridad; y le conmina a Dionisio para que observe la misma conducta, añadiendo, en actitud de suprema mezquindad, y para que se le grabe en la mente: “No olvides esto nunca”. Pero lo que da idea de la podredumbre moral del personaje es la anécdota del billete de veinte duros. Dionisio siempre andaba pidiéndole algo de dinero, “aunque sea para no gastar” -pues ni siquiera se atrevía a decirle: “Para presumir”, ante sus compañeros de la academia de Contabilidad); y Ezequiel siempre le respondía, haciéndole callar: “-Dinero, no Dioni. Ya sabes que la tienda será tuya algún día. Comes hasta reventar, y no te matas trabajando. ¿Qué más quieres?”. Hasta que un día, inopinadamente, le dio un billete de veinte duros, pero poniendo como condición que no se lo gastara (“-Pero que no lo gastes, ¿eh? ¡Que no lo gastes...!”), y que lo guardara incluso donde ni lo viera, proyectando así sobre el muchacho su propia condición avarienta; una condición que también queda patentecuando, antes de despachar a Manolito, al tiempo que le preguntaba si llevaba dinero para la compra, “se frotaba las yemas del índice y del pulgar, uno contra el otro.”, en ademán muy revelador de su espíritu mercantil. Pero por casualidades del destino, Dionisio, que ha pretendido ayudar con ese dinero a la familia de Manolito ante un accidente laboral del padre, comprueba que el billete de veinte duros es falso, quedando al descubierto que, tanto como el billete, el que “es más falso que el alma de Judas” es su propio padrino. Además, Ezequiel tiene mal carácter, tanto con su ahijado (“-¡Dónde habrás andado, golfante...! ¡Hala, a barrer!”), como con Manolito, que representa el mundo de las chabolas, y al que trata “desabridamente” (“-Largo de ahí, golfo! -chilló-. ¡Largo de ahí, si no quieres que te eche de un puntapié! [cuando comprueba, sin saberlo, que “su” propio billete es falso] [...] -¡Que te largues, te digo! ¡Te creerás que me puedes engañar a mí! ¡Ya decía yo! ¡Ya me parecía a mí! Este billete es más falso que el alma de Judas...”).

Manolito es “el capitán” de la pandilla de los niños de las chabolas, que raramente toleraban la compañía de Dionisio, porque era “el de la tienda”. (Este dato es muy significativo, porque ya desde pequeño asume la diferencia de estatus social que llevará al enfrentamiento pobres/ricos).

A lo largo del relato podemos rastrear algunos rasgos físicos de su persona: delgado y de piel tostada por el sol, tanto más cuanto que iba medio desnudo; de ojos redondos y escudriñadores, negros, que cuando los fija pueden parecer de vidrio; con voz clara y espaciosa, pero a la vez firme; capaz de manifestar desprecio con la sola posición de sus labios; de boca pequeña y oscura; flaco de piernas... Pero, una vez que su padre ha tenido el accidente laboral y entra en la tiende de Ezequiel a comprar con el falso billete de veinte duros, su “figurilla” queda descrita por Dionisio, con ese halo poético y de conmiseración que sabe imprimir Matute a sus personajes cuando la situación lo requiere: “No: no parecía el capitán de la banda. Era como un pájaro, un triste y oscuro pájaro perdido”. Y también ofrece Matute algunos rasgos psicológicos: amigo de aventuras y de “juegos salvajes” [poco ortodoxos] y fascinantes”; sin la menor educación y el insulto en la boca por todo diálogo (“¡Lárgate, cerdo! -escupió Manolito-. ¡Que te largues!”, dejando desolado a Dionisio. Y no parece casual que Manolito emplee despectivamente el verbo “largar”; porque precisamente la interjección “¡largo!” es la que usará Ezequiel para mandar a Manolito que se vaya inmediatamente de la tienda; incluso la misma expresión conativa: “¡Que te largues!”); con muy bajo nivel de instrucción “-Ande va a estar [mi madre]... ¡En el hospital!); sucio (“Avanzó despacio una mano delgada, llena de tierra.”).

En definitiva: un niño “lejano a todos”. Y aun así, Matute es capaz de advertir en un momento del texto “su carita pálida”. Porque lo que Matute ha dejado claro es lo enormemente injusta que resulta la vida de Manolito, condenado ya desde pequeño a la marginación social, y a esa falta de instrucción que aboca al desastre personal y familiar. Por el simple hecho de haber nacido en una familia humilde y de cobijarse en una chavola. Y mientras, en la tienda de Ezequiel se come a dos carrillos y solo se fía a los ricos.

El otro protagonista es Dionisio, cuya vida parece “regalada” si se la compara con la de Manolito, pero también soporta su carga de desgracia, aun cuando no lo parezca. De entrada, y con solo seis años, tuvo que abandonar su pueblo natal, y fue dado en adopción a unos familiares lejanos por su madre, “viuda y pobre”, que no podía hacerse cargo de él, porque “aún tenía cuatro hijos más pequeños”. A los doce años, Dionisio añoraba el entono de su niñez, y solo le quedaba de su madre -cuyas cartas iniciales le hablaban de “la gran calamidad dela vida”, un vago recuerdo nostálgico: “una idea tiste y borrosa”. Y en la tienda de Ezequiel trabajaba sin sueldo, con la nebulosa promesa de acabar siendo el propietario de la tienda “el día de mañana”. Y de Ezequiel no recibía precisamente buenos ejemplos: comía a dos carrillos y sin la menor educación -“como él”-; y aprendió que en la tienda solo se fía a los ricos, y nunca a los pobres, que es una forma de curtir el espíritu en la insolidaridad. Pese a todo, asistía diariamente a una academia un par de horas para aprender Contabilidad; e iba aseado, diferenciando la ropa de tendero de la de estudiante. El descubrimiento de Manolito y su pandilla suscitó en él un deseo de participar en sus juegos, un mundo para él desconocido; pero, por ser “el de la tienda”, raramente toleraban su compañía, lo que le originaba no pocas frustraciones: “No: no le querían los de las chavolas. No le querían, y por ello, quizá, deseaba aún más pertenecer a su banda. Sobre todo en el verano, cuando bajaban a bañarse a la playa, dando gritos debajo del gran sol. Pero no le querían, estaba visto.”. Y no deja de ser curioso que en las contadas ocasiones en podía jugar con ellos, regresaba a casa “con la cabeza llena de sabiduría”, hasta el punto de perder el sueño.

El miserable de Ezequiel un día le dio a Dionisio un billete de veinte duros -que luego se comprobaría que es falso-, con la condición de que no se lo gastara, de que lo guardara bien y se limitara a mirarlo. Y Dionisio quedó emocionado anta tanta generosidad, casi sin respiración: “-Gracias, padrino... ¡Qué bárbaro!”. Pero este hecho colmaba solo parcialmente su felicidad, porque lo que realmente deseaba Dionisio era pertenecer ala banda de Manolito. Matute plante con exactitud lo que es el nacimiento del sentido de la avaricia en Dionisio: guardado el dinero, se contentaba con saber que lo tenía, y “los primeros días se acercaba a verlo, de cuando en cuando. Recordaba entonces una historia que leyó, de un avaro que guardaba su oro y lo acariciaba. Pero sonreía y se sentía satisfecho”.

El grave incidente laboral del padre de Manolito hizo que Dionisio se sintiera movido por la piedad, y decidiera darle a Manolito el billete de veinte duros; con lo que el sentimiento de generosidad vence al de la avaricia, y el de la fraternidad al de la enemistad, ya que veinticuatro horas antes de que Dionisio tomara esta decisión -“casi sin sentir sacrificio alguno”- seguía siendo rechazado e insultado por Manolito, y anidaba en él “el peso de una gran desolación”. En el breve diálogo que Dionisio y Manolito mantienen, puede “escucharse” el lenguaje entrecortado de Dionisio, casi balbuciente -“con voz trémula”-, entre tímido y temeroso, pero con la seguridad de que está cumpliendo con lo que su conciencia le dicta: “-Oye, Manolo..., yo venía a decirte..., vamos, mira: esto he ahorrado yo, pero si tú quieres... yo te lo presto y cuando puedas, vamos, no me corre ninguna prisa... ni siquiera que me lo devuelvas...”.

Pero donde Matute resulta más poéticamente conmovedora es a la hora de describir todo el mundo de sentimientos y sensaciones que siente Dionisio mientras espera la llegada de Manolito a la tiende de Ezequiel para gastarse en alimentación el billete de veinte duros que le ha entregado cuando aquel atraviesa difíciles circunstancias familiares; y también una vez que se demuestra que el billete es falso -y que Judas y el padrino tienen conductas parecidas, basadas en el engaño-: le flaqueaban las piernas mientras esperaba la llegada de Manolito; el corazón le dio un vuelco cuando al fin llegó; “un ahogo, raro y dulce, le subía por la garganta. [...]. Las rodillas le temblaban”...; refugiado en el olor de la tienda, “que se pegaba a la garganta, a los ojos, como un humo”. Incluso las rodillas “se le volvieron blandas, como de algodón”. Y hasta podría ser que esa “rata gorda, negra, [que] corría por detrás de los montones de jabón” sea, metafóricamente, la conciencia de Ezequiel, gorda, por comer a toda hora a dos carrillos, mientras sus vecinos -de las chabolas- pasan necesidad; y negra, como su conducta moral.

El final del relato deja al lector con el espíritu maltrecho: “[Dionisio, después de todo lo sucedido], oyó la campanilla de la puerta. Por fin, Manolito se había marchado.”; marchado al mundo de miseria que le espera.

No queremos dejar de reseñar la sencillez sintáctica con que ha construido el texto Matute, con giros que son propios del habla coloquial y con un léxico en que, por momentos, prima el valor connotativo de la palabra sobre el denotativo, buscando una pluralidad significativa que atrapa al lector y lo sumerge de lleno en ea relato, en el que la intriga se ha dosificado para llegar a un final magistral que pone en evidencia la condición hipócrita del ser humano que, en lugar de dar ejemplo de comportamiento a los demás, se regodea en su propia mezquindad. Era necesaria una voz literaria como la de Ana María Matute -como la de los novelistas de la generación del realismo social de mediados del XX- para con sus narraciones llamar la atención de la sociedad hacia los problemas de los marginados, a los que se les cierran todas las oportunidades a las que su dignidad como personas les da derecho.

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De las docenas de cuentos de Ana María Matute que podríamos recomendar para su lectura, elegimos cuatro:

“El árbol de oro”.

https://cuentosimperdibles.wordpress.com/2012/11/18/el-arbol-de-oro-ana-maria-matute/

“La rama seca”.

https://ciudadseva.com/texto/la-rama-seca/

“Bernardino”.

https://ciudadseva.com/texto/bernardino/

“La chusma”.

https://enfrascopequeno.blogspot.com/2020/10/la-chusma-ana-maria-matute.html

En estos cuentos figuran personajes retratados con sus defectos y virtudes, que hacen posible una seria reflexión ética acerca de sus actitudes y comportamientos, más allá de la puramente literaria que, dicho sea de paso, es de gran calidad.

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